LAS MUJERES Y LA FAMILIA EN EL MEXICO COLONIAL
Pilar Gonzalbo Aizpuru.
Centro de Estudios Históricos.
El Colegio de México. (México). Comunicación
Es indiscutible la ausencia de figuras femeninas en la historia tradicional. Durante siglos, sólo aparecieron heroínas extraordinarias que pelearon junto a los hombres en guerras de independencia, esposas, madres o viudas implicadas en conflictos dinásticos, o geniales escritoras con lugar propio en la literatura. Su carácter excepcional confirma la regla, tanto por su corto número como por el hecho de que sus méritos se medían, en todos los casos, por su capacidad de integrarse al mundo reconocidamente masculino.
Cuando hace algunas décadas cobró auge la historia de las mujeres, no faltaron historiadores, y más precisamente historiadoras, que pretendieron convertir las excepciones en generalidades y se empeñaron en demostrar la presencia continua, masiva y decisiva, de nuestras antepasadas en campos considerados tradicionalmente masculinos. Era lógico que tras siglos de menosprecio se produjera una reacción de exaltación desmesurada. Sin embargo, en uno y otro caso, el terreno en disputa seguía siendo masculino. Encontrar 1, 10, 100 o 1,000 mujeres que compitieran en los negocios, las actividades laborales, la diplomacia o los conflictos bélicos, era tarea ardua y meritoria, que seguramente justificó muchos esfuerzos, pero seguía dejando al margen lo específicamente femenino. A imitación de los hagiógrafos medievales, los historiadores contemporáneos ensalzaban así a la mujer "viril".
Frente a estas investigaciones de militancia feminista, en busca de mujeres rebeldes o liberadas, se desarrollaron los estudios de demografía histórica, en los que la mujer es la protagonista indiscutible, pero la mujer en cuanto madre. No cabe proponer tasas de fecundidad ni evaluar desarrollos de población sin tomar en cuenta la presencia femenina como reproductora de la especie. La mujer, individuo biológico, tenía su espacio, bien diferente del que le corresponde como sujeto social y creación cultural.
En este otro terreno, los llamados estudios de género se refirieron, casi exclusivamente, al género femenino, como si la condición masculina no hubiera sido igualmente manipulada, distorsionada y, finalmente, impuesta, como una obligación tanto como un privilegio[1] Que las mujeres fueran sometidas a la autoridad masculina en todo el mundo occidental (por no hablar del oriental) es algo tan obvio que no vale la pena buscar nuevos argumentos para demostrarlo. Lo que no está claro es que los hombres disfrutasen de esa situación y que ellos, y sólo ellos, fueran los responsables.
Sin ánimo de generalizar a otros pueblos, tiempos y latitudes, y reduciéndome tan sólo a aquel espacio histórico al que se circunscriben mis investigaciones, propongo que en el México colonial se dieron circunstancias que afectaron al reconocimiento social de hombres y mujeres, que las relaciones de género no respondieron a un patrón simple de dominación masculina, y que el ámbito propicio para el estudio de estas relaciones es el de la familia, que, por cierto, ha sido sistemáticamente rechazado por los estudios feministas.[2] En el hogar y en la familia es donde hombres y mujeres, en convivencia y compartiendo metas comunes, se manifestaron de acuerdo con los modelos de género culturalmente predeterminados.[3]
No me faltan ejemplos de mujeres encomenderas, empresarias, dueñas de minas, de obrajes, de comercios, de haciendas y de empresas de arriería. Sobran textos poéticos o piadosos escritos por mujeres, encerradas o no en claustros conventuales. Conocemos también las habilidades musicales de algunas y los conocimientos humanísticos de otras.[4] Pero su influencia en estos campos no modificó sustancialmente la economía ni la cultura colonial; el que unos versos acrósticos procedieran de la inspiración masculina o femenina no dice nada nuevo sobre la literatura barroca, así como la prudente administración de las rentas familiares carece de un sesgo de género. En cambio en el terreno del comportamiento familiar, la impronta femenina fue decisiva y contribuyó a determinar relaciones de poder en el interior de las familias y entre los diferentes grupos socioeconómicos que convivían en las ciudades. En diferente situación, pero igualmente influyentes, como conservadoras de la tradición, se desenvolvieron las mujeres indígenas vecinas de las comunidades rurales. Y hay que subrayar la capacidad de las mujeres para actuar indistintamente como impulsoras del cambio y como conservadoras de la tradición; esta flexibilidad les sirvió para mantener el equilibrio en las familias desarraigadas de su tierra de origen y en proceso de adaptación a la vida urbana y a la industrialización.
