La prostitución en el Perú: Un producto de la conquista española. Juan José Vega. (Perú).
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María Emma Mannarelli: Ilegitimidad y cultura afectiva. Siglos XVI-XVII.Centro Flora Tristán, Perú.
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Fréderique Langue. El honor es una pasión honrosa. Vivencias femeninas e imaginario criollo en Venezuela colonial. Centre National de la Recherche Scientifique, Francia.
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Teodoro Hampe Martínez. El proceso de canonización de Santa Rosa. Pontificia Universidad Católica del Perú.
LA PROSTITUCIÓN EN EL PERÚ:
UN PRODUCTO DE LA CONQUISTA ESPAÑOLA
Juan José Vega
Pampayruna era el Incario “mujer pública” según el Inca Garcilaso de la Vega[1]. Sorprende la afirmación del mestizo cronista dado que todos conocemos que su tendencia es más bien a idealizar el Incario, a verlo en la forma en que seguramente lo entendían los aristócratas orejones imperiales cuzqueños, de quienes tenía sangre, a través de su madre Isabel Chimpu Ocllo. Pero ¿qué es una prostituta?. La mejor definición sigue siendo la de Justiniano, el de los códigos romano-bizantinos: “mujer que se entrega por dinero y no por placer”.
Por esta sencilla razón, denunciar que hubo prostitución en el Incario rompe con todos los esquemas garcilacistas; lo que es peor, deshace todas las demás informaciones e torno a la sociedad incaica. Resulta así imprescindible una revisión del caso. Además, la discutida aseveración garcilacista hundiría todos los esquemas vigentes en torno a la evolución universal de las sociedades, puesto que el Antiguo Perú, no pasó del Calcolítico (cobre y piedra). Período que aunque brillantemente cumplido, no llegaba aun a los niveles económicos de la evolución que son base para el surgimiento de ciertas instituciones y costumbres, la prostitución entre ellas[2].
Resulta muy factible, en cambio, que algunas prostitutas indígenas apareciesen durante la Conquista Española (1532-1544). Eran mujeres desarraigadas de sus ayllus, casi siempre arrastrando hijos de rostros extraños (mestizos, zambos) se multiplicaron sin duda cuando las “entradas” y más con las Guerras Civiles Españolas que significaban miles de indios de guerra, carga y acarreo (sólo la artillería, cinco mil). Indios e indias seguían a los diversos caudillos hispánicos, de un lado a otro. Resulta obvio que esas desdichadas, por su pobreza y raza, fuesen obligadas a permanecer fuera de las ciudades, como era de rigor en toda Europa a causa de los prejuicios de la falsa moral imperante. Así, tal vez las vería Garcilaso en su adolescencia y juventud.
Por otro lado, el extremo recato de Garcilaso niño y joven pudo haber aumentado el margen de error. ¿Con quién conversaría del tema? No habría de ser con sus solemnes tíos maternos. Tampoco con la madre, cada día más distante. El padre nunca lo trato como a un hijo. Era parte de su drama cultura y étnico. Quizá lo haría con sus escasísimos compañeros de aula, mestizos todos e igualmente desconocedores de ciertos aspectos del Incario. En todo caso, jamás habría un diálogo con aquellas mujeres, las contemplaría de lejos, dentro de la castidad que se percibe en sus páginas. Bien pudo haber dejado el Cuzco a los veinte años (1560) sin conocerlas, bíblicamente hablando. Más cerca pudo hallarse de las hetairas españolas, mestizas, moriscas y negras que proliferaban dentro del mismo Cuzco, al igual que en otros lados del Perú, para clientela no indígena por supuesto (salvo casos de excepción con indios ricos). Pero de cualquier forma, de los constantes recuerdos garcilasistas de infancia y juventud, ninguno se orienta por allí, ni detalle específico consta en sus obras ellas o sobre los chocheríos donde pululaban las parias, las prostitutas indígenas que sin duda habría tres decenios después del derrumbe del Incario. Por otro lado así fue de discreto el cronista hasta el fin de sus días. Es por otras vías que conocemos sus devaneos con moriscas en España y del hijo (quizá dos) que allá tuvo. Pero dejemos esto; vayamos a los datos concretos.
Los hechos
Las aseveraciones de Garcilaso en torno a la prostitución debemos confrontarlas con otras fuentes, necesidad tanto más sentida si recordamos que escribió la mayor parte de su obra sesenta y setenta años después de la caída del Incario; y aún más Garcilaso, que se alejó joven del Perú tuvo olvidos y yerros, como todo ser humano; y a veces se guió por referencias de terceros, no suficientemente comprobadas o imposibles de verificar: las cartas recibidas en los finales del siglo XVI y aun en los inicios del XVIII, por ejemplo.
Resulta así inevitable confrontar lo que sostiene Garcilaso con lo que afirman otros cronistas muchos más antiguos que él. Veamos primero lo que él expresa:
“Resta decir de las mujeres públicas, las cuales permitieron los Incas por evitar mayores daños. Vivían en los campos, en unas malas chozas, cada una por si y no juntas. No podían entrar en los pueblos porque no comunicasen con las otras mujeres. Llámanles pampairuna nombre que significa la morada y el oficio, porque es compuesto de pampa, que es plaza o campo llano (que ambas significaciones contiene), y de runa que en singular es persona, hombre o mujer, y en plural quiere decir gente. Juntas ambas dicciones, si las toman en la significación del campo, pampairuna quiere decir gente que vive en el campo, esto es por su mal oficio; y si las toman en la significación de plaza, quiere decir persona o mujer de plaza, dando a entender que, como la plaza es pública y esta dispuesta a recibir a cuantos quieren ir a ella así lo están ellas y son públicas para todo el mundo. En suma quiere decir mujer pública.
Los hombres las trataban con grandísimo menosprecio. Las mujeres no hablaban con ellas, so pena de llevar el mismo nombre y ser trasquilada y en público y dadas por infames y ser repudiadas de los maridos si eran casadas. No las llamaban por su nombre propio, sino pampairuna, que es ramera”[3].
La información de Garcilaso resulta sorprende. Como lo señalamos, lo que dice carece de confirmación en otras fuentes españolas, indias o mestizas. Lo que resulta incontrastable es que las prostitutas indígenas solo pudieron surgir tras la conquista española, y a través de una economía que empezaba a monetarizarse y, sobre todo, con el derrumbe cataclísmico del antiguo régimen social.
Por supuesto esto no quiere indicar que en el Incario faltasen algunas mujeres ligeras, libres, amorales, en todas las clases sociales. Pero venta de favores eróticos no hubo. En cambio sí nació tal costumbre con la dominación europea. El propio cronista quechua Guaman Poma de Ayala incluye en su obra un dibujo en el cual un negro pasa una moneda a una india, demandándole sus mejores caricias[4].
Por último, no han constancia de que en el Tahuantinsuyu se rapase la cabeza como signo de infamia, que es costumbre europea. Más bien constituía símbolo de distinción de los Hanan-cuzcos. Tal como se puede leer en varias crónicas[5] y apreciar en los dibujos del citado Guaman Poma[6].
Otras fuentes
No existe ninguna referencia a prostitución incaica en las miles de páginas que integran las viejas crónicas y extensas cartas del siglo XVI que versan sobre el Imperio de los Incas; al contrario, muchas son las que expresamente lo niegan. Guaman Poma expresaba con orgullo que en el Incario no había “ni putas, ni putos”[7], aunque por cierto, no negaba festines y liviandades de la nobleza cuzqueña.. El conquistador Mancio Sierra, que falleció de avanzada edad, aunque exagerando, no puede menos que reconocer que en el Imperio que ayudó a subyugar “no había ladrón ni mala mujer”. Dilatada sería la lista de informantes respecto a la inexistencia de prostitución en el Imperio.
Los conquistadores, nimbados del mágico prestigio del dinero, pudieron en cambio corromper con facilidad a las mujeres en una sociedad diezmada por las guerras de la conquista, con viudas y huérfanos que sumaban decenas de miles y donde la economía zozobró; cien mil murieron de hambre solamente a las puertas del Cuzco, hacia 1538. Reparemos que los españoles usaron sin escrúpulos determinadas creencias ingenuas de la población nativa; en este caso la convicción inicial de muchas mujeres de que los conquistadores eran semi-dioses y que era bueno unirse a ellos; fue sentimiento muy común, inicialmente en especial entre mujeres de etnias sojuzgadas por los Incas. Era, además, la usual ley del vencedor. Asimismo, por recuperar su libertad, miles de acllas se fueron ingenuamente con los españoles. Casi la totalidad de ellas acabarían muertas, vejadas o infamadas. Pero ya cargando hijos mestizos.
Contribuyó a diluir las antiguas formas de éticas incaicas e indígenas en general la presencia de auténticas prostitutas en la colectividad dominante: unas pocas españolas, varias moriscas, negras y mulatas (véase anexo). Su presencia es nítida en las fiestas con las cuales celebrábanse el botín del reparto del Perú. El más famoso caso es el de la orgía celebrada en la misma iglesia principal del Cuzco por el joven capitán de todos los ejércitos españoles del Perú, Hernando Pizarro, el auténtico dueño del país, mucho más que su ilegítimo, iletrado y dubitativo hermano, Francisco el Gobernador. Consta la acusación almagrista como en 1539, en el templo de La Trinidad del Cuzco, “derribó las imágenes, deshizo los altares, echó en el suelo campanas y cruces y se entró a vivir a dicho monasterio e hizo caballerizas de caballos y viviendas de putas indias y cristianas e infieles.[8]
Los conquistadores –denunciaría el Padre Luis de Morales (un Bartolomé de las Casas del Perú)- “viven a la manera de la ley de Mahoma” y “quiero decir que hay chiqueros en algunas casas de paridas y otras de preñadas y otras de sueltas”[9].
No hubo prostitutas
El más antiguo entre los españoles que tocaron el tema de la prostitución es Cristóbal de Molina, llamado “El Almagrista”, quien en 1553 afirmaba con toda razón y con extremada claridad: “...y la india más acepta a los españoles; aquella pensaba que era lo mejor, aunque entre estos indios era cosa aborrecible andar las mujeres públicamente en torpes y sucios actos, y desde aquí se vino a usar entre ellos de haber malas mujeres públicas, y perdían el uso y costumbre que antes tenían, de tomar maridos: porque ninguna que tuviese buen parecer estaba segura con su marido, porque de los españoles o de sus yanaconas era maravilla si se escaparan”[10]
Existen varios testimonios directos e indirectos de esta naturaleza. En cambio, nadie, ninguno de los testigos de la conquista ni de los historiadores tempranos del Imperio de los Incas, aluden a formas de prostitución en la sociedad que el Cuzco formó y que Occidente destrozó. Ni siquiera lo hacen los más recalcitrantes críticos del Estado Inca, bajo el virrey Toledo.
Lo más probable es que Garcilaso asumiera el vocablo pampayruna en la nueva significación que había ido cobrando en el quechua colonial, etapa en la cual se pasó a confundir a la mujer liviana o libre con la meretriz.
Suponemos así que el gran cronista mestizo confundió la significación del vocablo quechua pampayruna y tomó las antiguas referencias oídas respecto a mujeres deshonestas o libérrimas, (llamadas en efecto pampayruna) como si fuesen informes sobre prostitutas. La confusión –reiteramos- suele ser común en un lenguaje de antiguo cuño moralista en todas las culturas y es fruto del mal dialogo varonil, especialmente dentro del sentido que las mujeres modernas llaman “machista”; tendencia insultante que, en realidad, ha existido en toda la historia patriarcal de la humanidad, merced a un doble y absurdo código ético. Cuyos rezagos quedan, fuertes.
Sobre el tema del doble código ético, no va demás apuntar que los términos prostituta, ramera, meretriz, hetaira, mesalina, puta, y otros mucho más similares, se han otorgado desde tiempos inmemoriales tanto a las mujeres públicas propiamente dichas, (las que venden sus favores), como a las mujeres vistas por los hombres como livianas, infieles, o ligeras; tendencia debida al fuerte patriarcalismo y que, atenuada, aún impera en las sociedades modernas. Ni siquiera las mujeres sencillamente libres se han librado de tan rígidas acusaciones varoniles, A la mujer no se le reconoce derecho o la iniciativa sexual (tiene que velar sus deseos, insinuarse solamente y con mucha prudencia), salvo en esferas modernas o que consideran que la moral no radica de la cintura para abajo. Naturalmente, Garcilaso no fue un excepción a estos lineamientos patriarcales (“machistas” se dice hoy). Al contrario, él asumió las formas más conservadoras del eticismo cristiano. No olvidemos, por otro lado, que el notable cronista mestizo poseía herencia cultural inca y española, ambas con dominio absoluto de los varones en la sociedad y la familia.
Garcilaso, pues, se habría visto inducido, inconcientemente, por las dominantes tendencias patriarcales, a lo cual se sumó la circunstancia de haber sido un cristiano muy observante y pudoroso. Medioeval, nada renacentista. Fue así que vio prostitutas donde solo pudo haber existido, como en todas partes, un sector de mujeres libres, o livianas, o como se las quiera llamar. Toda su obra se halla teñida de un intenso eticismo sexual cristiano.
Livianas, nada más
Esta hipótesis aparece confirmada por el hecho singular de que el primero que escribe la palabra pampayruna es Pedro Cieza de León en 1551, sesenta años antes de Garbillado. En la Tercera Parte de la Crónica del Perú, el bien calificado “principe de los cronistas” relata como el belicoso General Rumiñahui mató a todas las mujeres que quisieron la paz con los españoles, tras apostrofarlas con el epíteto de “pampayruna”
Es importante ver el uso que el héroe incaico da el término en cuestión:
“Avían muchas señoras prencipales de los tenplos y de las que avían sido mugeres de Guaynacapa y de Atabalipa e de otros prencipales de los que avían muerto en las guerras. Ruminabi les habló cautelosamente, diziéndoles /fol. XCIII / que ya bían como los españoles venían a entrar en la cibdad, que las que dellas quisiesen salir con él que se pusiesen en camino y las demás mirasen por sí con él porque, entrados aquellos sus henemigos, heran tan malos y luxuriosos que luego las tomarían a todas para las desonrar como avían hecho a otras muchas que traían con ellos. Como esto dixo, las que tuvieron gana salieron sin más aguardar; las otras, que heran más de trezientas, dixeron que no querían salir de Quito sino estar y aguardar lo que sus hados dellas ordenase. Ruminabi airado, llamándolas de panpyronas, las mandó matar a todas sin quedar ninguna, según me contaron, siendo algunas demasiadamente de hermosas e gentiles mugeres. E como las mataron, las echaron en unos hoyos hondables que estavan cerca de allí”[11].
En verdad sólo se trataba de damas de la nobleza (pallas) y acllas, esto es, mujeres que encerradas, realizaban en los acllahuasis diversas tareas de artesanía y servían como semillero de la poligamia aristocrática de los orejones y de altos jefes militares inclusive plebeyos, como el yana-General Rumiñahui. Seguramente, se hallaban fatigadas de hambre y matanzas. Alguna tal vez creerían hallar su libertad yéndose tras los españoles. Pero Rumiñahui hablaba lo que sentía y por ellos las insultó zahiriéndolas de casquivanas, perdidas, ligeras, infieles. Sin duda no las llamó rameras, concepto que no existía en el quechua imperial. Sobre todo por las antedichas razones del estadio histórico de la época en que vivían.
Tanto mujer como hombre
La segunda referencia cronológica a pampayruna es lingüística. Tampoco en este registro quechua indica prostitución. Al igual que en el ejemplo de Cieca, el vocablo apenas revela liviandad y, asunto importante, liviandad tanto femenina como masculina. Puede verse que en el Lexicón de Fray Domingo de Santo Tomás (1560) señala que pampayruna es “hombre dado a mujeres o mujer dada a hombres”[12]. Alúdese pues a liviandad o lujuria, en cualquier sexo. Ni remotamente se refiere a la prostitución.
El Diccionario Anónimo de 1586 consigna pampayruna como “disoluta mujer”, y, cosa interesante, también como “mundana” y, por esa vía, como “mujer pública”, en el sentido que no era difícil tener acceso a ella[13].
Cuando Diego González Holguín recogía pacientemente su enorme vocabulario quechua en los Andes, Garbillado hacía ya tiempo que residía en España. La diferencia es menester recalcarla, puesto que para el célebre quechuista todavía pampayruna es tanto “mujer mundana” como “mujer pública”, que al igual de la “mujer cantonera” era la que vivía con deshonestidad. Es suma, pampayruna valdría por “mujer mundana” en el quechua de los indios y por “ramera” sólo en el quechua colonial[14] de mestizos, criollos y seguramente un sector nativo rico.
Había surgido ya una nueva acepción colonial para la pampayruna. No en vano habían transcurrido sesenta años de aniquilamiento de los viejos moldes económicos, sociales y éticos del Imperio de los Incas.
Por su lado, el Padre Diego Torres Rubio, que publicó más tarde su Diccionario Quechua, en 1619, dijo que la “hayhayñic huarmi” es la “mujer de todo, vil y fácil” y señala ya a la pampayruna como “ramera” momento en el cual tenemos, nos parece, el asentamiento por escrito, definitivo, del quechuismo colonial que, usado antes sólo oralmente, había llegado ya a España, a través de cartas, en su nueva significación, engañando a Garbillado. Ya circulaban por entonces en el trato diario entre españoles y mestizos, negros y seguramente indios y se refería a las prostitutas propias de la Colonia.[15]
Asimismo, Holguín consigna varios sinónimos de pampayruna, como pampahuarmi, que es más acertado, hutascahuarmi (mujer de muchos”) etc. [16]
Conviene, asimismo, advertir desde ahora que runa, como bien se sabe, es voz quechua que designa al ser humano, hombre o mujer. En tal forma pampayruna valía también por licencioso, libertino. En ambos casos “era gente de la plaza, de la pampa”, cuando menos desde el primer siglo colonial porque reafirmamos que el vocablo en cuestión fue temprano quechuismo en el castellano, pero de aquellos que cambiaron en parte su significación, como huaca, chupe, inca, guano y tantos más.
Notas complementarias
Nada tienen que ver con prostitución ni con vida frívola o airada o placentera dos instituciones, el Acllahuasi, que era fundamentalmente un centro riguroso de tareas destinadas al servicio de la aristocracia y un reservorio poligámico para esta misma clase social; de allí salían esposas principales y secundarias; jamás prostitutas, que, reiteramos, no las había ni podía haberlas en el Calcolítico, período incaico de evolución histórica; o si se quiere, en el “modo asiático de producción” o “El despotismo oriental”, formas con las que se asemeja más el Incario. La otra institución incaica, todavía débil en 1532 (y quizá inexistente, pues solo contamos con una fuente, la de Juan de Betanzos, deformador de innumerables pasajes de la historia inca). Dice este Betanzos, que existió un centro para jóvenes, pero, si es que existió, fue toda una institución oficial, donde ciertas jóvenes prisioneras de guerra habrían sido obligadas a servir así, entregando su cuerpo (nada de putería por tanto). Además, no da el nombre de esta supuesta entidad estatal. Y son tantas sus contradicciones que por el momento no se la puede considerar en serio. En todo caso, si acaso existió, habría sido un pequeño anexo de esclavas sexuales, no de rameras. Más nos parece una descripción de los centros de prostitución barata que habría en el Cuzco en medio de los desórdenes de las guerras civiles y sublevaciones y campañas contra Manco Inca, que acarreaban mucho número de soldados y auxiliares indígenas a la capital imperial. A veces veinte y treinta mil, como sucedió cuando la alianza hispana con Paullo Topa, convertido en Paullo Inca, el príncipe traidor.