No se trata, pues, de lamentar la existencia de aquellas duras cadenas de la domesticidad impuesta, que sin duda aherrojaron muchos talentos y enterraron múltiples capacidades, sino más bien de calibrar la forma en que las mujeres contribuyeron a forjar sus cadenas y la variedad de recursos de que dispusieron para aprovechar las ventajas que podía proporcionarles su situación. En todo caso, hay que comenzar por advertir que las diferencias de calidad y estatus fueron determinantes de la posición social de hombres y mujeres, independientemente de consideraciones de género.
No es inútil referirse, una vez más, a las normas legales que limitaban la capacidad jurídica de las mujeres del mundo hispánico; pero importa señalar los cauces por los que ellas pudieron librarse de algunas limitaciones y los recursos a que acudieron en busca de protección. Las circunstancias reales en que vivieron las mujeres novohispanas les impusieron responsabilidades y compromisos muy diferentes según cuál fuera su condición socioeconómica; al mismo tiempo, en comparación con sus contemporáneas de la metrópoli, dispusieron de mayores márgenes de iniciativa y libertad.
Como determinantes de los modelos de comportamiento masculino y femenino, junto a la legislación civil se imponían las normas religiosas y, como complemento de unas y otras, los prejuicios sociales, cuya fuerza era suficiente para seleccionar qué leyes deberían cumplirse inflexiblemente y cuáles podían caer en el olvido. Como una concesión a la presunta debilidad femenina, las mujeres podían alegar ignorancia de la ley cuando intervenían en litigios o pleitos, condescendencia a la que nunca podría haberse acogido un varón. Y con el mismo criterio paternalista y protector se dispuso que ellas no podrían ser fiadoras ni comprometer sus bienes dotales en deudas contraídas por sus maridos.
Las doncellas menores de 25 años y las casadas de cualquier edad, requerían de licencia de su tutor o marido para realizar cualquier tipo de transacción con sus bienes, lo que ha dado sustento a la imagen de infantilismo perpetuo y a la visión de la viudez como feliz situación liberadora. Pero la realidad era mucho menos rígida: la licencia marital podía extenderse en cada ocasión que la esposa la requería, o con carácter permanente, para todas las operaciones económicas que pudieran presentarse a futuro; también podía proporcionarla el juez, por ausencia del marido o por negativa injustificada de éste a otorgarla; e incluso cabía realizar cualquier transacción, en firme y con todas sus consecuencias, en espera de que el marido ratificara el acto a posteriori. Las escrituras notariales dan testimonio de la frecuencia con que las esposas realizaban operaciones financieras, con o sin licencia de sus cónyuges.[5] Y así como la ley no era un impedimento insalvable para que las casadas gozasen de cierta autonomía, tampoco el goce de todos los derechos era algo que las viudas disfrutaban con entusiasmo. Parecería, a juzgar por las fuentes accesibles, que la primera preocupación de una viuda era volver a contraer matrimonio, lo cual era más o menos fácil según la cuantía de la dote que pudiera ofrecer.[6]
--Al igual que la ley civil, codificada en las Siete Partidas y en las Leyes de Toro, con pequeñas aportaciones específicas para las Indias, las normas de la iglesia afectaron por igual a los súbditos de la corona de Castilla de ambas orillas del océano. El derecho canónico, pese a su decidida defensa de la autoridad del varón, proporcionaba a las mujeres un espacio de igualdad, al referirse a los derechos y obligaciones contraídos por el sacramento del matrimonio. Es sabido que los manuales piadosos recomendaban a las esposas docilidad y obediencia, y que los sermones y textos doctrinales equiparaban al matrimonio con la unión de Cristo con su iglesia, dando a ésta, la mujer, el papel subordinado. Pero nada de ello cambiaba la norma canónica, apoyada en principios teológicos, de que ambos cónyuges tenían iguales obligaciones de fidelidad y mutuo apoyo, ambos eran, por la gracia del sacramento, dueños del cuerpo de su compañero o compañera, con derecho a reclamar "el débito" conyugal, y ambos deberían ser plenamente libres y conscientes del compromiso que contraían, para que el matrimonio fuera válido y legítimo[7]
No hay duda de que las mujeres novohispanas conocían sus derechos, pues no fueron pocas las que acudieron a los tribunales para quejarse de que sus maridos no cumplían con sus obligaciones, desde la falta de aportación económica hasta su alejamiento del hogar y del lecho conyugal, o abusaban de sus atribuciones, golpeándolas injustamente (pues podían hacerlo con motivo y "moderadamente"). Sin embargo, el recurso a los tribunales civiles o eclesiásticos no era la forma común de resolver las dificultades domésticas, e incluso cuando se tomaba la difícil decisión de romper el matrimonio, no se consideraban exclusivamente los derechos vulnerados o los requisitos legales, sino, sobre todo, lo que socialmente se consideraba aceptable o intolerable. Y como este criterio de la opinión pública es, y ha sido siempre, variable en el tiempo y acomodaticio según las circunstancias, es esta preceptiva social la que sirve de punto de partida para un estudio de carácter histórico y delimitado a determinadas provincias del imperio español.
Podría suceder, y de hecho sucedía, que la metrópoli y las provincias de Ultramar, regidas por las mismas leyes y compartiendo las mismas obligaciones religiosas, mantuvieran actitudes muy diferentes en cuanto a las responsabilidades familiares, el honor de la estirpe y la condición de las mujeres. Ya que los códigos no cambiaron en más de trescientos años, sus disposiciones son simples puntos de referencia para apreciar hasta qué punto la práctica cotidiana, avalada por el consenso de la comunidad, llegó a distanciarse de las normas y a establecer diferentes concepciones y actitudes. Este es el cambio histórico que podemos apreciar y que nos permite distinguir las mutuas influencias de la sociedad sobre la familia y de ésta sobre las mujeres, que a su vez contribuyeron a modificar los criterios de estratificación social y el alcance del patriarcalismo, formalmente venerado, pero no tan exitosamente practicado.
Las mujeres novohispanas: la diversidad y los modelos
Hablar en singular de la mujer novohispana sería una ingenua e inútil simplificación; la diversidad era demasiado patente y sus consecuencias repercutieron en formas de comportamiento y niveles de consideración social. Pero eso no implica que tal diversidad fuera reconocida en las leyes, ni aun que fuera comunmente apreciada como ideal de convivencia. Más bien al contrario, se suponía que eran más fuertes las semejanzas que las diferencias y se pretendía compensar la imposibilidad de secundar el modelo en algún aspecto con el desarrollo de virtudes en cualquier otro terreno. Si no se podía esperar enclaustramiento en una humilde trabajadora que mantenía a su familia con su jornal, podía, en cambio manifestar abnegación, modestia y moderación. Si era improcedente alentar la austeridad en damas de alcurnia, cuyo abolengo demandaba cierta ostentación, ellas lo compensarían con su espíritu dadivoso o su inclinación a prácticas piadosas.