Anexo al inicio del meretricio
La conquista española y las Guerras Civiles de los conquistadores dejaron en la miseria a cientos de miles de viudas indígenas. Por otra parte, un número desconocido de mujeres tuvo que pasar el resto de su vida atendiendo a maridos inválidos y a hijas desocupadas en medio del vendaval social que significó la alteración total de las formas de vida y de trabajo.
Cierto número de mujeres se dedicó entonces a una actividad hasta entonces desconocida en el Perú: la prostitución. Los españoles hicieron uso torcido de antiguas normas éticas de las mujeres aborígenes y que eran flexibles en las solteras, generalmente. Las pampa-huarmi se multiplicaron entonces. Ya desde un inicio cristianos observantes censuraron que las “vírgenes de los templos se salían y andaban hechas placeras” (Cieza, Parte III, 45°). Pero luego el mal se extendió más. Guaman Poma registra en su obra no menos de una veintena de reprobaciones contra las “putas indias” y sus “puterías” y hasta una lámina en la cual una mujer recibe paga de un negro. En verdad, esas desdichadas no tuvieron otra opción, en la nueva sociedad creada por los españoles sobe el caos de los oprimidos. Con el desconcierto de su género oprimido.
No sólo fue cuestión de covachas en los extramuros, ni de fugaces e ininterrumpidas convivencias con los españoles. Los tambos de los caminos, que eran numerosos, sirvieron también como centros de mercadeo de favores eróticos y en las Ordenanzas del Virrey Toledo se alude ya a las “indias de mal ejemplo usando mal de sus cuerpos con los caminantes y con otros, so color que es para pagar la tasa”. Negros libres e indios encumbrados aprovecharon también del sistema.
En verdad, el tributo agobiaba a las familias campesinas. Pero muchas mujeres escogieron el mal camino en esa sociedad desintegrada. En los centros de riqueza esto fue notorio y son muchísimas las páginas de aquel tiempo que se refieren a las hetairas indias, mestizas, mulatas y españolas de Potosí, muchas de las cuales vivían con lujo.
En el Cuzco hubo desde un inicio varias españolas de vida fácil. “La Hernández” fue la primera, ya en 1532. Se tienen datos sobre las orgías de Hernando Pizarro, desde una fecha tan lejana como 1538, “con putas cristianas, indias y moriscas”. Y es conocida la anécdota según la cual Diego de Almagro el Mozo fue capturado en esa misma ciudad por las huestes del Rey al entretenerse su lugarteniente, Diego Méndez, más tiempo de debido con una de esas compañeras de paso; entretenimiento que les costó la vida. El meretricio florecería doquiera. María de Toledo ejercía en La Plata (actual Sucre) en 1544 y María Enciso dio mucho quehacer cuando la “la entrada” a las pampas rioplatenses, por esa época. Inés Sánchez, mujer de aventura, fue por lo menos la compañera, concubina pública, de Pedro Valdivia desde los inicios de la década de 1540, luego se la llevó a Chile. Menos santas aparecen la amasia del rico Antonio Picado, Ana Suárez y la Mari López, que sabía dar puñaladas.
En las ciudades las mesalinas fueron del máximo nivel; españolas incluidas. La primera que llegó a nuestras tierras fue Juana Hernández. Al oficio también se dedicaron algunas negras y moriscas. No todas por consentimiento. Hubo esclavas que daban de comer a sus desvergonzados amos españoles y criollos con esta forma de trabajo, contra la cual se dictaron específicas disposiciones por el Cabildo de Lima; puesto que se prefirió la rufianería y el peculado o el contrabando a trabajar con las manos. Así estaba Lima hace más de cuatro siglos.
Una característica de la prostitución limeña fue después su lujo desbordado: y no pocas mestizas alcanzaron relieve por esta vía, en una sociedad urbana de gran tolerancia hacia “pecados y delitos” de toda laya. Pronto se diría de la capital que era la “Babilonia de América”. Lo mismo se dijo de Potosí.
[1] Garcilaso Inca de la Vega. “Comentarios Reales de los Incas”. Lib. IV, Cap. XVI. Madrid, BAE, 1960.
[2] La prostitución nació tardiamente en todo el mundo como una consecuencia del desarrollo de la propiedad privada y se asentó con la moneda; de todo lo cual se derivaron normas familiares menos flexibles (vigencia de la virginidad, etc). El meretricio no es pues, como tanto se repite vulgarmente, la profesión más antigua; ni siquiera la que de tipo sagrado se ejerció en los templos, en ciertas culturas. La existencia de una enorme bibliografía sobre estas manterias nos exime de desarrollarlas aquí.
[3] Garcilaso Inca de la Vega. Idem.
[4] F. Guaman Poma de Ayala. “Nueva Crónica y Buen Gobierno”. París, 1936, folio 709.
[5] Entre los principales informantes de esta costumbre están: Joan Cabezas en carta a Gonzalo Fernández de Oviedo en 1537 (p.99); Juan de Betanzos en el Cap. I. de su crónica; Molina El Almagrista (p.32); Pedro Pizarro )p. 83); Agustín de Zarate, Cap. I, etc.
[6] Guaman Poma, Ob.cit., folio 442.
[7] En la época se denominaba “putos” a los homosexuales.
[8] Toribio Medina. Colección de Documentos Inéditos para la Historia de Chile. T. VI, pág. 404.
[9] Luis de Morales. Memorial de la Iglesia de España el.- Sevilla, 1943, “Protesta 47”, pág. 70.
[10] Cristobal de Molina. “Destrucción del Perú” (El Almagrista) So-chantre de la Catedral de Santiago de Chile, año 1553. Pub. En: Colección: Los Pequeños Grandes Libros de la Historia Americana. Serie I, T. VI.
[11] Pedro Cieza de León. Tercera Parte. Roma, 19 Lib. III, Cap. LXX.
[12] Domingo de Santo Tomás, Fray. “Lexicón o Vocabulario de la Lengua General del Perú” (1560), p. 335.
[13] Anónimo “Diccionario Quechua 1586”, pp. 68,136, 163.
[14] Diego González Holguin. “Vocabulario Quichua 1608”. Ed. San Marcos, pp. 446, 596, 647, 651 y 506. El quechua posterior sumaría varios vocablos, muchos de ellos muy picantes; ulluchupa (cola de falo(; ullusiqui (trasero para falo), etc. Este quechua era hablado tanto por indios de la ciudad, como por los mestizos y por supuesto los criollos, los dueños de los Andes. También por algunos españoles esforzados. En este tiempo virreinal también se llamó huakñaña a la prostituta. Pensemos en un mundo de extremada prostitución en ciertos lugares cortesanos, como el Cuzco, y laboral, como Potosí y Huancavelica. En Potosí los mitayos hablaban varios idiomas, que se sumaban al aimara. En estos centros los paraísos artificiales funcionaban con alcohol, coca y mujeres pagadas. Mitayos había que se gastaban en una noche estar bajo tierra dos semanas; eran los “hombres topos”.
[15] Diego de Torres Rubio. “Arte de la Lengua Quichua”. Cuzco, 1963, p. 158.
[16] González Holguín, Ob. Cit., pp. 597, 204, etc .
JERARQUIAS SOCIALES Y CULTURA AFECTIVA EN LIMA COLONIAL[1]
María Emma Mannarelli
Como se sabe, los historiadores trabajamos con fuentes escritas, que son testimonios indirectos de sujetos, de agentes culturales del pasado. De esta manera, las manifestaciones que atañen a lo emocional suelen ser siempre muy fragmentadas y deben, además, atravesar varios filtros culturales hasta que llegan a nosotros. No son muchos lo recursos con que contamos los que intentamos reconstruir e interpretar la cultura afectiva del pasado, o la forma en que se procesaban las emociones. Una forma de potenciar la capacidad reveladora de los textos relacionados a los sentimientos es la referencia a la configuración de jerarquías sociales y las relaciones de poder que entretejen las acciones de hombres y mujeres. En este caso, me voy a centrar en aquellas ubicadas en la sociedad colonial temprana, particularmente a la ciudad de Lima en el siglo XVII a través de un tema específico que son las relaciones extraconyugales y su resultado, la ilegitimidad.[2]
A manera de contextualizar el asunto en cuestión es preciso partir de la idea de que el matrimonio en nuestra sociedad es una institución débil. Las tasas de nupcialidad en general, en varios de los periodos de la historia peruana, son bajas. Si bien no existen estudios suficientes como para probar una hipótesis como ésta varias investigaciones que abordan este tema directa o indirectamente así lo revelan.
El matrimonio, en términos generales, constituye un mecanismo regulador y de control social mayor. A través de éste se conforman las alianzas de clase, se transmite el patrimonio, se comunican y se transforman valores culturales, y se controla la libido, entonces, ¿cómo se organiza una sociedad donde esta institución está lejos de controlar a una parte significativa de la sociedad? Puesto de otra forma, ¿cuáles son los referentes institucionales o culturales a los que las personas se remiten cotidianamente para procesar sus emociones? Aquí sólo ensayaremos algunas rutas de reflexión dada la envergadura de la cuestión.
La gravitación de los vínculos personales, expresada en el código de honor, explicaría también la forma en que se ejercía el poder sobre las mujeres, el acceso de los hombres a los servicios personales, que se encuentran muy mezclados con los sexuales.
Las opciones amorosas, en este caso las matrimoniales, estaban influidas por diversos factores. La existencia del sistema dotal -los bienes que la novia aportaba al matrimonio, que el marido podía administrar pero no poseer- tuvo un peso considerable en la conformación de las parejas y en las posibilidades de que las mujeres pudieran entrar en el "estado" de casadas. La voluntad paterna -a pesar de que en Trento se estipuló la libre voluntad como requisito para convalidar el sacramento- rige en las opciones matrimoniales; lo que encontramos entonces es la preeminencia de intereses materiales y de prestigio sobre consideraciones afectivas.
La actitud de los españoles hacia las mujeres se orientaba no por lo que ellas significaron en sí, sino por sus relaciones con sus padres y maridos. Estamos frente a una identidad definida por sus vínculos con los hombres. La gente se definía en relación al grupo y su modo de relacionarse con éste. Así, las preferencias y las inclinaciones personales estaban signadas entre otras cosas, por los vínculos de parentesco, y por las jerarquías sociales, muy pronunciadas en esa época.
Los hombres de la primera generación de españoles optaron por vivir amancebados con mujeres de diversa procedencia étnica y social, tanto con las mujeres de la nobleza nativa, como con sus criadas indígenas y esclavas de ascendencia africana.[3] Varios fueron los factores que se combinaron para inhibir la opción matrimonial formal: la difusión de la tradición de la bastardía en la península ibérica -no fueron pocos los ilegítimos que protagonizaron la conquista[4]; la gravitación del código de honor como orientador de la conducta y los afectos en la cultura española[5]; la lejanía y la debilidad -dada la coyuntura- del Estado patrimonial con escasa incidencia en la vida de los individuos.[6]
El carácter patrimonial del Estado español expresado en la precariedad de la vida pública de las instituciones de la época, acentuado por las circunstancias de la invasión, le dieron a las voluntades masculinas un margen de acción considerablemente dilatado. Esta situación coyuntural se proyectó, con modificaciones, en el orden colonial establecido posteriormente.
Al provenir las mujeres de grupos étnicos sometidos de territorios conquistados se inaugura una nueva forma de relación sexual. En este contexto se reforzó un patrón de relación sexual en el cual se tendía a identificar fuertemente a concubinas con criadas. A este vínculo se agregaba el componente étnico que jerarquizaba, a su vez, lo masculino y lo femenino. Las relaciones emocionales entre hombres y mujeres estuvieron impregnadas por lo que podría llamarse una moral de la servidumbre.
La ilegitimidad fue una de las manifestaciones de esa desigualdad, que a su vez alimentaba el sistema de jerarquías propio de la sociedad colonial. El destino de los ilegítimos fue definido por múltiples factores. Las opciones personales masculinas fueron desde la legitimación de su descendencia ante la Corona española, hasta la negligencia absoluta.[7] En medio estuvo el reconocimiento formal paterno que convirtió a los ilegítimos en naturales, y mecanismos tales como la adjudicación de dinero, dotes en el caso de las mujeres, nombramiento de tutores y responsabilidades directas a propósito de la educación y crianza de los niños. Además, factores de orden personal tales como el estado conyugal de los conquistadores, la presencia de hijos legítimos, y la procedencia social y étnica de sus concubinas influyeron también en los sentimientos de éstos frente a su prole mestiza.
Todas estas posibilidades estuvieron acompañadas, en mayor o menor grado, de la incorporación de los hijos e hijas reconocidos, a las estructuras familiares hispanas, y consiguientemente fueron alejados de la cultura materna nativa.[8]
El sistema colonial, como heredero de la tradición ibérica, asimila dos elementos que conviene juntar: una estructura familiar -o por lo menos un concepto- de estructura patriarcal y una fuerte tradición de nacimientos fuera del matrimonio. Esta combinación es una de las coordenadas a tomar en cuenta en la reflexión que intento desarrollar aquí. Dentro de la familia patriarcal, que suponía una extensa red de parentesco -tanto sanguíneo como ficticio- , dada la naturaleza jerárquica de los vínculos, se reproducían con mucha fluidez las relaciones de servidumbre. Esto iba acompañado por un tipo de Estado patrimonial con una escasa incidencia en la regulación de la vida familiar, y que acreditaba en sus formulaciones las desigualdades entre hombres y mujeres. Así, el poder de organizar las relaciones de parentesco y de la resolución de los eventuales conflictos quedaba en manos del pater familiae, al cual -o al equivalente- todos eran subordinados, y conformaban una extensa red de clientela. Uno de los resultados de esta situación era el predominio de los vínculos personales jerárquicos. El poder masculino estuvo poco sometido a un poder público, externo a la domesticidad. Esto genera una forma específica de ejercer el poder y caracteriza la naturaleza de los vínculos, y por lo tanto, de los canales por donde fluyen los afectos.
Este tipo de configuración del ejercicio del poder hace pensar en una presencia paterna que no encarna necesariamente una ley pública, sino que es la actuación de la ley personal, de dominio, más que de autoridad, legitimada por un orden no público. En realidad, el Estado delegó buena parte de su soberanía en materia del control de la sexualidad a los poderes privados. La Iglesia, habría que discutir en qué medida se comportó como un poder público o privado, tuvo en sus manos virtualmente la resolución de todos los conflictos relacionados con la sexualidad. El Estado guardó para sí la jurisdicción sobre impases básicamente patrimoniales tales como herencias y dotes.
Las relaciones entre hombres y mujeres se tiñeron de los rasgos propios de las relaciones sociales predominantes, generándose así una particular forma de jerarquización de género.
La posterior inserción de población africana esclavizada en la sociedad colonial llegó a influir de manera sensible las relaciones entre hombres y mujeres. Bernard Lavallé, en su estudio sobre las desavenencias conyugales en Lima durante el siglo XVII encuentra testimonios que sostienen esta idea. Las propias mujeres denunciaban a sus maridos ante la corte arzobispal comparando el trato recibido de éstos con la forma en que era tratada la población esclava. Juana de Sotomayor, que en 1657 sostenía un juicio de divorcio contra su marido ante el arzobispado, argumentaba "me ha tratado con tanta crueldad y sevicia como si fuera su esclava".[9] Hay muchas opiniones femeninas con contenidos similares. La interacción cotidiana de población esclava y libre aportó un ingrediente de jerarquía al trato entre hombres y mujeres en general. Situaciones como ésta nos remiten a la pertinencia de pensar las relaciones entre hombres y mujeres, es decir el mundo de la sexualidad y los afectos, dentro de coordenadas mayores como las estructuras de clase.
No obstante, es importante tener en cuenta que el sistema de esclavitud no inhibió los vínculos afectivos a pesar de que les impuso sus características. El amor entre la población esclava -especialmente la femenina- y la libre, -la masculina- tuvo sus escenarios en la sociedad colonial urbana limeña. Hombres libres pelearon por conseguir la libertad de sus esposas y concubinas, así como la de su prole ilegítima esclava.[10]
Las características propias de una ciudad como Lima, tales como constituir un centro administrativo de considerable envergadura por un lado, y de ser un punto clave en la configuración del monopolio comercial por el otro, tuvieron un significado especial a propósito de las costumbres sexuales. El carácter provisional de los cargos en el caso de los burócratas y militares, el ir y venir de los comerciantes contribuyeron a generar relaciones extraconyugales pasajeras. Además, estos grupos fueron afectados por una legislación corporativa específica en cuanto a materia matrimonial se refería. Esto restringió la fluidez de las opciones matrimoniales y fue un factor que favoreció los vínculos inestables entre los hombres y las mujeres de la ciudad.
El dominio privado sobre los esclavos fue una consistente interferencia para la intervención pública de la Corona y de la Iglesia, particularmente en lo que se refiere a la difusión del matrimonio entre la población esclava. La presencia de ésta, por otro lado, significó la virtual disponibilidad sexual de mujeres, especialmente para los hombres libres. Las esclavas no gozaban del honor al que accedían otras mujeres a través del cuidado de su honestidad sexual. Además, las vinculaciones con hombres libres podían, en ciertas circunstancias, acercarlas a la libertad, a ellas o a su descendencia. La especial combinación de relaciones de esclavitud con un sistema estamental, fue un obstáculo difícil de franquear para el desarrollo y la consolidación de la esfera pública.
A esto se agregaba un espacio público que expresaba el orden estamental y jerárquico, con un gran despliegue ritual de símbolos que lo encarnaban, y que pretendían orientar el comportamiento diferenciado de hombres y mujeres, de españoles y de las castas, de los libres y de los esclavos. Los códigos de conducta estuvieron severamente diferenciados, y sancionados a través de una legislación corporativa. Este orden carecía de referentes externos comunes, unívocos: lugares específicos que gente diferente debía ocupar, formas de vestir permitidos a ciertas personas y a otras no, penas diferentes frente a mismas faltas asignadas de acuerdo a la pertenencia sexual, étnica, y social, etc. Esta normatividad que enfatizaba los controles externos del comportamiento social se apoyaba en la lógica de la sociedad jerárquica. Lo anterior guarda relación con el hecho que las calles y las plazas no llegaban a constituir espacios propiamente públicos en el sentido clásico de la palabra. Las jerarquías estamentales regulaban la presencia cotidiana de la gente en estos espacios. En la medida en que las personas encarnaban las atribuciones de su estado, las representaban también en calles y plazas. No había un referente común externo que hiciera a estos grupos diferentes, iguales en sitio alguno.
Así, la forma de ser y de sentir estuvo muy influida por la pertenencia al grupo. En esta clase de sociedades, la incorporación individual de la norma tiene poca vigencia en la configuración de las relaciones sociales. En este contexto, las transgresiones y los sentimientos provocados ante éstas tienden a inferiorizar más que a excluir. Por eso el ejercicio de la sexualidad fuera del matrimonio así como la condición de ilegitimidad, se sancionó a través del código de honor que hacía que los transgresores, de acuerdo a su ubicación social, en la que se incluye especialmente su identidad sexual, perdieran valor, se deshonraran, y se colocaran más abajo, pero siempre adentro.
Las relaciones extraconyugales atravesaron todos los sectores sociales de la ciudad. Era, además, un tema de la cultura cotidiana en la que discursos de distinto contenido se encontraron. Algunos horrorizándose, otros con naturalidad y complacencia hicieron del amancebamiento un tema de dominio público. Las autoridades coloniales, básicamente las religiosas, estuvieron a cargo de su control. Sin embargo, hubo varios factores que obstaculizaron el efectivo control de las relaciones sexuales clandestinas e ilícitas. Las autoridades religiosas a cargo de dicho control, desde los inquisidores hasta los religiosos de rangos subalternos, en la medida que en ocasiones estuvieron involucrados en casos de amancebamiento público, se encontraron desacreditados para el ejercicio del poder en relación a esta materia. La percepción popular de la autoridad corrupta debilitó la incidencia del discurso religioso sobre el esperado comportamiento sexual de los pobladores de la ciudad.
En la sociedad colonial urbana, fuertemente jerarquizada, las autoridades religiosas y seculares tenían un discurso sobre lo que era un comportamiento femenino adecuado. La virginidad, el recato, la discreción, en resumen, la subordinación a lo masculino (padre, esposo, cura), eran valores y condiciones que debían orientar la vida de las mujeres. Las relaciones de amancebamiento estuvieron protagonizadas, en una buena cantidad de casos por hombres y mujeres desiguales: hombres pertenecientes a sectores medios y altos de la ciudad con mujeres de condición media o baja. Esta situación supuso varias cosas que considerar. En la ciudad no sólo existió la doble moral, un código para las mujeres distinto al que funcionaba para los hombres, sino que las jerarquías étnicas y sociales propias del sistemas colonial, dieron lugar a códigos morales, y por lo tanto también relativos al ejercicio de la sexualidad, diferentes entre la población femenina de la ciudad. Esta diferenciación supuso varios grados de intensidad en el control del comportamiento sexual femenino. Esto se expresa, entre otras cosas, en la composición social de los acusados por amancebamiento: más control sobre los grupos medios de la ciudad.
La escasa presencia de mujeres pertenecientes a los sectores dominantes de la ciudad y de esclavas en los procesos contra amancebados sugiere también una suerte de división del trabajo entre los poderes públicos y privados de la ciudad a propósito del control de la sexualidad femenina. Es posible detectar una tendencia en la que los poderes públicos, en este caso el de la Iglesia, se hicieran cargo de las transgresiones propias de las mujeres de los grupos medios de la ciudad. Las mujeres de la aristocracia limeña estarían sujetas a los controles privados que emanaban de las estructuras familiares. Mientras que en el caso de las esclavas, los propietarios, si bien no estuvieron interesados en la virtud de sus esclavas, les competía a ellos dicho control. En todo caso se interponían entre la conducta sexual de sus esclavas y la autoridad pública.
En una sociedad en donde el principio de estratificación social y étnica pretendía organizar la vida y las actividades sociales de los individuos, auspiciar el matrimonio entre hombres y mujeres de distintas clases resultaba algo inadmisible. Vemos, pues, cómo la situación colonial hizo que las propias autoridades eclesiásticas no pudieran ser consecuentes con su política a favor del matrimonio o en contra de las relaciones extraconyugales. La estratificación y las desigualdades étnicas constituyeron un obstáculo difícil de remontar. Este hecho es fundamental para explicar la aparente negligencia de las autoridades frente a la posibilidad de promover el matrimonio entre los concubinos.
Los arreglos matrimoniales y el poco peso de la opción personal, ambos factores reforzados por la vigencia del sistema dotal, hicieron de las relaciones matrimoniales vínculos muy vulnerables. A esto se agregó la existencia de mujeres de rangos subalternos disponibles. En la gran mayoría de los casos las mujeres con las que los hombres casados establecían relaciones sexuales, pertenecían a los sectores subalternos de la ciudad. La movilidad geográfica a la que estaba sometida una parte de la población masculina de la ciudad, incidió también en la difusión de las relaciones de adulterio.
La moral dominante consideraba sobre todo el adulterio femenino, la deshonra masculina, pero las mujeres no eran pasivas frente a esta situación, y su resistencia se expresó en las denuncias que presentaron contra sus maridos. La infidelidad del marido socavaba la honra femenina. Nos encontramos pues ante un rasgo de la identidad femenina ubicado paralelamente a aquél definido por el discurso dominante colonial.
La ilegitimidad no siempre significó un estigma que impidiera a hombres y mujeres ascender en la escala social o pretender un rango en los sectores dominantes de la sociedad colonial urbana. Sin embargo, la condición de ilegítimo formaba parte de la identidad básica de los miembros de dicha sociedad y establecía una serie de pautas que regían las formas de relacionarse de los individuos en cuestión. De todas formas, la ilegitimidad no tiene consecuencias unívocas. Es posible detectar patrones de discriminación de los hijos nacidos fuera del matrimonio.
Sólo excepcionalmente los hijos naturales fueron nombrados herederos universales de sus progenitores. Más frecuente fueron los casos de legados que se sujetaban a lo establecido legalmente y que no habiendo herederos legítimos, los padres instituyeron como herederos a parientes colaterales, o incluso prefirieron a parientes no sanguíneos como ahijados por ejemplo.
La existencia de medio hermanos de legítimo matrimonio fue otro factor que entorpeció el camino de los naturales hacia el reconocimiento paterno y el goce del quinto de los bienes correspondientes. Sin embargo, los naturales también sufrieron la discriminación cuando no habían hermanos legítimos de por medio. Raramente fueron reconocidos por los padres como herederos plenos. Los hijos naturales estuvieron expuestos a la voluntad de sus progenitores. Esto tiene que ver con la naturaleza de lo público en la sociedad colonial de la época. En el caso de existir medio hermanos que constituyeran los herederos legítimos, los naturales en el mejor de los casos obtenían el quinto del patrimonio paterno.
Sin embargo, en Lima colonial hubo circunstancias que atenuaron la discriminación a la que de facto podían estar expuestos los hijos naturales. Si sus madres disponían de algún dinero, éstas tenían la autonomía suficiente para dotar. En circunstancias como ésta se reducía el desprestigio que esencialmente constituía la condición de ilegítimo. Ser reconocido como hijo natural de un español significaba diferenciarse de las castas de la ciudad sobre las que pesaban fuertes discriminaciones. En consecuencia, la ilegitimidad empujaba a los sujetos hacia las castas rebajando su rango.
Una tendencia apreciable es el hecho que los hombres ofrecieron mayores resistencias a aceptar la paternidad de hijos nacidos fuera del matrimonio con mujeres de bajo rango social, específicamente en el caso de las mujeres esclavas.
El grueso del número de ilegítimos en Lima y las actitudes hacia éstos descarta la idea de que la ilegitimidad fue percibida como el incumplimiento de una regla, o como una subcultura. Es más, puede especularse en relación a la existencia de una cultura afectiva en la que la ilegitimidad era un componente esencial.
A pesar de todos los matices y de la variedad de patrones en los casos registrados sobre el acceso de los hijos ilegítimos a la condición de naturales, encontramos que en última instancia la voluntad del padre, el deseo masculino tiende a predominar. La palabra masculina fue considerada cierta en el momento de inscribir a sus hijos en el registro parroquial. Sólo si el padre lo expresaba en el testamento, un hijo natural podía ostentar la dignidad familiar, y ser admitidos en fideicomisos y mayorazgos. En casos extremos, los hijos bastardos y adulterinos, reconocidos como tales por el padre, llegaron a tener el reconocimiento de naturales. Pero algún margen quedó para los poderes cívicos y públicos para contrapesar la autoridad del padre. No obstante, el poder paternal para determinar la condición de los hijos nacidos fuera del matrimonio revela la preponderancia de lo privado frente a lo público en la sociedad colonial limeña.
A través de los testamentos de mujeres de Lima del siglo XVII se puede notar que la mayoría de mujeres de condición ilegítima tendieron a reproducir a lo largo de sus vidas dicho estatus. Estos casos también muestran que para las mujeres haber tenido hijos fuera del matrimonio no significó la marginalidad. Pudieron, a lo largo de sus vidas acumular por lo menos un pequeño patrimonio, participar en instituciones como cofradías y hermandades, e incluso contraer matrimonio o aspirar a la vida conventual.
Las mujeres ilegítimas estuvieron expuestas a una fuerte fiscalización de su conducta sexual. A diferencia de los hombres, las mujeres ilegítimas que pretendieron ser reconocidas como naturales para gozar de los privilegios de esta condición, tuvieron que sustentar su respetabilidad y su honra sexual. En el caso de las mujeres, el reconocimiento civil de la condición de natural y el consiguiente disfrute de los bienes paternos estuvo mediado, en muchos casos, por acreditar una conducta sexual ajena a sospechas. La honra femenina, en este caso definida por el discurso masculino dominante, fue un factor que jugó en el desenvolvimiento del destino y de la identidad de los hijos naturales.
Hay diferencias entre hombres y mujeres ilegítimos en los grupos dominantes de la ciudad. En el caso de las mujeres blancas, la condición de ilegítimas traía especiales repercusiones en relación a la obtención de la dote, fundamental en el destino de las mujeres blancas y de los sectores medios de la ciudad.
La experiencia de doña Francisca de Morales ilustra los sentimientos femeninos a propósito de la honra perdida de una mujer de la aristocracia limeña en la segunda mitad del siglo XVII. Además, muestra cómo este hecho fue percibido por hombres y mujeres de diferentes grupos sociales de la ciudad.[11] Doña Francisca se embaraza de don Laureano Gelder, ambos pertenecen a la elite citadina. No hay impedimento apra el matrimonio. La palabra de casamiento dada por don Laureano a Francisca la había hecho sentirse segura a propósito de su honra.
Las personas que rodeaban a doña Francisca, -sobre todo mujeres-, estaban al corriente de esta relación. Así lo confirman las declaraciones de su prima hermana, de su sobrina y de su esclava. Doña Francisca también había confiado la existencia de esta relación a un clérigo jesuita. Esta especie de red confidencial sugiere por lo menos dos cosas. La configuración de un mundo familiar extendido, permeado por la presencia de parientes y esclavos con las que se comparte la experiencia amorosa. No es propiamente un ambiente privado.
Creo que este es uno de los elementos que nos ayuda a entender la forma en que eran experimentados los afectos por las personas y en particular por las mujeres, en este caso de la elite de la ciudad en aquella época. La cercanía del jesuita y sus declaraciones también es reveladora. Nos dice de la influencia de la iglesia y de la religión en las maneras de vivir los afectos; y de cómo ésta se presentaba como referente en la elaboración de la vivencia amorosa femenina. Quizás porque lo consideraba más afectivo o porque era una manera de seguir manteniendo su honra Doña Francisca no acude al poder civil y laico, sino al religioso.
La palabra de casamiento, en primer lugar, hacía público el compromiso entre el hombre y la mujer; abría un margen, aunque ambiguo, para las relaciones sexuales de la pareja en formación. La publicidad del hecho, funcionaba como una suerte de mecanismo de control social. Pero tal control era un arma de doble filo. Y la garantía tenía límites reales en la sociedad colonial de la época. Cuando Francisca se encontró preñada, la promesa seguía en pie. A pesar de ello, su hijo Juan Jacinto fue inscrito en el libro bautismal con la seña de "padres no conocidos". Con esto se intentaba seguir protegiendo la honra de doña Francisca, la que continuaba viviendo separada de su prometido, en casa con su hermano Juan de Morales, sacerdote de la Compañía de Jesús. Pero la inhibición de don Laureano de reconocer a su hijo como natural presagiaba su futura actitud.
Juan Jacinto pasó los primeros dos años de su vida con la partera que atendió a su madre y lo recibió. Luego, con "consulta y beneplásito de su padre", lo llevaron a casa de su padrino, donde permaneció hasta que cumplió los veinte años. Pero alguna resistencia había en don Laureano. Doña Francisca en una oportunidad tuvo que recurrir a los padres de la Compañía de Jesús para presionar a Laureano Gelder para que cumpliera con asistir a su hijo.
El capitán don Laureano Gelder falta a su palabra y decide casarse con otra mujer, también de la aristocracia citadina. Esta noticia afecta el honor del grupo familiar del que era parte doña Francisca. En este momento se activa otro mecanismo de presión: el duelo. La acción reparadora no pudo cumplirse: "de sacar al dicho don Laureano a la campaña se hacía público lo que estaba en secreto".
La maldición de doña Francisca caía sobre don Laureano: "que no te goses en tu casamiento y que ni en tierra ni en mar goses tu plata pues que la honrra me as quitado". Al poco tiempo moría en España don Laureano Gelder de un balazo que se escapó de una escopeta que él mismo había cargado. Su muerte es percibida por doña Francisca como un castigo a su deslealtad. La honra de doña Francisca había sido echada por tierra, y la dignidad de su parentela menoscabada.
Pero la historia tiene más ángulos. Doña Francisca había sido impedida de vivir con su hijo por los "reselos y desamores" de su hermano que nunca pudo perdonar semejante desliz. La priva del servicio de sus criados, la confina en una pieza pobre, e ignora sus existencia.
A pesar de la hostilidad de don Juan de Morales hacia su hermana y su hijo, Juan Jacinto entraba a la casa de ellos y comía junto con su madre cuando el sacerdote no se encontraba en casa. El vínculo entre madre e hijo había existido a lo largo de los años. Doña Francisca se ocupó sostenidamente de la mantención de su hijo, "asistiéndole y dándole todo lo necesario de comer y de bestir, estudios y escuelas y desde el día que nació el dicho Juan Jacinto estubo en posesión de hijo de la dicha doña Francisca quien llamaba siempre de hijo al dicho don Juan y éste a la dicha doña Francisca de madre. Sólo cuando su hermano muere madre e hijo pueden vivir juntos. En su testamento, Doña Francisca resentida y sin librarse de la vergüenza, "mirando su honra", no menciona a su hijo. Comentó que había actuado así "por mirar a la conciencia y al alma de su hermano".
En esta historia se revela el mecanismo de control sobre las mujeres como un asunto privado. No existe ley escrita y pública alguna que sancione la conducta sexual de las mujeres aristocráticas. Las actitudes privadas, domésticas son las que entran en acción: el hermano con su actitud inmisericorde y la parentela que trata de reparar el daño. La tensión entre estas fuerzas son las que generan los sentimientos de vergüenza de doña Francisca, en cuya experiencia es difícil distinguir estos sentimientos de los más personales, como por ejemplo, el despecho por el abandono del hombre amado.
Los lazos que unían a las personas y que organizaban el mundo social se basaban en el código de honor. En él, la virtud sexual de las mujeres tenía un peso grande en la percepción del rango, especialmente en la reputación familiar. Esta definía buena parte de la ubicación social de las familias. Así, el comportamiento sexual y las transgresiones en dicho ámbito era interpretado desde las redes personales, sobre todo familiares y grupales. En síntesis, el control de los impulsos, en este caso de los sexuales, se situaba básicamente fuera del individuo. Por esta razón, el sentimiento de vergüenza era el que predominaba frente a la falta.
[1] Esta ponencia, con algunas modificaciones fue presentada en un taller del evento de la Escuela de Psicoterapia de Lima en agosto de 1997. Igualmente se expuso una versión ampliada en “VII Jornadas del Inca Garcilaso” en Montilla, Córdoba en septiembre del mismo año.
[2] Esta preocupación no es nueva y existen varios avances al respecto. Pero por ahora no quiero dejar de mencionar la obra de Norbert Elias, El Proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas. (México, Fondo de Cultura Económica, 1987). Esta obra me ayudó mucho para organizar una investigación desde la cual estoy partiendo en esta ocasión, Pecados públicos. La ilegitimidad en Lima, siglo XVII. (Lima, Ediciones Flora Tristán, 1993).
[3] Véase el trabajo de James Lockhart, Los de Cajamarca. Un estudio social y biográfico de los primeros conquistadores del Perú, 2 vols. (Lima: Milla Batres), 1986.
[4] Ricardo Córdoba de la Llave, “Las relaciones extraconyugales en la sociedad castellana bajomedieval”, Anuario de Estudios Medievales 16 , 1986, 571-619.
[5] Bartolomé Bennassar, The Spanish Character. Attitudes and Mentalities from the Sixteenth to the Nineteenth Century, (Berkeley: University of California Press), 1979.
[6] José Antonio Maravall, Estado moderno y mentalidad social, siglos XV y XVII, (Madrid: Alianza), 1986.
[7] Lockhart, Los de Cajamarca.
[8]Un caso típico es el de Garcilaso de la Vega. Para lo referido a una experiencia análoga femenina ver María Rostworowski, Doña Francisca Pizarro. Una ilustre mestiza, 1534-1598. (Lima: Instituto de Estudios Peruanos), 1989. Si bien esta dinámica estuvo marcada por intereses individuales, la Corona logró intervenir en este proceso. Las guerras civiles entre los españoles, así como la sublevación indígena y mestiza, llevaron a las autoridades metropolitanas, a través de disposiciones particulares, a controlar el futuro de la descendencia mestiza de los conquistadores que podía ser amenazante.
[9]Bernard Lavallé, "Divorcio y nulidad de matrimonio en Lima, (1650-1700). (La desavenencia conyugal como indicador social)," Revista Andina 2 (1986), 438.
[10] Ver el caso estudiado por Fernando de Trazegnies, Ciriaco de Urtecho. Litigante por amor, (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú), 1981. Ver también Mannarelli, capítulo V.
[11]Archivo General de la Nación, Lima, Real Audiencia, Causas Civiles, Legajo 285, Cuaderno 1082. Autos seguidos por Juan Jacinto Gelder contra don Julián Avila, albacea de doña Francisca de Morales sobre que sea reconocido como hijo natural de ésta, con derecho a legítima materna, 1696.
EL HONOR ES UNA PASION HONROSA. VIVENCIAS FEMENINAS
E IMAGINARIO CRIOLLO EN VENEZUELA COLONIAL
Frédérique Lange
Hace un par de años, una de las representantes más destacadas de la historia cultural dio a conocer un estudio sobre "el decir y el mal-decir" (en el sentido dual de esta palabra), un análisis, dicho de otra manera, dedicado a la formación de la opinión pública en el París del siglo XVIII. Partiendo de los archivos judiciales, demostró cómo y por medio de qué mecanismos esa palabra perseguida, emitida en el espacio callejero, y carente de límites formalmente establecidos (tanto en lo jurídico como en lo urbanístico), iba cobrando sentido, más allá de la funcionalidad que le correspondía al rumor en estos tiempos (pre)revolucionarios, más allá también de la represión llevada a cabo por las autoridades policiales de la capital. Esta palabra ("sobre" o "en contra"), por proceder de "los de abajo" en efecto intriga, molesta, infunde miedo, y genera temores. Enigma en sí, las fuentes la desvelan ocasionalmente, le otorgan espacio interpretativo a esa novedad hecha "actualidad" tal como la llegó a definir Michel Foucault(1).