Prudencia, justicia, fortaleza y templanza, las llamadas virtudes cardinales en el catecismo de la doctrina cristiana, eran precisamente las más recomendadas para las mujeres de cualquier condición. Honestidad y laboriosidad completaban la imagen ideal, que podía estar adornada con la sumisión y docilidad. Nada incompatible con situaciones de pobreza y nada privativo de grupos específicos[8] Viudas desamparadas dieron ejemplo de todas las virtudes al soportar privaciones y velar por la educación de sus hijos; doncellas ignorantes merecieron elogios de sus contemporáneos por su capacidad para vencer las tentaciones del mundo y de la carne; religiosas ejemplares y humildes sirvientas compitieron en santidad; y madres de familia asumieron la responsabilidad de sostener a sus familias con aquella fortaleza elogiada por la Biblia y aquella laboriosidad recomendada por autoridades civiles y religiosas. La expresión laboriosidad y su mérito en las damas acomodadas, contrastaba con el trabajo necesario e ineludible de las que, estando privadas de bienes de fortuna, tenían como compensación, la esperanza de encontrar más fácilmente el camino al cielo.
Al margen de recomendaciones piadosas, la sociedad imponía sus propias normas y criterios: valoraba la humildad en los pobres y cierto orgullo en los poderosos, cualquiera que fuera su sexo; veía con recelo a las mujeres solteras y se burlaba de los maridos que permitían ser gobernados por sus esposas. No prohibía el acceso de las niñas a la instrucción, pero tampoco lo facilitaba. Necesitaba la aportación de la fuerza laboral femenina, pero no capacitaba a las mujeres para realizar trabajos productivos y razonablemente remunerados. Cerraba los ojos ante la presencia de gran cantidad de solteras y viudas y suponía que todas las niñas llegarían a ser esposas y madres de familia. Procuraba que las fortunas familiares pasasen por manos femeninas a través de dotes y herencias, pero esperaba que fueran los hombres quienes las administrasen. En estas circunstancias, la realidad rebasó los prejuicios, y las formas de convivencia familiar que se generalizaron en la colonia tuvieron sus propias características y fueron definidas por la actuación de las mujeres.
Ya que el modelo parecía accesible y proporcionaba, en todo caso mayor prestigio, españolas, indias, mestizas, negras y pertenecientes a las castas, aspiraron a contraer matrimonio, de preferencia ventajoso, pero al menos dentro de su misma calidad; a establecer así una familia legítima y permanecer en compañía de sus hijos; a contar con el sostén económico proporcionado por un compañero y a residir en su propio hogar, sin ocuparse en trabajos que las obligasen a salir y a someterse a un patrón o patrona. La realidad sería muy diferente para unas y otras.
Una primera frustración pudo derivarse de la dificultad para contraer matrimonio dentro del rango que consideraban que les correspondía. Si esta circunstancia hubiera afectado a una minoría, podría haberse convertido en una tragedia personal, pero como una gran cantidad de mujeres, casi la mitad de las que vivían en la capital, se vieron en similar situación, su respuesta produjo un cambio en las relaciones sociales y en los criterios de segregación comunmente aceptados. Por una parte, muchas contrajeron matrimonio con hombres considerados de inferior condición, por otra, las restantes se conformaron con uniones ocasionales, más o menos duraderas, pero carentes del refrendo legitimador del sacramento del matrimonio. Algo podemos saber de estas a través de registros parroquiales de matrimonios y bautizos. Aun hubo otras que efectivamente se conservaron doncellas, y de las cuales algunas encontraron asilo en conventos y recogimientos,[9]o buscaron destacar mediante excepcionales ejercicios de santidad o visiones celestiales; estas beatas, falsas o auténticas, fueron casi siempre mujeres solteras carentes del reconocimiento social que creían merecer.[10]
Las seglares habitantes de los claustros, como las monjas profesas, ejercieron una importante influencia sobre las costumbres, devociones y prácticas cotidianas de la población que las respetaba, admiraba e imitaba, en relación frecuente y estrecha.[11].Unas y otras, seglares y religiosas, casadas y solteras, beatas o licenciosas, no percibieron la trascendencia de los cambios que originaba su comportamiento, y mucho menos tuvieron la intención de trastocar el orden jerárquico tan cuidadosamente impuesto, pero ello no modifica la importancia de su participación en la gestación del nuevo orden colonial, ajeno a leyes y ordenanzas.
¿Una sociedad de castas?