Esta problemática tal como la desentraña esta estudiosa del autor de La Locura en la Edad Clásica, nos lleva indudablemente a una pregunta afín : quien escribe la historia (ahora y antes, habida cuenta del contexto socialmente e incluso ideológicamente connotado en que se inserta el actuar femenino que nos interesa aquí) : junto al escribano público o al notario que transcribe las informaciones de las partes y de los testigos, las protagonistas desempeñan en este aspecto un papel fundamental aunque muy a menudo oculto, que se trate de las representantes de la aristocracia territorial criolla, las llamadas " mantuanas" o de las mujeres mestizas, de estas "pardas" que en estas postrimerías del siglo XVIII venezolano, se afirman en este universo de comentarios y actitudes, de sentimientos, de sensibilidades y de reivindicaciones. De ahí la importancia que hay, en el marco de esta sociedad de Antiguo Régimen, en poner de relieve las pautas de comportamientos que afloran en la ocupación de un espacio social, para retomar la terminología acuñada por Jürgen Habermas, en el sentido lato de la palabra, la percepción de los distintos estatutos sociales de esta sociedad estamental, y el papel que se le imparte a la mujer dentro de las estructuras mentales que forman parte de esta herencia cultural hispánica: en especial el código del honor singularmente restrictivo que prevalece en el mundo mediterráneo cuando de mujeres se trata, ese asunto medular de la vieja sociedad que suele resurgir sin embargo y con asombrosa regularidad en las siguientes décadas(2). Ahora bien, la revisión de las fuentes manuscritas, el recorrido por los relatos de los humildes tal como aparecen en los archivos eclesiásticos ( en este sentido insistimos ya hace unos cuantos años en un artículo en el papel de estos "guardianes de la fe" para el quehacer del historiador de hoy) nos proporciona una visión que dista de encajar en las categorías de la aprensión histórica tradicional, y mucho menos en la "historia del género", insuficientemente abierta a nuestro parecer a la relatividad de las actitudes y mentalidades, a la dualidad de los comportamientos y a la singular contraposición de un discurso normativo y de un vivir "escandaloso". Esto resulta particularmente evidente en el caso venezolano, si nos referimos, a modo de comparación, a los estudios que se han realizado hasta ahora en este campo de la historia latinoamericana(3). Por esta razón, resolvimos ubicarnos para esta presentación en la perspectiva sumamente evolutiva y flexible (al igual que las situaciones que intenta describir y analizar) de la historia de las mentalidades y representaciones, y de una manera más amplia, de la historia cultural. Lo que nos permitirá evidenciar el lugar preferencial de la actuación de las mujeres, aunque no exclusiva, o sea la esfera de la vida privada, indudablemente de difícil acceso por la misma naturaleza de las fuentes coloniales que no sean de fines del período(4).
Sin embargo, el examen de determinadas categorías de fuentes, de tipo judicial, criminal, civil y sobre todo eclesiástico da cabida a una relativización de dicha constatación y propicia alguna que otra aproximación a las prácticas efectivas - ocasionalmente muy "modernas" - que van desarrollando las mujeres de la Colonia, y al mundo de las representaciones, al imaginario colectivo que recogen y van transformando en un uso peculiar, a los valores sociales y religiosos que orientan los comportamientos en su cotidianidad.
De ahí la metodología que elegimos en este breve ensayo (es en realidad una aproximación a un estudio más amplio y detallado que estamos elaborando sobre este tema), que es la de un recorrido por distintos estratos sociales de la Venezuela colonial, dicho de otra manera, por varias figuras femeninas, de la mulata recogida a la mantuana escandalosa, en cuanto ambas rompen de manera decisiva con la visión lineal o categorial de la historia, por no decir "oficial" (no queremos con esto decir "masculina") impuesta desde los tiempos de la Colonia como lo comprueba el discurso sumamente moralizador y altamente significativo de una autoridad religiosa como el obispo Ibarra(5). Asimismo tiende a demostrar cuan relativas y fractales (pero no por eso indecisas) son las fronteras trazadas por los actores sociales y como se va conformando, a lo largo del período colonial, y más allá del lugar que les queda impartido, en los márgenes del acontecer oficial, un discurso femenino de la transgresión, fundador sin embargo, de una verdadera identidad criolla.
Una identidad que en la historiografía venezolana, pocos/as autores/as se han atrevido a tocar. Cabe recordar en este sentido la síntesis que nos ofreció hace unos años ya Ermila Troconis de Veracoechea, Indias, esclavas y primeras damas, y que marca un hito en la producción historiográfica especializada sobre temas de historia de la mujer e de historia de Venezuela. Por primera vez, se contemplaba en la historia de Venezuela una vertiente del "no dicho", de una realidad que aflora en su cotidianidad pero de la que paradójicamente no se habla sino con el mayor sigilo o recelo ideológico. Esta aproximación a la historia de la mujer en la larga duración de los siglos, una aproximación fundada en fuentes manuscritas caracterizadas por su dispersión, se pudo complementar hace muy poco con un trabajo también de síntesis magistral, innovador en muchos de sus principios directivos y en el tratamiento de los temas. Con estos dos libros fundamentales para la historiografía americanista en general pero por ahora insuficientemente conocidos, y que por lo tanto, no podíamos dejar de mencionar, se cierra momentáneamente el ciclo de las publicaciones de largo alcance dedicadas a la historia de las mujeres(6).
Quimeras de honores y colores ...(7)
A lo largo de los pleitos iniciados por las mujeres del siglo XVIII venezolano se puede evidenciar de alguna manera la prestancia del modelo cultural hispánico fundado en el principio del honor pero de la misma manera se puede destacar la evolución del referido modelo y la plasticidad que van adquiriendo las "costumbres", los "hábitos" peninsulares trasladados al ámbito indiano. El honor - de una estirpe, de una familia - llega a ser una cualidad refrendada y reivindicada por todos los estratos de la sociedad. En el caso de la mujer está en juego evidentemente otra vertiente u otra derivación de este principio fundador de la vida social hispánica, la honra, basada en mayor grado en circunstancias de tipo personal pero que nos remite además a la "fama", en otros términos a la publicidad que se le puede dar a determinado comportamiento, o, al revés a una afrenta. Si público es el asunto, públicamente se tendrá que resolver.
Esta constante de los expedientes consultados, referentes al tema del honor de las mujeres o de sus parejas tiene su contrapartida en la suma discreción que rodea las transgresiones cometidas por las clases altas de la sociedad, especialmente por la aristocracia mantuana, protegida por una chapa de silencio infranqueable - el "perpetuo silencio" -, con la benevolencia de las autoridades eclesiásticas. Tal fue la suerte de un tal Juan Vicente Bolívar, padre del Libertador, y solicitador de mujeres indias de su doctrina. Estos personajes trascendentales, los blancos criollos, preferiblemente de alcurnia, que comparten el poder con el clero y con la autoridad secular, tienen en efecto el valor de modelos de comportamientos. Son los "padres de familia" ejemplificados en las Constituciones sinodales (1687), cartilla tradicional destinada a enderezar la idolatría y la falta de fe de los habitantes de esta provincia, documento de suma importancia para la vida espiritual de la diócesis de Venezuela, por oposición a la "multitud promiscual", entregada, por lo menos más abiertamente, al imperio de las pasiones y al desenfreno, como lo subrayó en no pocas oportunidades el obispo Diez Madroñero. En realidad, si bien resulta irrefutable esta realidad dual, así como la desigualdad de los hijos de Dios ante las tentaciones y los males terrenales, hay que señalar también que, en los estratos inferiores de la sociedad indiana, se fue reproduciendo el modelo aristocrático y este mismo código del honor con una fuerza sorprendente, en una reapropiación del modelo inicial. Hay que recalcar también que, las reclamaciones de las indias seducidas por Juan Vicente Bolívar, la reparación de su honor mancillado, quedaron sin efecto en virtud del estatuto social y moral de los "padres de familia", a pesar de la protesta elevada ante el obispo Diez Madroñero durante su visita pastoral por unos cuantos vecinos del pueblo de San Mateo(8) .
Una reclamación similar la presenta en 1786 María Teresa Rengifo ante el Gobernador Capitán General, con motivo de no cumplir el pardo Sebastián Agudelo con su palabra matrimonial, siguiendo en estos las instancias de su padre Rosalío. Consciente de sus derechos y de su estatuto social, esta "doncella recogida" puntualiza que el mulato libre que la sedujo la "ha constituido en la mayor vergüenza y desamparo":
"Yo soy una parda libre, honrada y recogida. Yo me hallo deshonrada y fecunda por la palabra que me dio el tal Sebastián, es como fue dicho un mulato libre que en ninguna cosa me lleva ventaja cuando no sea menos que yo..."(9).
A raíz de esta intervención, y a pesar del discurso altamente significativo del mismo (María Teresa no es sino una "mujer callejera y común", sin recato, pronta a incurrir en "cuantos vicios el siglo brinda a una mujer libre ..."), el gobernador le exige a Rosalío que otorgue la correspondiente licencia de casamiento para su hijo. Entre los argumentos de Rosalío en contra del matrimonio, figuraba esta variante del honor relacionado con el estatuto social interiorizado por los contrincantes, a la par que se introdujeron unos matices que nos trasladan ante la mirada del otro, aquí, del vecindario, juez de la "estimación" y el "pundonor" que le corresponde a una mujer decente, en una suerte de evocación de un linaje conocido de todos por su pulcritud : María Teresa era para él y los testigos que presentó en la información "gente mucho más inferior y desigual a la mía, criados y educados sin aquella estimación y pundonor con que lo han sido mis hijos y ascendientes con notoriedad", estaba vinculada con "servidumbre", "esclavitud" y "gente de mala nota". En otros términos, llevaba la estigma, tan temida de los pardos acomodados y otros mestizos aventajados por su color claro, de la raza negra"(10).
Cuando en la última década del siglo, María Tomasa Churión, "mujer de calidad negra", acude a los tribunales eclesiásticos por una demanda de esponsales, no se vale de rodeos para denunciar a Matías Bolcán, hijo del herrero Francisco, "que se tiene por blanco" pero está casado con una negra, y pedir que se declare "no estar los pretendientes en la Real Pragmática por ser ambos mulatos sin ninguna de las circunstancias que en ella se previene". De entrada, la respetabilidad social resulta estrechamente vinculada a la temática del honor. La gente de color se muestra incluso más quisquillosa en ese aspecto, si consideramos el exclusivismo de los padres a la hora de casar a sus hijos con unos representantes de las "castas inferiores". La referencia a la Real Pragmática de matrimonios, disposición encaminada a amparar a los "padres de familia" en la elección de un cónyuge "igual" para sus hijo/as (1776 y 1803), no es para la mayoría de los pardos o sea de los mestizos, fundamentalmente mulatos, sino una argumentación a la que se recurre en función de la situación que motiva el reclamo. Se invoca con bastante frecuencia, en todos los grupos sociales, a la hora de impedir el casamiento bien de los hijos, en caso de presentarse alguna que otra "desigualdad", ya sea de tipo económico (circunstancia cada día más frecuente en las postrimerías del período colonial) o étnico. A la inversa, los perjudicados por la actitud de los padres, como es el caso de María Teresa, la rechazan, reservándoles su uso a otras categorías sociales ... María Teresa insiste en este aspecto en que es "de color mulata", "mujer honrada", que se mantiene de su "personal trabajo", argumentos que le bastan al Capitán General y Gobernador Guillelmi para decidir que la oposición del padre al casamiento de su hijo con la referida María Teresa no tiene ningún fundamento racional(11). Con el final del siglo se van multiplicando las protestas de parte de las mujeres y los juicios de esponsales en el Tribunal eclesiástico. Cuando Josefa Iriarte se queja en 1797 al Gobernador de que "habiendo Francisco Antonio Miranda, moreno igual a mi calidad, celebrado conmigo esponsales de futuro matrimonio, pretende ahora casarse con otra", insiste en el hecho de que semejante procedimiento la dejaría "burlada" en su honor y ante los ojos de los demás(12).
¿Mantuanas descarriadas o mujeres al acecho?
Por razones obvias, que tienen que ver con la condición de la mujer en la sociedad colonial hispánica, o sea la preservación tanto del "honor" de una familia o de un linaje como de la "honra" de la interesada, el silencio impera a la hora de considerar los tropiezos de las mantuanas. Sólo cuando se tiene que reparar un agravio, o que la situación se ha convertido en un hecho de excesiva notoriedad, se llegan a mencionar casos algo explícitos. De manera ocasional, se contempla tan sólo el daño originado por el rumor. En 1763, cuando María Nicolasa Villamil pide reparación ante el vicario eclesiástico, dice ser "huérfana, doncella, noble, honrada, virtuosa y recogida". Denuncia a ese respecto el rumor que lastima su honor en la causa que le sigue al pretendiente rechazado, capitán de su estado, y a quien acusa de molestarla en actos y palabras(13).
De las familias mantuanas que más publicidad dieron, a pesar suyas, a sus disensos matrimoniales, los Jerez de Aristiguieta quizás fueron las más conocidas. En esta familia de distinguidas y cultas mujeres - las "nueve musas" de fines del siglo XVIII - el primer descalabro se produjo en el año de 1768, cuando Josef de Castro y Arraoz, se dirigió formalmente al Gobernador y Capitán General Juan Guillelmi, por carta del 28 de julio, quejándose del "martirio" que estaba padeciendo por el "violento, audaz e insolente genio " de su esposa Doña Rosa Aristiguieta. A Doña Rosa le achacaba unas relaciones ilícitas con un comerciante vasco de Caracas, el ex-factor de la Compañía Guipuzcoana, Juan Agustín Zuaznavar, de ahí el recurso antepuesto ante el Capitán General, a pesar de la regla de discreción observada en estos asuntos tocantes al honor de las estirpes por la elite social de la Provincia de Caracas.
A los "términos escandalosos" - el "comercio ilícito" de los dos amantes no era nada secreto, de ahí la intervención de las autoridades civiles y eclesiásticas ante la notoriedad del caso - a que se refiere Josef de Castro al describir la conducta de su mujer, al "grave lance" ocurrido por lo tanto entre los interesados, se le une el carácter fuerte de ésta, quien lo habría amenazado con un cuchillo para defender a un hijo. Considerándose agraviado en su honor, Castro pidió el depósito de su mujer y la expulsión de su rival de la Provincia, sin por eso pedir el divorcio. Lo excepcional de la situación fue que Doña Rosa se rehuso más adelante a regresar al domicilio conyugal. El espíritu independiente de las Aristiguieta infringía claramente los rígidos cánones morales. Su condición de mantuanas las eximía en parte, sin embargo, y a pesar de la notoriedad de los casos señalados, de la "censura" que prevalece en otros niveles de la sociedad colonial, dejándoles un apreciable margen de libertad. Una de las hijas de Josefa Blanco, esposa de un Iriarte, solía recibir en su casa y a altas horas de la noche al intendente Francisco Saavedra, a sabiendas del vecindario y a pesar de la reprobación manifestada por su propia madre(14).
En 1799, fue María Belén, quien emprendió acciones judiciales contra el Coronel Joaquín Pérez Narvarte, su esposo, después de doce años de casada. El punto de partida del reclamo fueron las modalidades de administración de la dote que había llevado al matrimonio (más de 12 000 pesos) y le exigía una pensión para ella y sus hijos. Son significativos al respecto los argumentos adelantados por el abogado de Don Joaquín ante esta petición, alegando que Belén había aceptado anteriormente las proposiciones hechas por su esposo con el fin precisamente de "evitar un rompimiento ruidoso" (volvemos al tema del hecho público, relativamente excepcional por lo que a los mantuanos se refiere) y denunció los "fines nada conformes con el honor" que orientaban la conducta de Belén. La puesta en tela de juicio del comportamiento de la mujer, relacionado con el tema del honor, tiene su contrapartida en la argumentación de Belén, quien insiste en su estatuto relevante de mantuana, superior por lo tanto al de su marido, "simple" blanco peninsular abusando de una autoridad personal y moral que no le correspondía.
En 1800, otra Jerez de Aristiguieta, Josefa María, llega a pedir la administración de sus bienes, alegando el abandono del domicilio conyugal por su marido, el capitán Antonio Palacios y Xerez. Las desavenencias conyugales procedían aquí, en gran parte, de las ideas políticas de la madre (republicana) y de la educación que les estaba dando a sus hijos, opciones que no compartía para nada el mencionado capitán. El conflicto terminó por una separación, cuando en 1809, otra Aristiguieta, María Antonia, se opuso a su marido (Bernardo Blanco Strickland), e introdujo ante las autoridades eclesiásticas un proceso de divorcio, pidiendo previamente que se la depositara en casa de su hermano por las amenazas de muerte que había recibido y que se le diera facultad de administrar sus bienes, especialmente los que le quedaban de su primer matrimonio. Si bien el conjunto de estos datos contribuye en resaltar el carácter independiente de las Aristiguieta, no cabe la menor duda de que se da una tensión permanente entre una solución "amigable", nunca lograda, sin mayor publicidad, y el reparo de las afrentas o de las violencias sufridas (de parte de las mujeres involucradas en estos pleitos) a vista de todos(15).
El ejemplo quizás más llamativo del papel normativo del concepto de honor, y por consiguiente del estilo de vida que se seguía en las casas nobles de la provincia, por lo que a las mujeres nobles se refiere, es el del juicio de divorcio que siguió en el año 1785 y siguientes la pareja mantuana formada por Josefa Lovera y Martín Xerez de Aristiguieta. A raíz de esta causa civil, está la administración de los bienes que, en vida, Josefa Bolívar le había confiado a su yerno. Disipación de bienes, "mala fe" en la administración de los mismos (especialmente de los bienes llamados parafernales, que al marido le corresponde administrar), "fraudes", acaparamiento de propiedades (haciendas de cacao) , vida disoluta junto a las esclavas de la casa (sus "concubinas") (16) Josefa lo acusa a Martín de Aristiguieta de haber "conspirado contra [su] vida repetidas veces con venenos y aplicaciones malignas por medio de [sus] propias esclavas sus concubinas, porque no ha vivido conmigo maritalmente, me ha negado los alimentos, infamándome por cuantos medios le sugiere el odio implacable que ha muchos años me tiene, y la sed insaciable de apoderarse de mi substancia para mantener en el lujo, fausto, y lascivia en que vive encenegado ...". Los "concubinatos adulterinos tan notorios y escandalosos en la ciudad" no contrarrestan el temor que siente Doña Josefa ante la actitud de su marido. Peligra en este caso específico - pero no es el único que hemos encontrado en la esfera mantuana - no sólo el honor de una familia mantuana sino la vida misma de una de sus representantes más destacadas.
El 13 de agosto de 1793, el Tribunal Superior de Santo Domingo otorga una sentencia de divorcio perpetuo solicitada por ... Don Martín Xerez de Aristiguieta contra Doña Josefa Lovera Otañez y Bolívar su legítima mujer, después de treinta años de convivencia conyugal, por lo público y notorio de los diversos adulterios que ambos se recriminaban mutuamente. Entre las conductas e otras historias de honor mancillado que Don Martín estigmatizó en su mujer, figuran dos fugas, su afán por concurrir a saraos y otras diversiones pecaminosas, el adulterio que la lleva a una continua preñez, de ahí la solicitud de depósito perpetuo en el Hospicio de Nuestra Señora de la Caridad (a la vez hospital y lugar de reclusión y de "reeducación", para las mujeres blancas, pobres sobre todo) que formuló para ella, esto con el expreso fin de "evitarse los escándalos en el Pueblo, y los insultos contra el honor". Aunque la conducta del aristócrata, hombre brutal e incluso viole, como lo indicó su primo hermano el Doctor Don Juan Félix de Aristiguieta, sacerdote respetado y celebrado en Caracas, tampoco era digna de respeto : repetidos concubinatos, incesto con un hija natural, sevicias y maquinación de muerte en contra de Doña Josefa, malversación de bienes ... larga es la lista de los tropiezos que cometió este caballero principal, instigador sin embargo de un juicio estricto y convertido en defensor de las buenas costumbres en contra de su mujer, noble pero "pública pecadora", que su condición "principal" parece haber ayudado momentáneamente a sobrellevar el control vigilante del marido(17) .
Aunque, como lo subraya el interesado, "no es comparable el delito de la mujer al del Marido; aquel como que recae en persona que por su natural pudor es más obligada a conservar la honestidad, es mucho más feo, torpe, y criminoso. La infidelidad de la mujer causa una infamia no sólo denigrativa de su persona, sino trascendental también al honor, y estimación de su consorte. Por eso es que si los esposos rompen mutuamente la fidelidad debida, no se compensa un delito con el otro, y puede aquel apartarse, y no ésta ...". De ahí la primera sentencia que se dio a conocer en Caracas el 9 de julio de 1791 y que contemplaba el destierro de Josefa Lovera al Pueblo de Santa Lucia donde debía guardar "perpetua retención", sentencia que se cambió un año después por el depósito en casa de unos parientes. El tribunal recomendó sin embargo que Don Martín contuviera sus depravadas costumbres y siguiera mejor los Dogmas de la Ley Santa.
Una vez sentenciada la causa de divorcio perpetuo, Don Martín de dio cuenta de que su esposa había cumplido con sus ejercicios espirituales y conseguido boleta de certificación de los mismos, y seguía viviendo de casa en casa, por lo general en la parroquia de Altagracia (lugar de residencia de la elite mantuana), con sus esclavos y su familia (sus "hijos espurios" según Don Martín). Siguió por lo tanto reclamando la reclusión de la ilustre y algo intocable mantuana pecadora, sentencia que obtuvo en 1796 pero que nunca se llegó a ejecutar(18).
Pasión y honor, al igual que las solidaridades femeninas, y herencias familiares, son asimismo los ingredientes de la causa de divorcio que siguió en 1793 Luis José Loreto de Silva contra su legítima mujer María Josefa Ascanio. Cuando el alcalde lo manda a llamar en octubre de 1793 para que se reúna con su mujer, el interesado protesta aludiendo a su "honor" mancillado", a los "desórdenes" de su casa que incluyen unas fugas de esclavos protegidos por su ama ... Refugiada en casa de su tía María Manuela (María Josefa quedó libre de elegir "refugio" en la casa que le conviniera), María Josefa denuncia a ese respecto las "violencias" cometidas no sólo por su marido sino también por el alcalde, por haber encarcelado éste à una de sus esclavas y ... aliadas. Amparándose en su estatuto de aristócrata (mantuana), se queja amargamente de que el referido alcalde atropelló los "fueros de una mujer casada y de buen nacimiento contra quien no se puede tomar providencias de oficio, ni a pedimento de otra persona que no sea el marido en materia de adulterio porque sólo éste puede acusar ...". Separado de su mujer desde hacía cuatro años, Loreto era conocido como "disipador de los bienes de ésta". Amén de los "disgustos" que había creado, "conspirando" contra la vida de su mujer, y "por mal divertido con una criada"(19).
El honor reivindicado y la identidad criolla: las pardas virtuosas y limpias de "toda mala raza"
Tales son en efecto las protagonistas del conflicto que se desarrolla en el año 1787 en una pequeña ciudad de la Capitanía General de Venezuela, Carora, que apenas contaba unas 5 000 almas, conflicto que participa de un complejo sistema de representación social en el cual los elementos de definición socio-étnica descansan en una multiplicidad de variables y criterios, del "color" hasta la ocupación, pasando por el comportamiento, el lugar de residencia (importancia del "pueblo", en cuanto elemento definitorio de una respetabilidad), las normas de sociabilidad, la mirada del otro, o la integración de un conjunto de valores (aquí, los del grupo dominante).
El pretexto a la eclosión de este conflicto, jurídicamente hablando, lo constituye la presencia de un juez receptor de residencia. Está en tela de juicio la actuación del alcalde mayor de segunda elección de la ciudad de Carora, Jacinto Gutiérrez, encausado por tres vecinas de la pequeña ciudad, las hermanas Francisca Resalía, Antonia Ignacia y María Dionisia Alvarez de Rojas. Como lo atestiguan las actas de la visita, la conducta reprensible de este personaje había consistido en cuestionar durante el año 1784 - período durante el cual ejerció el cargo de alcalde - el honor de las interesadas, que desmejoraron de la categoría socio-étnica a la que estimaban pertenecer ya que el alcalde se rehuso a utilizar en su caso el distintivo de Doña. Aplicado a los mantuanos en las primeras décadas de la vida colonial y, conforme vamos avanzado en el siglo XVIII y que cobró fuerza de ley la costumbre local y las prácticas efectivas de los magistrados, juristas, autoridades civiles y habitantes de la Provincia, el uso de este distintivo se generalizó más adelante para las personas blancas.
Las tres hermanas le reprochan al alcalde el "haber gravemente injuriado [su] honor denegándo[les] el justo, debido y honorífico tratamiento de "Don" correspondiente por estilo y costumbre con fuerza de ley a todas las personas de sangre limpia ..."; piden por lo tanto que se les de reparación de esta afrenta a su honor y estatuto social: "indemnizarnos de la mala nota de mulatas con que injustamente se pretendía oscurecer nuestro claro origen". Si bien nunca se comprobó con la debida exactitud el origen noble de las tres mujeres - pretendían descender de familias "de primera nobleza y mejor distinción de esta Ciudad y la de Trujillo", lo que se confirmó solamente para el padre de ellas - las hermanas no dejaron se referirse a "todos los honores y preeminencias" contemplados por ... las leyes de Toro y al tratado del jurista Solórzano Pereira, la Política indiana. Semejantes referencias adelantadas por las vecinas de una pequeña ciudad, probablemente pardas de origen aunque de color muy blanco, no deja de asombrar y plantea indudablemente la cuestión del acceso de las mujeres a este tipo de conocimientos y a la educación en general, y de la precisión de su argumentación (tuvimos la oportunidad de estudiarla detenidamente en otra oportunidad. Hay que recordar en este aspecto cuan desigual resultaba ser el acceso de las mujeres a la educación (recordamos que las esclavas negras estudiadas por E. Troconis de Veracoechea no tenían derecho de aprender a leer ni a escribir, por considerar los amos que se podrían volver "levantiscas"), una dificultad que subrayó Francisco Depons durante su viaje por Venezuela, exceptuando sin embargo a los suntuosos conventos caraqueños y al primer Colegio de Niñas Educandas fundado a fines de siglo(20).
Las hermanas insisten en este aspecto en el perjuicio que resulta para ellas en términos de honor, e incluso de "linaje", refiriéndose por otra parte a la "honra" que las distingue de los "pardos y gente plebeya":
" ... en un tiempo como el presente en que por práctica y estilo universal de toda esta Provincia se da aquel tratamiento de honor y aun está mandado dar a todas las personas de sangre limpia (...) como un característico distintivo que sirve de dar a conocer las personas blancas, distinguiéndolas de los pardos y mulatos de tal universal aceptación que ya el negárselo a una persona es lo mismo que decir se mezcla con estas razas y verificarse su denegación en una causa ...".
De ahí los repetidos intentos por lavar esta afrenta, "indemnizar nuestro linaje de aquella nota" según la expresión de las hermanas y los términos utilizados por las interesadas para calificar o mejor dicho descalificar la actuación del alcalde, y denunciar el perjuicio que les trajo: "agravio", "desprecio", "injuriosa nota", "injuria de mayor gravedad", "perjuicio", "vilipendiosa injuria", "malicia", "delito", "malevolencia" ... De ahí también la apremiante necesidad de este pleito e incluso del escándalo creado en esa oportunidad ("lo ruidoso y escandaloso del mismo pleito"), ya que la nobleza y la integridad reivindicadas por las hermanas eran por esencia notorias y de público conocimiento. La reparación tenía que ser por lo tanto de la misma naturaleza ... Además, por ser el perjuicio experimentado conocido de todos, resultaba imprescindible remediar a esta situación a sabiendas de toda la ciudad : denunciando en particular el poco caso que hacía el alcalde de sus deberes de justicia y los motivos de orden personal que le habían dictado su comportamiento.
Consideradas sin embargo como "personas blancas de buena estimación" por el vecindario, las tres hermanas fueron efectivamente amparadas en su estatuto de mujeres blancas por decisión del ministro Francisco de Olmedilla (Caracas, 16/X/ y 26/XI/1784), pero la ambigüedad del caso y de las referidas prácticas hicieron que se mantuvieron las reservas respecto a su origen noble, insistiendo sin embargo el juez en el riesgo que comportaba para el orden público la actitud intransigente ostentada por el alcalde, a lo cual contestaron las aludidas lo siguiente:
" ... en cuanto a que no se nos declaró por hidalgas fue por que no habiendo girado a más nuestra intención que a purgarnos de la mancha de mulata que se nos imputaba sin pretensión de hidalguía ..."
Esta reivindicación del uso del distintivo de Don/Doña no es nada aislada. Semejantes reclamos se van multiplicando en las últimas décadas del siglo XVIII, reforzados por la promulgación de la Real Cédula de Gracias al sacar (1795) que permite el "blanqueamiento" de no pocos pardos acomodados. Muy confusa resultaba ya la situación, por el grado de mestizaje alcanzado por la sociedad colonial venezolana, hasta tal punto de que el obispo Martí había recomendado, durante su visita pastoral, que se suprimieran de los libros parroquiales las menciones de tipo étnico. En una situación intermedia quedaban en efecto los llamados blancos de orilla (blancos pero pobres, sin estatuto social o fortuna relevante ...) y los pardos acaudalados. En este sentido, las reclamaciones de estas mujeres, tanto de las blancas de orilla como de la pardas, llegan a ser bastante similares en sus planteamientos. Teniendo en cuenta el hecho de que, en el caso de las mujeres impera de manera sistemática la siguiente dualidad en la preservación de su honor (no tanto de su honra, fundada en circunstancias eminentemente personales o sea de su comportamiento) y por lo tanto del estatuto social soñado o esperado : el género (ser mujer) y el color, o mejor dicho una suerte de "limpieza de colores" ... El honor, tal como lo reivindica el hombre de la Colonia, o los miembros de su familia, tiene que ver de manera casi exclusiva con el adulterio (comprobado o no) de que acusa a su mujer. Ahora bien, no son tan frecuentes los documentos que relatan semejantes trances, a la diferencia de lo que sucede con las mujeres, más propensas, ellas mismas o sus padres, a intervenir en caso de darse un prejuicio para su honor, en situaciones tan diversas como raptos (consentidos o no), promesas de matrimonio sin cumplirse, estupro, relaciones ilícitas o cualquier afrenta a su integridad moral o personal.
Paradójicamente, es un hombre quien va a tener la palabra final de este trabajo, en cuanto nos proporciona una aproximación particularmente realista y precisa a la vez al tema del honor en el conjunto de la sociedad colonial. En 1794, se inicia, siempre en la pequeña ciudad de Carora, un juicio en contra de Nicolás José Gallardo, por delito de concubinato con María Rosa Suárez su sobrina. Las circunstancias, el parentesco (de 4° grado) que une a los dos pecadores, llevan a Nicolás Gallardo a la cárcel, por la denuncia que del asunto hicieron dos vecinos de la ciudad, que tenían "pleito" con el referido Gallardo, especialmente uno que estaba interesado en un"predio" de que el acusado era dueño en las inmediaciones de la ciudad. En esto, no difieren mucho de la mayoría de los juicios entablados por "mala vida" y otras transgresiones, lo mismo que las acusaciones siempre se pueden relativizar por el origen mismo de las denuncias. ¿ Cierto o falso? Nos nos corresponde indagar aquí acerca de la naturaleza de estas denuncias, de su veracidad supuesta o cuestionada, o de lo "imaginario" del asunto como lo describe el procurador, pero llama la atención el comentario que del hecho hizo el preso en un escrito dirigido al Gobernador Capitán General, subrayando lo "infundado de las testificaciones":
" ... como el honor es una pasión honrosa, que depende del buen concepto de los hombres, no necesita de otros opúsculos para su falencia, sino que cualquiera de vulgo ignorante, novelero, y desatinado, haciendo concepto contrario o porque propende a la detracción, suelte sólo una palabra que damnifique aquel buen crédito, y cata aquí, que el que lo tenía de justo por muchos años, en una hora si hay copia de gente, en quienes propáganse aquella mala voz, lo transforme en demonio, porque aun en los hombres más provectos, y justificados, tiene lugar la creencia de lo que suena mal contra los prójimos, y era preciso el mérito de un San Lorenzo el Español para el milagro con que depuso el Santo Padre el concepto que había hecho sobre su constancia en las parrillas del martirio, porque tan prontamente se difunde una voz mala, como un costal lleno de plumas vaciado a todo el aire, que por eso es de las culpas más graves en la presencia de Dios, y en la estimación del mundo la detracción, e irremisible en el Supremo Juicio, y por lo común, que está en los hombres, tienen prevenido las Leyes, que en semejantes asuntos no se proceda de ligero sino con una prueba muy perspicua ..."(21).
No tuvimos la oportunidad de encontrar la sentencia final. En 1791, Gallardo seguía preso, a pesar de los testimonios que se habían presentado a su favor, y que hacían hincapié en su "religiosidad notoria", su buena conducta y reputación y subrayaban el hecho de que sólo mantenía a la madre de la doncella y se conformaba con visitar a unos vecinos de las dos mujeres ...
A modo de conclusión
Está por demás indicar que los lugares y acontecimientos aquí descritos corresponden a unas situaciones históricas determinadas que no dejan de tener alguna que otra repercusión o eco en la vida de hoy. Las quejas presentadas por las mujeres se prestan en efecto a dos tipos de lecturas : la primera contempla la participación de la palabra individual, su adecuación a la situación conflictiva creada o asumida jurídicamente, y por otro lado, su función propia. Lo que nos lleva a considerar por otra parte a quienes tengan la autoridad de decir y de opinar sobre el caso y la violencia cotidiana experimentada por las interesadas, ya sea en el orden físico-material o bien en lo simbólico, quienes reprimen, castigan o tienen facultad de perdonar : jueces, sacerdotes. Se plantea por consiguiente el problema del uso de la palabra - en no pocas oportunidades se pone en tela de juicio la palabra de los hombres, que sean seductores, jueces o ministros -, de la interacción de las mismas, de la herencia conceptual o lingüística incluso que subyace en las mismas (ciertos expedientes no dejan de recordar en este aspecto, por el vocabulario utilizado, situaciones y debates propios del ... Siglo de Oro español) pero también la problemática sumamente actual y movediza de la construcción de las categorías sociales y de la conformación de nuevas formas de alteridad(22)
En este sentido, la atención prestada al lenguaje formalizado por estas mujeres, de la parda a la mantuana, al discurso de las mismas y a la interpretación de un Nicolás Gallardo permite evadir la visión puramente exterior de la historia, y más cuando se trata de grupos marginales o actores sociales marginalizados (siendo en parte ésta la situación de la mujer en los tiempos coloniales, por lo menos debido a la "fragilidad" que se le achaca), en su propio contexto o por la interpretación de ahora. Partiendo de los individuos, de estudios de casos significativos insertos en un panorama social contrastado, reconstituyendo su recorrido social y tratando de reconstruir sus opciones o elecciones propias, el historiador de hoy levanta no pocas interrogaciones acerca de estos testimonios vivenciales, del funcionamiento de una sensibilidad colectiva y de un imaginario colectivo en su vertiente femenina, y en última instancia, acerca del modo de formación de su identidad social criolla.
1. Arlette FARGE- Dire et mal dire. L'opinion publique au XVIIIe siècle, Seuil, 1992; sobre esta problemática de la conformación del espacio social y de sus vectores culturales, véase de la misma autora Le cours ordinaire des choses dans la cité du XVIIe siècle, París, Seuil, 1994, y también Jurguen HABERMAS, L'espace public, archéologie de la publicité comme dimension constructive de la société bourgeoise. París, Payot, 1986 (ed. alemana, 1962); Roger CHARTIER, Les origines culturelle de la Révolution Française, París, Seuil, 1990. Michel FOUCAULT, Histoire de la folie à l' âge classique, París, Gallimard, 1979 (trad. Esp. México. FCE, 1982, 2 vols.). Del mismo autor: Dits et écrits, París, Gallimard, 1994. Tuvimos la oportunidad de recopilar una bibliografía especializada sobre este tema en una recopilación: "La historia de las mentalidades y la América colonial. Selección bibliográfica". REDIAL. Revista europea de información y documentación sobre América Latina, Madrid-París, 1994, Nº 4, pp. 77-118.
2. Julian PITT-RIVERS, Anthropologie de l'honneur. La mésaventure de Sichem, París, Le Sycomore, 1983 (Cambridge University Press, 1977).
3. F. LANQUE. "La historia de las mentalidades y los guardianes de la fe. Una incursión en los archivos eclesiásticos del siglo XVIII venezolano", Tiempo y Espacio. Caracas, Universidad Pedagógica Libertador, 1991, Nº 15, pp. 51-73. Queremos de nuevo insistir aquí en el papel pionero que tuvo para la difusión de la historia de las mentalidades el Seminario de Historia de las mentalidades del INAH (México) y sus publicaciones (véase recopilación bibliográfica de REDIAL y nuestro balance más reciente para el caso mexicano, "L'histoire fragmentée et les pécheurs vertueux. L'histoire des mentalités au Mexique. Bilan historiographique". Cahiers des Amériques Latines, 1994, Nº 17, pp. 157-162). Sobre la pertinencia de los criterios femenino/masculino en la escritura de la historia y la "temporalidad de la historia de las relaciones entre los sexos", véase Roger CHARTIER, "Différences entre les sexes et domination symbolique (note critique)", Annales E.S.C., 48e années, Nº 4, juillet - août 1993, pp. 1005-1010 y en la misma entrega, Gianna POMATA. "Histoire des femmes et "gender history (note critique)", pp. 1019-1026.
4. Remitimos en este aspecto, y para un período ligeramente posterior ya que trata de los albores del siglo XIX, al artículo ilustrativo de esta aproximación, por Elías PINO ITURRIETA, "La reputación de Doña Fulana Castillo (un caso de honor y recogimiento en el siglo XIX venezolano)", Tierra Firme, Caracas, 1996, Nº 56, pp. 533-553; y del mismo autor, Ventaneras y castas, diabólicas y honestas, Caracas, Planeta, 1993.
5. Tuvimos la oportunidad de analizar la cruzada espiritual y moral del obispo Ibarra en nuestro trabajo "De moralista a arbitrista. Don Francisco de Ibarra, obispo de Venezuela (1798-1806)", Historiografía y Bibliografía, suplemento del Anuario de Estudios Americanos (Sevilla), Nº 1, 1992, pp. 55-84.
6. Arlette FARGE, Des lieux pour l'histoire, París, Seuil, 1997; F. LANGUE, Les identités fractales: honneur et couleur dans la société vénézuélienne du XVIIIe siècle, Caravelle, Universidad de Toulouse-Le Mirail, 1995, Nº 65, pp. 32-37. Ermila TROCONIS DE VERACOECHEA, Indias, mantuanas y primeras damas, Caracas, Alfadil/Trópicos/Academia Nacional de la Historia, 1990; GARCIA MALDONADO, Ana Lucina (bajo la dirección de), TROCONIS DE VERACOECHEA, Ermila (Coordinadora), La Mujer en la Historia de Venezuela, Caracas, Asociación Civil La Mujer y el V Centenario de América y Venezuela, vol. !, 1995. Aprovechamos la oportunidad para agradecerle al Dr. Domingo Irwin la ayuda prestada en la consulta de este material. Hay que señalar también otro trabajo, aunque de enfoque más "clásico", dedicado a la historia de la mujer en la Colonia: María ALVAREZ DE LOVERA, La mujer en la Colonia. Situación social y jurídica, Caracas, Fondo Editorial Tropykos/FACES-UCV. 1994.
7. En referencia al título del libro colectivo coordinado por Elías Pino Iturrieta, Quimeras de amor, honor y pecado en el siglo XVIII venezolano, Caracas, Planeta, 1994 (autores: Elías Pino, Frédérique Langue, Dora Dávila, Inés Quintero), primer acercamiento a los "desordenes" y trastornos de la Colonia (que es el sentido primigenio de la palabra "quimera" en los papeles coloniales) y por lo tanto, a unos ejemplos significativos de una sensibilidad colectiva.
8. Para una puesta en perspectiva de la temática de las Constituciones sinodales con unos casos concretos,véase: Elías PINO ITURRIETA, Contra lujuria, castidad. Historias de pecados en el siglo XVIII venezolano, Caracas, Alfaldil, 1992.
9. El subrayado es nuestro.
10. Academia Nacional de la Historia (Caracas; en adelante ANH), Civiles (1786).
11. Para categorización social del "pardo" a lo largo del periodo colonial, véase nuestro trabajo: F. LANGUE, Les identités fractales: honneur et couleur dans la société vénézuélienne du XVIIIe siècle, Op.Cit. ANH, Civiles, 1801 (1991).
12. ANH, Civiles, 1797. E subrayado es nuestro.
13. Archivo Arquidiocesano de Caracas (AAC), Matrimoniales, 371.
14. Archivo General de Indias (AGI), Caracas, 91. María Dolores FUENTES BAJO. "Familia, matrimonio y poder en la Caracas colonial: el caso de los Jerez Aristiguieta, 1786-1809", Europa y América. Cinco siglos de intercambios, Sevilla, AHILA/ Junta de Andalucía, 1992, vol. I, pp. 371-389.
15. Panorama de estas desavenencias conyugales en Elizabeth LADERA DE DIEZ, Contribución al estudio de la "aristocracia territorial" en Venezuela colonial. La familia Xerez de Aristiguieta siglo XVIII. Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1990, pp. 2657 y ss (Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela, Nº 209).
16. ANH, Civiles, 1785: Josefa Lovera al Gobernador, Caracas, 14 / IV / 1785.
17. Sobre el particular, véase el estudio (a partir de documentos distintos a los que utilizamos en este trabajo) realizado por Dora DAVILA, "Se tiraban fuertemente al honor. La separación de dos aristócratas a finales del siglo XVIII venezolano", en Quimeras de amor, honor y pecado en el siglo XVIII venezolano (coord. E. PINO ITURRIETA), Caracas, Planeta, 1994, pp. 67 y ss.
18. Citado por D. DAVILA, Op. Cit., p. 76.
19. Archivo General de la Nación (Caracas, AGN) Disensos y Matrimonios, LXX.
20. El análisis detallado del caso figura en: F. LANGUE, Les identités fractales: honneur et couleur dans la société vénézuélienne... Op. Cit. Academis Nacional de la Historia (Caracas), Criminales: Francisca Rosalía, Antonia Ignacia y María Dionisia Alvarez de Rojas al juez receptor de residencias, Carora, 7 / IX / 1878; sobre el acceso de la mujer venezolana a la educación, véase Ildefonso LEAL, "La educación de la mujer en el época colonial venezolana", en La mujer en la historia de Venezuela...Cap. VI y el excelente estudio de Elina LOVERA REYES, "Las mujeres y la Iglesia en los tiempos coloniales", Cap. VII.
21. ANH, Civiles, 1794; Nicolás José Gallardo al Gobernador, Carora, 22 / III / 1785.
EL PROCESO DE CANONIZACIÓN DE SANTA ROSA
(Nuevas luces sobre la identidad criolla en el Perú
colonial)
Teodoro Hampe Martínez
Esta contribución explora las circunstancias sociales, políticas e ideológicas que rodearon la creación de la imagen de santidad de Isabel Flores de Oliva o Rosa de Santa María durante el siglo XVII. Siendo la primera persona oriunda del Nuevo Mundo que fue canonizada por la Iglesia, una terciaria dominica perteneciente a la elite criolla de Lima, Santa Rosa (1586-1617) simboliza bien el ascenso de la conciencia "protonacionalista" entre los criollos del Perú colonial. El apoyo proveniente de las autoridades civiles y eclesiásticas del virreinato, así como de la monarquía española y los jerarcas de Roma, contribuyó a agilizar la causa de la beatificación y canonización en la Santa Sede. Cincuenta años después de su muerte, Rosa fue oficialmente reconocida como beata, y en 1670 el Papa Clemente IX la declaró patrona del Perú y de todas las Indias españolas.
El proceso que analizamos ocurría justo al mismo momento en que la elite criolla alcanzaba una situación económica y política preeminente, gracias a su acceso a los cargos públicos, la expansión de las haciendas y obrajes y la intensificación del comercio interior. ¿No resulta lógico, en este contexto, sugerir que la elevación a los altares de Rosa de Santa María fue impulsada por la identidad o autoconciencia de los criollos, deseosos de consolidar su posición mediante el reconocimiento supremo de la Iglesia?
Primeros pasos en el camino a la santidad
Después del afortunado hallazgo que realizara el P. Vargas Ugarte en el Archivo General de Indias, numerosos estudiosos han reparado en la carta que el virrey Príncipe de Esquilache despachó a la corte de Madrid el 16 de abril de 1618. Informaba en dicha comunicación de la muerte de nuestra doncella criolla, Rosa de Santa María, "beata de la orden de Santo Domingo, muger tenida comúnmente por muy exemplar y de estraordinaria penitencia", y daba cuenta del enorme gentío que concurrió a su sepelio y honras, "haviéndola tenido dos días descubierta antes de enterrarla, por la devoción del pueblo, que lo pidió assí". También señalaba el virrey que se había desarrollado una probanza de testigos acerca de las virtudes milagrosas de Rosa, por iniciativa del metropolitano limeño Lobo Guerrero.1
Por su parte, Guillermo Lohmann Villena ha revelado la existencia de una conmovedora misiva escrita por el anciano Gaspar Flores ocho meses después de la muerte de su hija, que constituye uno de los alegatos primigenios en favor de su santidad. La carta está dirigida al rey Felipe III, lleva por fecha el 20 de abril de 1618 y se conserva igualmente en el Archivo General de Indias. En ella se lamenta el arcabucero-administrador de su angustiosa situación económica y rememora los servicios prestados a la Corona durante casi ochenta años, desde que era un mozo combatiente en la isla de Puerto Rico. Asimismo, se jactaba de que en su matrimonio había tenido "una hija de tanta virtud, llamada Rosa de Santa María, que por los muchos milagros que hizo en vida y muerte será forzoso que llegue su nombre a oídos de Vuestra Magestad", y añadía con orgullo que ella era "la primera flor con cuyas virtudes y santidad ha querido Nuestro Señor engrandezer el Pirú".2
Recogiendo los clamores de la opinión pública, el arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero --vigoroso fomentador de la causa de Santa Rosa en sus inicios-- dio autorización para trasladar los restos de la doncella a un lugar mucho más visible en la iglesia y convento dominico de Nuestra Señora del Rosario. El 18 de mayo de 1619, con asistencia del prelado, tuvo lugar la solemne ceremonia en que se instaló el cadáver en un nicho ubicado a la diestra del altar mayor de dicho templo, en la capilla nombrada de Santa Catalina de Siena. Pronunció el sermón conmemorativo fray Luis de Bilbao, que había sido uno de los confesores de nuestra santa, y se decoró al efecto la iglesia con tapices, brocados y telas ricas en oro.3
Los papeles de la información de testigos recogida en 1617-1618 fueron enviados a la corte real de Madrid y puestos a la consideración del Consejo Supremo de Indias. Los ministros de este organismo entendieron la bondad y utilidad política de fomentar la causa de la beatificación de Rosa, tal como se desprende de una instrucción remitida el 19 de mayo de 1624 al embajador español cerca de la Santa Sede, el Duque de Pastrana, que lleva la firma del rey Felipe IV. Aquí expone el monarca que la pretendida elevación a los altares es asunto del cual "puede resultar gran aprovechamiento a las almas de los naturales y habitantes de aquella tierra" del Perú;4 una idea muy importante y que apunta a ratificar la génesis criollista del fenómeno, favoreciendo la autoestima (y la cristalizada aculturación) de los moradores del virreinato peruano.
Según ha demostrado Bernard Lavallé, los planteamientos reivindicatorios de las primeras generaciones de criollos o "españoles americanos" pronto adquirieron notable fuerza y rango en la dinámica social, hasta desembocar a partir de los años 1620 en el Perú --época de madurez del virreinato-- en una serie de manifestaciones literarias, crónicas religiosas y tratados jurídicos. El criollismo colonial debe ser entendido como un vasto, profundo y polifacético movimiento de toma de conciencia, un proceso tanto social como intelectual, que involucró a todas las capas de la población de origen europeo y suscitó una multiplicidad de cuestionamientos, tiranteces y rivalidades. Moviéndose básicamente en el plano de las mentalidades, el referido investigador francés ha tratado de objetivar "la afirmación de una dignidad y la reivindicación de una identidad" por parte del grupo criollo.[1]5
Se ha dicho que el proceso de alumbradismo abierto hacia 1622 contra la distinguida novogranadina doña Luisa Melgarejo --la mejor amiga de Santa Rosa, que cayó en un trance extático a su muerte y afirmó que la veía entrar a los Cielos entre coros de ángeles y sones de trompetas-- puso virtualmente en riesgo el proceso de beatificación de la virgen limeña. Como medida de precaución, el tribunal de la Inquisición ordenó requisar entonces todos los papeles originales de Rosa, entre los cuales se encontraba su propia autobiografía, hoy extraviada (y al parecer para siempre). Es evidente que la santificación de nuestro personaje dependió mucho de las influencias de la Orden de Predicadores y de la discreción de los inquisidores de Lima, quienes se negaron ante los requerimientos de la Santa Sede para que entregasen los documentos que tenían de la doncella criolla.6
Por desgracia, están definitivamente perdidos los testimonios más detallados de su experiencia mística; pues aunque no era una doctora ni una teórica, Santa Rosa se propuso dar expresión formal a su espiritualidad bajo la luz unívoca de su clave: el amor de Dios y el de la creatura. Se la conoce mal en realidad, por haberse soslayado el estudio directo de sus pocas obras sobrevivientes, donde está contenida su propia palabra. Hay que considerar en este sentido los dos gráficos elaborados por Rosa, que las religiosas del convento de Santa Rosa de las Madres (emplazado en el mismo solar donde muriera la santa) guardan celosamente en dos marcos de plata, y de los cuales fue el P. Luis Alonso Getino el primero en examinar y dar a conocer, hace más de medio siglo.7
En primer lugar están los emblemas o acertijos místicos que Santa Rosa titula Mercedes del alma; se trata de una serie de figuras de corazones pegadas sobre dos pliegos de papel. En las márgenes de estos corazones --heridos, alados o traspasados-- ella redacta, con su letra redonda y menuda, una serie de mensajes en testimonio de las dádivas y formas del amor de Dios experimentadas en su alma.8 Señala la "beata" dominica que todas son vivencias íntimas, ajenas al influjo de lecturas o de terceras personas, como se expresa en estas líneas de su pluma:
Confieso con toda verdad, en presencia de Dios, que todas las mercedes que [he] escrito, así en los cuadernos como esculpidas y retratadas en estos papeles, ni las he visto ni leído en libro alguno; sólo sí obradas en esta pecadora, de la poderosa mano del Señor, en cuyo libro leo, que es sabiduría eterna...9
El otro gráfico muestra quince escalones de un camino de humillación y perfección, con el título completo de "Escala mística y gradas del amor divino perfecto". Se trata del mismo número de mercedes que decía haber experimentado Santa Rosa en su alma, por lo cual se deduce la correspondencia entre uno y otro testimonio. Pero, ¿cómo explicar tal numeración y el simbolismo tan complejo al que nos introduce la virgen limeña? De acuerdo con Antonino Espinosa Laña, los corazones que aparecen en la Escala espiritual se asemejan a una suerte de "publicidad a lo divino", pues tratan de ser como chispas que prendan --en quienes los contemplen-- la llama vertical del amor a Dios y la conflagración horizontal del amor a los hermanos.10
Volviendo al proceso apostólico de 1630-1632, diremos que la última diligencia corresponde a la visita que hicieron al convento de Santo Domingo de Lima, el 27 de mayo de 1632, el deán y el arcediano del cabildo eclesiástico de la ciudad, como jueces responsables de esta causa. Se constituyeron ahí en compañía del cirujano Luis de Molina y de dos médicos, el doctor Juan de Tejeda y el doctor Juan de Vega, para inspeccionar los huesos y la sepultura original de Rosa de Santa María.11 Era por cierto fama muy difundida en Lima que la tierra del sitio donde había estado el primer enterramiento de la "beata", en el claustro de dicho convento, poseía la cualidad de remediar enfermedades; y en el curso de esa visita se comprobó por cierto que la tierra se multiplicaba milagrosamente, a tal punto que el procurador dominico fray Antonio Rodríguez calculaba que los fieles habían extraído más de dos fanegadas hasta la fecha.
Con todo, es aún más revelador el informe sobre los restos corporales de la virgen limeña, que estaban sepultados desde 1619 bajo el altar de la capilla de Santa Catalina de Siena, dentro de la iglesia de los dominicos. Los señores encargados de la visita abrieron el ataúd de madera barnizado de blanco y examinaron la osamenta de Rosa, que estaba envuelta en un lienzo de ruán. Las palabras que consigna el documento son por demás elocuentes:
...y en ella [la caja de madera] se hallaron todos los huesos del cuerpo divididos y apartados los unos de los otros, y en algunos la carne seca y consumida, de los quales y de la caxa en que estavan salió un suave olor semexante al de las rossas secas, muy diferente del que suelen tener los cuerpos muertos en semejante estado...12
Al remitirse a la curia de Roma los traslados auténticos del proceso apostólico de Santa Rosa, se adjuntó una serie de cartas de los principales jerarcas de la Iglesia peruana, que defendían vivamente la beatificación de la doncella criolla. En el expediente respectivo se encuentran las comunicaciones de los superiores del convento de la Merced de Lima (sin fecha), del provincial de la congregación de San Juan de Dios (20 de abril de 1632), del superior de la Compañía de Jesús (1 de junio de 1632), del provincial de la orden de San Agustín (1 de junio de 1632) y del provincial de la orden de San Francisco (5 de junio de 1632);13 todos ellos manifestaban su apoyo a la elevación de Rosa de Santa María a los altares, no obstante tratarse de una sierva terciaria que había vestido el hábito de una congregación rival, la de los dominicos. También están en dicho expediente las cartas que el 12 de junio de 1632 firmaron las autoridades de ambos cabildos de la ciudad de Lima, el civil y el eclesiástico.
Convendrá que nos detengamos un poco en el mensaje de los alcaldes y regidores civiles de la capital. Empieza su discurso con un curioso juego retórico que contrapone la rosa fragante y virtuosa de Isabel Flores de Oliva a las espinas de las idolatrías aborígenes, y esto justamente en una época en que arreciaban las campañas de extirpación de los ritos y creencias tradicionales andinos.14 Luego se hace referencia a los milagros que continuamente obraba la Providencia por intercesión de la virgen limeña, con "la tierra de su sepulchro y estampas de su figura, que cada qual procura tener en su cassa...".
Insistiendo en el asunto de la persecución de las religiones nativas, la carta del ayuntamiento de Lima ponía de relieve el magnífico ejemplo que supondría la canonización de Rosa para los propios indios, quienes así verían realizados los altos designios de Dios en una persona de su propia tierra (lo cual "ayudaría mucho sin duda a su total conversión"). Por último, suplicaban los firmantes de este mensaje que la Santa Sede proclamase a la terciaria dominica como patrona de su ciudad natal.15
Un resuelto apoyo de parte de la Corona española mereció la información de testigos del proceso apostólico. Así se demuestra en una cédula del 18 de diciembre de 1633 que el rey Felipe IV envió a su embajador en la Santa Sede, el cardenal Francisco de Borja y Velasco, señalando que a través de los hechos milagrosos registrados en ese expediente se comprobaba que Rosa de Santa María "fue tenida y estimada por persona elegida de Dios para comunicarle su gracia en ésta y en la eterna vida". Por ello se mandaba en la misma fecha una carta de creencia para el Papa y se encargaba al cardenal de Borja hacer todas las diligencias necesarias para el buen efecto de la causa.16
Los fundamentos económicos para cubrir los gastos del "negocio criollista" quedaron dispuestos desde abril de 1632, mediante un acuerdo de los regidores de la ciudad de Lima para ceder exprofesamente una parte de sus ingresos, por el monto de 200 ducados cada año. Pero fue sólo en 1661, con el relanzamiento de la causa santarrosina, que el ayuntamiento de la capital empezó a efectivizar una real cédula de Felipe IV (18 de diciembre de 1633), que mandaba destinar 2.750 pesos de las rentas municipales para la solventación de este proceso.17
Es sabido que el expediente completo de la probanza apostólica fue presentado formalmente a la Sagrada Congregación de los Ritos, en Roma, el 21 de julio de 1634. Allí debería empezar su curso burocrático, pero quedó de inmediato estancado en virtud de un decreto reformatorio del Papa Urbano VIII --la constitución Coelestis Hierusalem, de 5 de julio del mismo año--, que prohibió tratar sobre la santidad, virtudes y milagros de los siervos de Dios antes que hubiesen transcurrido cincuenta años de su muerte.18
Donde está concentrada la mayor cantidad de papeles para estudiar el camino que se siguió hasta la beatificación y canonización de Santa Rosa, es en el Archivo General de la Orden de Predicadores, alojado en el convento de Santa Sabina de Roma. Varios de los documentos son únicos de este lugar, o en todo caso de difícil acceso en otras partes. Citaremos por ejemplo la biografía de la virgen limeña escrita en 1631 por el dominico fray Gerónimo Baptista de Bernuy, procurador de la causa de beatificación (obra pequeña, en 46 capítulos),19 así como los diversos memoriales que se presentaron en los años 1664-1665 ante la Sagrada Congregación de los Ritos --cuando se reabría definitivamente el proceso-- acerca de la validez de las testificaciones recogidas en Lima y la evidencia de las virtudes teologales y cardinales de la candidata.20
2. La etapa definitiva del proceso de beatificación
Entre los documentos que guarda el Archivo Secreto Vaticano, uno de los más interesantes es el memorial autógrafo de Joannes Migetius (en latín), redactado al parecer en la villa de Salteni en 1556, y que constituye un vigoroso alegato a favor de la reapertura de la causa santarrosina. Migetius examina las declaraciones de testigos en el proceso apostólico y discute la presunta falta de pruebas para algunos de los milagros atribuidos a la virgen limeña, observando al respecto una lista preestablecida de 119 casos. Lo más importante, sin embargo, es que recoge un decreto del Papa Alejandro VII del 24 de febrero de 1656, tocante a los expedientes de canonización abiertos antes de la nueva reglamentación de Urbano VIII, que seguían una práctica diferente en la averiguación y definición de los hechos milagrosos.21 Con ello dejaba sentada la factibilidad de entrar a una segunda etapa en este proceso.
La fase central se abre realmente el 30 de julio de 1657, en Lima, con ocasión del capítulo provincial de la Orden de Predicadores, que acordó suplicar a los máximos jerarcas de Roma la reapertura del expediente. A tal efecto se designó como procurador especial a fray Antonio González de Acuña, maestro en teología, limeño, quien era catedrático de moral en la Universidad de San Marcos.22 El buen tino de este sacerdote hizo posible que en 1659, hallándose González de Acuña de pasada en la corte de Madrid, el rey Felipe IV confirmara su intención de alentar la causa santarrosina; objeto para el cual envió instrucciones a su embajador en la Santa Sede, don Luis de Guzmán Ponce de León. En un despacho del 17 de diciembre de dicho año, el monarca reiteraba las consideraciones expuestas al enviarse originalmente el proceso apostólico (1633) y señalaba contar con la opinión favorable del Consejo de Indias en este asunto.23
González de Acuña llegó a la ciudad de Roma en 1661 y fue de inmediato acogido por el maestro general de su congregación, fray Juan Bautista de Marín. Este lo aprobó y confirmó en su calidad de procurador de la causa que enfocamos mediante rescripto firmado en el convento de Santa María sopra Minerva, en el corazón de la Roma antigua, el 29 de junio de 1661, y lo nombró eventualmente vicario general en las provincias de Nápoles.24 Uno de los primeros instrumentos que se pusieron a discusión para reabrir el expediente fue la mencionada lista de 119 casos milagrosos de Santa Rosa, extraída de las declaraciones de testigos en el proceso apostólico, y de la cual conocemos una versión revisada y suscrita por Michael Angelus Lapius, subpromotor de la fe en la curia papal. A esto puede agregarse una relación hecha por el cardenal Decio Azzolini, en setiembre de 1663, sobre las suplicaciones formuladas para reabrir la cuestión.25
Un punto importante debía resolverse todavía antes de hacer entrar la causa de beatificación en su recta final: era el aparente culto y devoción pública que se había brindado a las reliquias e imágenes de Isabel Flores de Oliva desde su muerte en 1617. Con este motivo se abrió un breve proceso en la Sagrada Congregación de los Ritos, en diciembre de 1663. El trámite se limitó básicamente a la interrogación de tres testigos, el agustino fray Gabriel Cueva y los dominicos fray Juan Barreto y fray Jerónimo Parrado, que fueron examinados por un prelado con el título de promotor de la fe. Al cabo de unas cinco semanas, el 22 de enero de 1664, el cardenal Ginetto dio por terminado el procedimiento con una resolución favorable al "negocio criollista".26
El dominico alemán Leonardo Hansen, provincial de su congregación en Inglaterra, es el autor de la más difundida biografía de nuestro personaje, la Vita mirabilis et mors pretiosa venerabilis Sororis Rosae de Sancta Maria Limensis (Roma, 1664), que apareció al calor de la campaña más aguda orquestada por la Orden de Predicadores a favor de la beatificación. En esta obra se narran la vida, virtudes y milagros de Rosa en una sucesión de 32 capítulos, donde están fijadas las estereotípicas imágenes sobre las automortificaciones, el espíritu ascético y la frecuentación divina de la virgen limeña, tomando como base el cuestionario primigenio de la causa diocesana de 1617. El libro de Hansen lleva al final un apéndice de seis capítulos, en que se pasa revista a los milagros y testimonios de gracia celestial pertenecientes a las postrimerías de Rosa y a los años siguientes a su muerte. 27
Favor extraordinario fue el que concedió el Papa Alejandro VII, por decreto del 24 de setiembre de 1664, dispensando el tiempo mínimo que aún faltaba --tres años-- para la reanudación del proceso canónico.28 Con esta buena noticia el eficiente fray Antonio González de Acuña se animó a publicar, en 1665, un compendio biográfico de Santa Rosa. Es un opúsculo impreso de veintidós capítulos, extractado del libro del P. Hansen, que se distribuyó ampliamente entre los simpatizantes de su causa.29
A fin de conocer la infraestructura material de este "negocio", es particularmente valiosa una carta del 28 de noviembre de 1664 escrita en Roma por el maestro general de los dominicos, fray Juan Bautista de Marín. Este señalaba que en la causa santarrosina se habían gastado hasta entonces más de 7.000 escudos de plata en traducciones, impresiones, pinturas, estampas y servicios de abogados y procuradores. Refería haber llegado hace poco del Perú una contribución de 821 pesos para el adelantamiento de dicho expediente, así como de las paralelas causas de beatificación de fray Martín de Porras y fray Juan Masías, y solicitaba finalmente a las autoridades del cabildo de Lima --los destinatarios de esa carta-- que siguieran apoyando con sus rentas el curso celestial de Santa Rosa.30 Por otra comunicación del mismo Juan Bautista de Marín, de 1668, hay constancia de que fueron más de 22.000 ducados los que se gastaron en total en el proceso de la beatificación.31
Hallándose las cosas en una etapa definitoria, la Corona española insistió nuevamente en la urgencia de apurar la tramitación de este expediente. Una carta de la reina gobernadora Mariana de Austria --viuda de Felipe IV-- al que era en esos momentos su embajador en Roma, don Pedro de Aragón, le advertía tener noticia de que la causa se hallaba a punto de resolver (25 de noviembre de 1665). En tal virtud se remitía simultáneamente una carta para el Papa, suplicando con toda instancia por el reconocimiento de las virtudes de Rosa de Santa María, "así por los méritos desta santa como por el consuelo y aprovechamiento que desto resultará a los habitadores de aquellas partes", vale decir, el Perú. 32
A partir del 3 de marzo de 1665 la Sagrada Congregación de los Ritos había puesto a examen, en el marco de sesudas deliberaciones, siete milagros obrados por intercesión de Rosa durante su vida y dieciséis luego de su tránsito. Por votación unánime, el 10 de diciembre de 1666 la junta de cardenales de dicha Congregación acordó recomendar al Papa la elevación de la doncella criolla a los altares, otorgando la acostumbrada indulgencia plenaria a los habitantes de su ciudad y reino. De aquí procede la solemne beatificación de esta sierva de Dios, que el Papa Clemente IX hizo pública el 12 de febrero de 1668, hallándose en el convento dominico de Santa Sabina, sobre el monte Aventino, en Roma. 33
La fiesta oficial por la beatificación fue realizada el 15 de abril de 1668 en la gran basílica de San Pedro, en una ceremonia lucida tanto por sus colgaduras, pinturas, y abundancia de adornos y luces, como por la asistencia de príncipes y de numeroso público. Los pormenores de la celebración pueden leerse en una serie de relaciones de la época. Estas nos indican, por ejemplo, que al cantarse el Te Deum laudamus se corrieron los velos de las cinco imágenes de la beata Rosa que estaban puestas de pintura en diversos sitios del altar, cada una representando alguna particularidad de su vida, y fueron adoradas de rodillas por el celebrante y sus ministros. En la plaza de San Pedro y contornos del Vaticano se oyó gran número de clarines, trompetas y cajas, haciendo salvas multitud de bombardas y más de trescientas piezas de artillería del castillo de Sant'Angelo.34
Respecto a las festividades por la beatificación en Roma, es importante mencionar una estatua de Rosa de gran tamaño que se encuentra actualmente en el atrio de la iglesia dominica de Santa Sabina. La obra está ejecutada en yeso y muestra a la virgen limeña de pie, vestida con el hábito dominico y sin corona de espinas, sosteniendo en los brazos al Niño Jesús. Eventualmente se ha afirmado que esta imagen (atribuida al taller del escultor lombardo Ercole Ferrata) fue un regalo del Papa a la comunidad de frailes predicadores; aunque parece más bien que fue la Orden la que tomó la iniciativa de colocar esta pieza en homenaje a la decisiva estancia que Clemente IX hizo en Santa Sabina en 1668.35 Para la misma fiesta de la beatificación, la nave central de la iglesia de Santa María sopra Minerva fue revestida de damasco carmesí, con franjas de oro. En las seis columnas más próximas al altar se colocaron estatuas de las santas y mujeres venerables de la congregación dominica (Santa Catalina de Siena, Santa Inés de Montepulciano y las beatas Margarita de Saboya, Margarita di Castello, Colomba de Rieti y Lucía de Narni), todas coronadas de rosas y dispuestas en actitud de aplaudir la entrada de su hermana de hábito. En el medio de ese conjunto se emplazó --y esto veremos que es importante-- "una estatua de mármol de la beata Rosa durmiendo, con un ángel en ademán de despertarla", según refieren los cronistas del suceso.36
En lo que constituye una de las primeras reacciones a la novedad de la beatificación, una real cédula despachada en Madrid el 9 de marzo de 1668 encargaba al virrey del Perú que tomase la propiedad de la casa en que había nacido y vivido con sus padres Isabel Flores de Oliva: allí "donde está el jardín en que los árboles se inclinaban a alabar a Dios con la santa y tuvo continua familiaridad con el Niño Jesús, con su Madre Santísima, el patriarca Santo Domingo y otros santos". Antes que llegara esta disposición, sin embargo, ya la Audiencia de Lima había comprado la casa a su entonces propietario (Pedro de Valladolid) y la había puesto en manos de la Orden de Predicadores. Los frailes dominicos convirtieron de inmediato en capilla la habitación donde había nacido Rosa, y en 1676 obtuvieron autorización regia para levantar allí un convento.37 Es el mismo lugar donde actualmente se encuentran la basílica-santuario y el convento de Santa Rosa de los Padres, entre los jirones Lima (o Conde de Superunda), Chancay y Tacna.
Mariana de Austria, la reina gobernadora, expidió el 21 de mayo de 1668 una cédula para las autoridades municipales de Lima, dando jubilosa noticia de la beatificación de Rosa de Santa María. Este documento fue presentado en sesión capitular el 18 de enero de 1669, justamente cuando se celebraban 134 años de la fundación de la ciudad de los Reyes por el marqués Pizarro. Acto seguido, los miembros del cabildo se apersonaron al vecino convento de Santo Domingo a fin de entregar la bula papal de la beatificación (también remitida por la Corona) al padre provincial de dicha orden, que era fray Juan González. El registro de los Libros de cabildos asienta literalmente:
...todos juntos entraron en la yglesia, donde en el altar de Nuestra Señora del Rosario se dieron gracias, y se passó a la sala del general (que está en el claustro), donde está el entierro y sepoltura de la vendita Rossa de Santa María, y allí los dichos religiossos con mucha música cantaron algunos salmos...38
La fecha señalada para los grandes festejos por la beatificación en Lima fue el martes 30 de abril de 1669, y se encargó a los dos alcaldes ordinarios de la ciudad que tuvieran el cuidado de organizar convenientemente el suceso, con autorización para gastar hasta 1.200 pesos de las arcas municipales.39 En la víspera de esa fecha tuvo lugar una procesión desde el convento de Santo Domingo hasta la iglesia catedral, en que se sacó la bula de Clemente IX y una imagen de Santa Rosa, y por la noche se montaron luces artificiales e imponentes bombas y cohetes, "que pareció esta ciudad luz y antorcha del mismo día" (según el regidor escribe Pedro Alvarez de Espinosa). El 30 de abril se realizó en la catedral una misa solemne, celebrada por el arzobispo don Pedro de Villagómez, y a la cual asistió el virrey Conde de Lemos en compañía de su esposa, hijos y magistrados de la Audiencia y tribunales más importantes del país. Todo acabó con salvas de artillería y una romería a la casa natal de Isabel Flores de Oliva.40
Una vez otorgado el ansiado edicto del Papa, los superiores de la orden de Santo Domingo se ocuparon de exigir al cabildo de Lima el cumplimiento de una real cédula (ya señalada por nosotros) que mandaba librar 2.750 pesos para los gastos de aquella causa. El 28 de mayo de 1669 los regidores de la ciudad declararon su voluntad de abonar lo que se restaba debiendo de esa suma en plazo inmediato. En la misma fecha, además, solicitaron el traslado del cadáver de Rosa a la capilla de la Vera Cruz, por hallarse ésta bajo el patronazgo de la corporación municipal y por ser la capilla más grande dentro del convento dominico; pero los frailes predicadores optaron cautamente por dilatar su respuesta hasta consultar con los supremos jerarcas en Roma (y la pretendida mudanza, como se sabe, nunca tuvo efecto).41
Diversas publicaciones han dejado constancia de las fiestas con que en la Santa Sede, en Madrid y en Lima se celebró la elevación a los altares de la primera beata americana. El libro de don Francisco de Córdoba y Castro (ver abajo) ofrece una cumplida relación de las solemnidades que tuvieron lugar en San Pedro y otras iglesias principales de Roma. Por su parte, el dominico fray Jacinto de Parra nos ha dejado en un grueso volumen, Rosa laureada entre los santos, la descripción de los festejos que se hicieron en la villa y corte del Manzanares, en octubre de 1668. Y respecto a las celebraciones efectuadas en la ciudad natal de Rosa, contamos con una relación manuscrita del regidor Pedro Alvarez de Espinosa, que está en los Libros de cabildos de Lima (1669), y con la obra del famoso Diego de León Pinelo, Celebridad y fiestas con que la Ciudad de los Reyes solemnizó la beatificación de la bienaventurada Rosa (Lima, 1670).42
La declaración de beatitud por el Papa Clemente IX y las fiestas conmemorativas que se hicieron en Roma contribuyeron a extender la fama del acertado procurador Antonio González de Acuña, así como de su ya mencionada biografía de la virgen limeña, en 22 capítulos. Un año después de las fiestas aparecerá una traducción alemana de dicha obra, editada por el fraile Johann Wilhelm Lipman bajo el título Das wunderbarliche Leben und vielwerter Tod der seeligen Schwester B. Rosa de Sancta Maria (Colonia, 1669). Este mismo año salía en la capital francesa otra traducción de González de Acuña, la realizada por el dominico Jean-Baptiste Feuillet y publicada con el título de La vie de la bienheureuse épouse de Jésus-Christ, Soeur Rose de Sainte-Marie (París, 1669). La versión francesa consta de 24 capítulos, pues añade a la narración estándar una exposición de las gestiones que se realizaron en la Santa Sede para conseguir la beatificación y una descripción de los festejos que tuvieron lugar en el Vaticano.43
Una lista aproximativa de las obras que se editaron en el corazón de la Cristiandad, Roma, con ocasión del proceso de canonización de Rosa es la siguiente: Leonardo Hansen, Vita mirabilis et mors pretiosa venerabilis Sororis Rosae de Sancta Maria Limensis (imp. Tinassi, 1664); Serafino Bertolini, La Rosa Peruana, overo vita della sposa di Cristo, Suor Rosa di Santa Maria (imp. Tinassi, 1666); Francisco de Córdoba y Castro, Festivos cultos, célebres aclamaciones, que Roma dio a la bienaventurada Rosa de Santa María (imp. Tinassi, 1668); Joseph du Cros, Abrégé de la vie de la B. Rose du Pérou (imp. Mascardi, 1668); Antonio González de Acuña, Rosa mística: vida y muerte de Santa Rosa de Santa María (imp. Tinassi, 1671); Sieur de Fortia Piderzay, Les espines changées en roses par Sainte Rose du Pérou (imp. Mancini, 1671).44 Como se deja apreciar, todas las publicaciones de la línea "oficialista", escritas por frailes dominicos y en idioma latín, italiano o castellano, salieron de las prensas romanas de Nicolao Angelo Tinassi, personaje que debió quedar muy beneficiado con esos repetidos contratos de edición.
No es menos importante la serie de publicaciones que se realizaron en Madrid como parte de la campaña internacional orientada a la suprema elevación de la criolla limeña. Entre los especímenes de las prensas madrileñas figuran: Leonardo Hansen, La bienaventurada Rosa Peruana de Santa María: su admirable vida y preciosa muerte, traducción de Jacinto de Parra (imp. Melchor Sánchez, 1668); Andrés Ferrer de Valdecebro, Historia de la vida de la beata madre Rosa de Santa María (imp. Díaz de la Carrera, 1669); Jacinto de Parra, Rosa laureada entre los santos (imp. García Morras, 1670); y Antonio de Lorea, Santa Rosa, religiosa de la Tercera orden de Santo Domingo, patrona universal del Nuevo Mundo (imp. Francisco Nieto, 1671).45
3. Rosa de Lima, primera santa y patrona de América.
La fase conclusiva de esta historia está marcada por un proceso de cuatro meses de duración, de enero a abril de 1670, en los cuales se llevó a cabo en la ciudad de Palermo (Sicilia) una trascendental interrogación de testigos acerca de las virtudes milagrosas de nuestra protagonista. Se presentaron nueve declarantes a esta probanza, que fue conducida personalmente por el arzobispo panormitano, don Juan Lozano.46 No hemos podido encontrar en los archivos de la Sagrada Congregación de los Ritos, empero, el semejante proceso que en 1669 se siguió en Sessa (Caserta), diócesis sufragánea de Nápoles, acerca de nuevos prodigios imputables a Santa Rosa.47
La ciudad de Amberes, en los Países Bajos españoles, es uno de los lugares del Viejo Mundo que guardan vinculación más estrecha con la virgen limeña, su canonización y su culto. Aquí se realizó otra de las probanzas de testigos culminantes en el proceso conducente a su santificación (1670),48 y luego Francisco de Echave y Assu publicó su conocida obra en torno a Santo Toribio de Mogrovejo, el ministro de confirmación de la doncella criolla, con el título La estrella de Lima convertida en sol sobre sus tres coronas (1688). Además, en la iglesia de San Pedro y San Pablo de Amberes se guardan dos excepcionales muestras de escultura barroca de tema santarrosino: una estatua de confesional hecha en roble por Artus Quellin el Viejo y una estatua de mármol de Rosa, en que aparece coronada de rosas y llevando al Niño Jesús en sus brazos, obra de Artus Quellin el Mozo.49
A todo esto, el 2 de enero de 1669 el Papa Clemente IX había declarado a Rosa de Santa María patrona de la ciudad de Lima y del reino del Perú. Su inmediato sucesor en el pontificado, Clemente X, hizo extensiva esta concesión a todas las islas y tierra firme de América y las Filipinas (11 de agosto de 1670) y decidió proclamar oficialmente su santidad. Mucho más larga de lo común es la bula de canonización de Santa Rosa, otorgada en la basílica de San Pedro de Roma el 12 de abril de 1671, pues consta de 69 capítulos.50 En este discurso se narran con detalle la vida y acciones prodigiosas de la criolla limeña desde su nacimiento. Luego se hace relación de sus profecías, fama de santidad y virtudes teologales y cardinales en grado heroico, junto con los cinco milagros que se aprobaron para su beatificación: aquellos relacionados con la niña María Sánchez, la paralítica Isabel Durán, el negro esclavo de Diego de Ayala, la india noble Magdalena Chimaso y la moribunda María de Vera, en Lima.
Para su elevación suprema en los altares, se adujeron nueve milagros adicionales de Santa Rosa, de los cuales la Congregación de los Ritos dio por firmes cuatro. Todos éstos fueron obrados en el sur de Italia, en las ciudades de Palermo y Sessa, y tenían que ver con curaciones de enfermedades o dificultades para un alumbramiento.51 Según podemos leer en la relación compendiosa que escribiera el cardenal Decio Azzolini poco antes de la canonización, en 1671, los protagonistas de esos milagros definitivos fueron: el carmelita fray Serafino Puglisi y Angela Cibasa (en Palermo) y Giovanni Zelilli y Candida Rossetta, mujer de un alférez español (en Sessa).52
La canonización de la virgen limeña fue celebrada en el Vaticano con magnífica pompa, en una ceremonia en la cual también fueron elevados a los altares fray Luis Beltrán, dominico valenciano; Cayetano de Tiena, fundador de los clérigos teatinos; Felipe Benicio, fundador de los servitas (o siervos de María); y Francisco de Borja, duque de Gandía, tercer general de la Compañía de Jesús. En la víspera de esa jornada --domingo 12 de abril de 1671-- todos los palacios del clero romano fueron encendidos con luces, y al llegar a su punto culminante la misa solemne todas las campanas de la urbe fueron echadas al vuelo. Muy vistosas decoraciones se dispusieron para esta festividad en la iglesia de Santa María sopra Minerva, donde se representaba a Rosa de Lima postrada de rodillas ante la Virgen y recibiendo una corona de flores del Niño Jesús. Varios grandes medallones ilustraban en pintura escenas de la vida de la santa y algunos de sus milagros más notables.53
Muy prontamente, el 7 de junio del referido año, llegó a Lima el aviso de la canonización, y en agosto se celebraron las fiestas, bajo la presidencia del virrey Conde de Lemos; pero no han dejado los contemporáneos una relación tan minuciosa de ellas como ocurrió con la beatificación.54
Aun después de la solemne proclamación por Clemente X, los dirigentes de la Orden de Predicadores continuaron usando la imprenta romana de Tinassi para mejor difundir --o fijar definitivamente-- la biografía y la imagen espiritual de Rosa de Santa María. En los decenios postreros del siglo XVII se ubican estas publicaciones: Giovanni Domenico Lioni, Breve ristretto della vita meravigliosa della gloriosissima sposa de Christo, Rosa de Santa María (1671); Leonardo Hansen, Vita mirabilis, mors pretiosa, sanctitas thaumaturga inclitae virginis Sancta Rosae Peruanae, edición aumentada (1680); y Juan Meléndez, Tesoros verdaderos de las Indias, en la historia de la gran provincia de San Juan Bautista del Perú (3 vols., 1681-82).55
En el Archivo Arzobispal de Lima se conserva además una información de testigos bastante tardía, y relativamente desconocida, sobre los milagros producidos por intercesión de Santa Rosa, ya patrona de Lima y de toda América y las Filipinas. Fue el 7 de junio de 1674 cuando el arzobispo limeño fray Juan de Almoguera oyó y aprobó la petición de la orden de Santo Domingo para acumular nuevas testificaciones sobre los milagros de Rosa, pues deseaba "que se hagan patentes a todos por probanzas auténticas y jurídicas, porque de su noticia resultará en los fieles más deboción a la santa". En total, se presentaron a declarar noventa personas, entre las cuales destacan el maestro fray Juan Meléndez (cronista oficial de la Orden de Prdicadores), el también dominico fray Hernando de Valdés (promotor de la causa santarrosina en Europa), el contador Alonso Bravo de la Maza (nieto del famoso contador Gonzalo de la Maza) y el general Francisco Ruiz Lozano.56
Tenemos certificación de que esa tardía probanza se acabó en julio de 1678, aunque parece que no hubo mayor interés por remitir el expediente (o una copia de él) a las autoridades supremas del catolicismo en Roma. En todo caso se trata de la última información de testigos en el siglo de Santa Rosa que se propuso dar fe de sus propiedades divinas.
Recapitulando, hemos investigado aquí las circunstancias sociales, políticas e ideológicas del proceso de canonización, que culminó con éxito gracias a la campaña internacional orquestada por las autoridades municipales de Lima, los dirigentes de la corte de Madrid y los jerarcas de la Iglesia de Roma. A todos ellos convenía hacer de la Rosa milagrosa, como se ha dicho, "un símbolo del incipiente patriotismo criollo" y el "nuevo emblema de un Siglo de Oro hispanoamericano".57 No fue el interés de una clase o grupo en especial, sino la suma de expresiones de los más diversos estamentos de la población indiana, lo que garantizó la buena ventura de dicho proceso. Nadie puede dudar hoy, en definitiva, acerca de la vinculación directa de Rosa de Santa María con las inquietudes y el ambiente donde surgieron en el siglo XVII el protonacionalismo y la conciencia criolla.
(Apéndice documencal)
Carta del Cabildo de Lima al Papa Urbano VIII sobre la beatificación de Santa Rosa (12 de junio de 1632)
Santíssimo Padre:
Gracias al poder immenso de Dios, que ya en lo remoto destas Indias occidentales, adonde en otros tiempos sembró el demonio las espinas de tantas ydolatrías, se a servido la divina bondad nasciesse una Rosa de tanta fragrancia y olor de virtudes raras y peregrinos exemplos, qual es la bendita Soror Rosa de Sancta María, de la Tercera Orden de los frayles Predicadores, con cuya enseñanza se adelantó de suerte que llegó a la perfección más rara de nuestros tiempos, acreditándola cada día más el Cielo con nuebas maravillas que obra con los que la invocan y se valen de la tierra de su sepulchro y estampas de su figura, que cada qual procura tener en su cassa, como verá Vuestra Santidad por las informaciones que por el Arzobispo de los Reyes, su deán y arcediano, juezes señalados por Vuestra Santidad, se an hecho, y por la relación que hará a boca el procurador que para este effecto tenemos en essa curia, a quien se sirva Vuestra Santidad de dar piadosos oydos en todo.
Nació, Padre Santíssimo, este encarnado ángel en esta venturosa Ciudad de los Reyes, cuyo cavildo, acudiendo a la común acclamación assí de sus moradores como de todo este Reyno, supplicamos humildes a Vuestra Santidad que para que todos se animen a ymitarla, viendo lo bien que Dios honrra a los suyos, no sólo en el Cielo sino también en la Tierra, se sirva de canonizárnosla, dando lugar a que teniéndola en altares públicos y offreciendo a Dios missas y sacrificios en su honrra y memoria, sea este Reyno tan distante amparado con su intercessión y ella venerada con igual desensia, mayormente entre estos miserables naturales, en cuyos pechos prende tan dificultosamente la fee, que necessitan de semejantes exemplos vivos. Y ayudaría mucho sin duda a su total conversión ver platicada la verdad de nuestra religión cathólica y acreditados por la Santa Sede Apostólica los prodigios que Dios por sus sanctos obra, en especial ésta, que conocieron muchos y veneran los más.
Y porque esta ciudad vive más sujeta a temblores de tierra y enfermedades que otra, y por el consiguiente más necessitada de valerse de los amigos de Dios, supplicamos también humilmente nos la señale por Patrona della, pues será acción loable que se consagre a tal hija tierra que la mereció ser madre. Esperamos en Dios y en la clemensia de Vuestra Santidad se servirá de concedernos esta merced, honrrando por primer fruto éste, que a de ser primisia de otros muchos de la gloria de Dios. Que guarde a Vuestra Santidad para bien universal de la Iglesia. 12 de junio 1632.
Firman: Don Gabriel de Acuña Verdugo. -- Don Luis de Mendoza y Ribera. -- Don Alvaro de Torres y Bohorques. -- Gonzalo Prieto de Abreu. -- Thomás de Paredes. -- Julián de Lorca. -- Pedro Bermúdez. -- Francisco Márquez Dávila. -- Alonso de Paredes. -- Don Sebastián de Alarcón. -- El doctor Thomás de Avendaño. -- Don Nicolás Flores.
Ante mí, Alonso de Carrión, escribano público y de cavildo [rubricado].
Fuente: Archivo Secreto Vaticano, Riti, vol. 1573, papel suelto.
- Este artículo fue publicado en Anuario de Estudios Bolivarianos, Universidad Simon Bolivar, Caracas, vol. VII, 1999.
1 .Rubén VARGAS UGARTE (SJ), La flor de Lima, Santa Rosa (5ª ed., Lima: Librería San Pablo, 1986), p. 117. El original de la carta está en Archivo General de Indias (Sevilla), Audiencia de Lima, 38, nº 1, fol. 235.
2 .Cf. Guillermo LOHMANN VILLENA, "De Santa Rosa, su padre y su hermano" y "¿El primer milagro de Rosa de Santa María?", en El Comercio, Lima, 18 de enero de 1995 y 24 de setiembre de 1995, respectivamente.
3 .Cayetano BRUNO (SDB), Rosa de Santa María. La sin igual historia de Santa Rosa, narrada por los testigos oculares del proceso de su beatificación y canonización (Lima: Editorial Salesiana, 1992), p. 185-186. Sin embargo, Vargas Ugarte deja correr la noticia de que la intervención del tribunal del Santo Oficio habría originado, algunos años más tarde, la remoción del cuerpo de Santa Rosa de ese lugar tan eminente. Así se desprende de una carta del prior del convento dominico, fray Gabriel de Zárate, para los jueces de la Inquisición, fecha el 21 de enero de 1624, donde refiere que "se ha sacado su cuerpo del sepulcro honroso que se labró en la iglesia con licencia del arzobispo". Además, Zárate informaba que se habían recogido todas las prendas de vestir y papeles pertenecientes a la ilustre "beata", en conformidad con una orden de los inquisidores (cf. La flor de Lima, p. 118, n. 1).
4 .Archivo de la Embajada de España cerca de la Santa Sede (AEESS), leg. 158, fol. 84.
5Bernard LAVALLÉ, Las promesas ambiguas. Ensayos sobre el criollismo colonial en los Andes (Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, Instituto Riva-Agüero, 1993), p. 133.
6Cf. Fernando IWASAKI CAUTI, "Vidas de santos y santas vidas: hagiografías reales e imaginarias en Lima colonial", Anuario de Estudios Americanos, 51 (Sevilla, 1994), p. 56-57. El proceso inquisitorial de doña Luisa Melgarejo fue suspendido, tal vez porque se descubrió la profunda injerencia que los padres jesuitas tenían en este asunto. Se puede inclusive decir que tanto la figura de la Melgarejo como la de su amiga Rosa de Santa María fueron instrumentalizadas por congregaciones religiosas. Luis Miguel GLAVE escribe al respecto: "Las espinas de la Rosa eran obvias; por ello había que sacar de la negra grilla de la Inquisición a la alumbrada Luisa..." (De Rosa y espinas. Creación de mentalidades criollas en los Andes (1600-1630), Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1993, p. 22).
7 .Luis G. ALONSO GETINO, Santa Rosa de Lima, patrona de América. Su retrato corporal y su talla intelectual, según los nuevos documentos (Madrid: M. Aguilar, 1943), passim. Se rescataron esos testimonios para la interpretación histórico-teológica con ocasión de la visita que hiciera el P. Alonso Getino a Lima, en 1923.
8 .Cf. VARGAS UGARTE, La flor de Lima, p. 65-66, y Ramón MUJICA PINILLA, "El ancla de Rosa de Lima: mística y política en torno a la patrona de América", en Santa Rosa de Lima y su tiempo (Lima: Banco de Crédito del Perú, 1995), p. 96 ss.
9 ..Antonino ESPINOSA LAÑA, "Santa Rosa: un «collage» olvidado", Kantú, 9 (Lima, agosto 1991), p. 36.
11 Archivo Arzobispal de Lima (AAL), Sección Eclesiástica, Proceso apostólico de Santa Rosa, 1630-1632, fols. 921-926v.
12 Ibid., fol. 922; se encuentra repetido en Archivo Secreto Vaticano (ASV), Riti, 1573, fols. 1026-1026v.
13 .ASV, Riti, 1573. Todos son papeles originales, sin foliación.
14 Cf. Kenneth MILLS, "The limits of religious coercion in mid-colonial Peru", Past & Present, 145 (Oxford, noviembre 1994), p. 88-90.
15 ASV, Riti, 1573, papel suelto. Dicha carta se encuentra transcrita en el Apéndice documental, infra.
16AEESS, leg. 158, fol. 87.
17Archivo Histórico Municipal de Lima (AHML), Libro de Cabildos nº 21, acta del 30 de abril de 1632, fol. 149, y Libro de Cabildos nº 27, acta del 10 de diciembre de 1661, fol. 191. Expreso mi gratitud a Luis Eduardo Wuffarden por las facilidades que me brindó en la consulta de este rerpositorio.
18 .ASV, Riti, 1580. Joannes Migetius, Limana beatificationis et canonizationis (1656), fols. 2-2v. Véase también BRUNO, Rosa de Santa María, p. 186.
19 .Archivo General de la Orden de Predicadores, Roma (AGOP), Series X, vol. 2794. Vida, muerte y milagros de la bendita Sor Rosa de Santa María (1631), 15 fols.
20 .AGOP, Series X, vols. 2772, 2773, 2774 y 2775. Merece la pena recordar que virtudes teologales son: la fe, la esperanza y la caridad; y virtudes cardinales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
21 .ASV, Riti, 1580. Limana beatificationis et canonizationis (1656), fols. 1 y 20-58.
22 .AGOP, Series X, vol. 2773. Informatio super statu ac omnibus hactenus gestis in causae Sanctae Rosae (1664), p. 16-17.
23 .AEESS, leg. 158, fol. 87. Al respecto, tenemos noticia de una consulta del Consejo de Indias dirigida al monarca, con fecha 3 de diciembre de 1659, en la cual se le inquiría sobre la pretensión de la orden de Santo Domingo de escribir al Papa para fomentar los procesos de beatificación de Rosa de Santa María, Martín de Porras y Juan Masías. La respuesta lacónica de Felipe IV fue, sin embargo, positiva: «Como parece» (véase Antonia HEREDIA HERRERA, ed., Catálogo de las consultas del Consejo de Indias (siglo XVII), Sevilla: Diputación Provincial de Sevilla, 1993, vol. 10, p. 392, nº 1274).
24 AGOP, Series X, vol. 2773 (cit.), p. 18.
25 .Ibid., p. 18-23 («Nota miraculorum desumptorum ex processu Limae», por Lapius) y p. 24 (relación de Azzolini).
26 ASV, Riti, 1577, fol. 118. Actuó como juez delegado en esta causa Mons. Giovanni Antonio Capobianchi, obispo de Siracusa, el cual sometió a los testigos a minuciosas reexaminaciones. Tanto el agustino Cueva como el dominico Barreto declararon ser naturales de Lima.
27 Hemos consultado el ejemplar de la edición príncipe (Roma: Nicolao Angelo Tinassi, 1664) que se guarda en la Bodleian Library, Universidad de Oxford, bajo la signatura 210.e.40.
28 VARGAS UGARTE, La flor de Lima, p. 120-121.
29 .AGOP, Series X, vol. 2797. Rosa de Sancta Maria virgo Peruana compendio enarrata (1665), en una sola hoja, de letra muy pequeña.
30 AHML, Libro de Cabildos nº 28, acta del 22 de junio de 1668, fol. 164v.
31 Ibid., acta del 31 de agosto de 1669, fol. 255.
32 .AEESS, leg. 158, fol. 85.
33 .AGOP, Series X, vol. 2777. Memoriale facti pro admissione commissionis causae Sanctae Rosae (1668). Como esperado complemento, un breve del Papa Clemente IX de 28 de abril de 1668 otorgó indulgencia plenaria a los fieles de la ciudad y diócesis de Lima, celebrando la beatificación de su paisana Rosa.
34 Arturo HAASE, La Santa Rosa de Lima de Melchor Caffá (Ms. inédito), Munich, 1993, p. 2.
36 Cf. MUJICA PINILLA, "El ancla de Rosa de Lima", p. 156.
37 .VARGAS UGARTE, La flor de Lima, p. 134-136.
38 AHML, Libro de Cabildos nº 28, acta del 18 de enero de 1669, fol. 203v.
39 Ibid., acta del 13 de agosto de 1669, fol. 250v.
40 .Véase la «Relación de las fiestas y gastos por la beatificación de Santa Rosa en la ciudad de Lima», de Pedro Alvarez de Espinosa (28 de mayo de 1669), en AHML, Libro de Cabildos nº 28, fols. 228v.-231.
41 AHML, Libro de Cabildos nº 28, acta del 28 de mayo de 1669, fol. 228.
42 Cf. VARGAS UGARTE, La flor de Lima, p. 124-126.
43 Hemos consultado en ambos casos los ejemplares de la Bodleian Library, Universidad de Oxford, bajo las signaturas 210.g.16 (obra de Lipman, Köln: Peter Steinbüchel, 1669) y Vet.E3.f.284 (obra de Feuillet, Paris: André Cramoisy, 1669).
44 Cf. Maria Luisa FAGIOLI y Camilla CATTARULLA, Antichi libri d'America. Censimento romano, 1493-1701 (Roma: Università di Roma, Dipartimento di Studi Americani, 1992), p. 41, 63, 65, 74, 82, 85.
45 BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERU, Santa Rosa de Lima, 1586-1986. Exposición-homenaje en el cuatricentenario de su nacimiento (Lima: Dirección Bibliográfica Nacional, 1986), p. 19-24, nº 22, 37, 41 y 50.
46 ASV, Riti, 2208, expediente de 68 fols. Los testigos fueron sometidos a un interrogatorio de 24 preguntas formulado por Petrus Franciscus de Rubeis, refrendario de la curia de Roma y promotor de la fe en el proceso de canonización de Santa Rosa.
47 .ASV, Riti, 1579. De acuerdo con el índice que conserva este Archivo, debería tratarse de un expediente de 77 hojas, escrito en latín e italiano.
48 AGOP, series X, vol. 2778. Positio super dubio an constet de relevantia contentorum in processibus Suessano, Panormitano et Antuerpiensi (1670).
49 .Louis REAU, Iconographie de l'art chrétien (Paris: Presses Universitaires de France, 1959), vol. 6, p. 1172. Respecto a la talla marmórea de Quellin el Mozo, véase la descripción que hace Pedro UGARTECHE, "Santa Rosa de Lima en Bégica", en Cultura Peruana, 146 (Lima, agosto 1960), p. 10.
50Bullarum, diplomatum et privilegorum Sanctorum Romanorum pontificum Taurinensis editio (Torino: A. Vecco, 1869), vol. 18, p. 187-215.
51 Cf. VARGAS UGARTE, La flor de Lima, p. 143-144.
52 AGOP, Series X, vol. 2796. Decio Azzolini, Breve compendium vitae, virtutum et miraculorum B. Rosae de Sancta Maria (1671), p. 9.
53 .Cf. HAASE, La Santa Rosa de Lima de Melchor Caffá, p. 3-4.
54 .VARGAS UGARTE, La flor de Lima, p. 132-133. En agosto de 1669 los miembros del cabildo de Lima acordaron fijar una dotación regular de 200 pesos cada año para los festejos en honor de Santa Rosa, cantidad equivalente a la mitad de lo que se gastaba en la celebración del Corpus Christi, que era por cierto "la más solemne que tiene esta ciudad" (AHML, Libro de Cabildos nº 28, fol. 250v.). Después de la ansiada canonización, las fiestas en loor de la virgen limeña continuaron realizándose a partir de 1671 todos los meses de agosto. Y tenemos noticia cierta, por ejemplo, de que en las celebraciones de 1673 se gastaron en total 331 pesos, suma que se distribuía en los rubros de cera, leña, chirimías, fuegos, guardianes, cargadores de las andas, y otros (AHML, Libro de Cabildos nº 29, fol. 188v.).
55 .Cf. FAGIOLI y CATTARULLA, Antichi libri d'America, p. 85, 95-96, 103.
56 .AAL, Sección Eclesiástica, Probanza de testigos adicional sobre los milagros de Santa Rosa, 1674-1678, 107 fols.
57 .MUJICA PINILLA, "El ancla de Rosa de Lima", p. 54.