La creencia de que efectivamente, la sociedad novohispana se clasificaba por castas, se ha basado en las recomendaciones de las autoridades en los últimos años del periodo colonial, preocupadas por afirmar la limpieza de sangre de los españoles y de mantener sin contaminación a los indígenas; además ha sido ilustrada con las pintorescas escenas de los muy difundidos cuadros "de castas", que poco tienen que ver con la realidad. No hay duda de que en un principio se buscó la segregación de las dos repúblicas, de españoles y de indios, como tampoco de que la importación de esclavos debería haberse integrado a este patrón de estratificación, al añadir un peldaño inferior a la escala establecida. Por supuesto que nada de esto equivale a un verdadero sistema de castas. Además, la temprana aparición del mestizaje dio al traste con estos proyectos e inició el resquebrajamiento del orden previsto.
Es necesario aclarar que el término casta tenía, además, dos significados: por una parte, la iglesia ordenaba establecer la distinción entre indios (en parroquias independientes) españoles y castas (en libros separados, pero en la misma parroquia); por otra, los libros de castas incluían mestizos, castizos, negros y los que propiamente constituían las castas, aquellos en cuya mezcla racial aparecía un componente negro y que eran mulatos, moriscos, zambaigos o pardos.
Se ha supuesto, con ligereza no exenta de prejuicios, que ilegitimidad y mestizaje son inseparables, y ambos resultado de la prepotencia masculina y del abuso de poder ejercido sobre las mujeres. Así contemplada la situación, parecería que ellas, lejos de ser protagonistas de ese proceso, fueron simples víctimas, e incluso objetos sin voluntad. Pero los documentos, en especial los registros parroquiales y los protocolos notariales, dicen algo muy diferente. El hecho es que ilegitimidad, mestizaje y ruptura de los rígidos esquemas de clasificación se relacionan estrechamente, pero no porque todos los ilegítimos fueran mestizos, ni a la inversa.
En la ciudad de México convivieron individuos de todos los grupos étnicos que estuvieron representados en el virreinato de la Nueva España y fue, por tanto, el espacio adecuado para el desarrollo de todas las mezclas y la manifestación de la complejidad derivada del concepto de calidad. Porque estaba lejos de la mente de autoridades y vasallos cifrar la distinción en caracteres puramente fisiológicos. Las personas se identificaban por su prestigio personal y social, por su profesión, por su capacidad económica, por su situación familiar y también, desde luego, por sus rasgos fisonómicos. Un español, aunque fuese pobre, sería reconocido como persona de calidad respetable, pero también lo sería un indio cacique, o un mestizo propietario de un negocio próspero, o un mulato libre estudiante en la Real Universidad. Las uniones mixtas, que fueron bien aceptadas por los conquistadores ansiosos de obtener sustanciosas dotes durante los primeros años del siglo XVI, comenzaron a ser rechazadas por los españoles con aspiraciones nobiliarias, pero siguieron aceptándose con naturalidad en los demás niveles. Los párrocos encargados de asentar los matrimonios, ni siquiera se preocuparon por definir la calidad de cada uno de los cónyuges sino que asumieron que ambos deberían integrarse al mismo grupo, lo cual dificulta, o casi imposibilita, la investigación de testimonios sobre el mestizaje.
Los registros parroquiales nos informan de las personas que contrajeron matrimonio. A juzgar por lo consignado a mediados del siglo XVII en las dos más céntricas parroquias de la capital, se diría que pocos pudieron ser los hijos legítimos mestizos. El número de matrimonios mixtos señalados como tales fueron tan escasos que las cifras resultan increíbles: entre .78% y 4.6%. Pero su misma exageración nos sugiere la causa: sólo cuando existía "notoria desigualdad" se preocuparían los párrocos de hacerla notar. El criterio personal del sacerdote se imponía en todas las ocasiones y era por lo común favorable al ascenso del cónyuge de menor prestigio.
CUADRO 1[12]
MATRIMONIOS MIXTOS
AÑOS LIBROS DE ESPAÑOLES
Sagrario Veracruz
Total - Mixtos Total - Mixtos
1650 137 - 0 40 - 3
1651 149 - 2 61 - 2
1652 135 - 0 52 - 4
1653 158 - 1 35 - 0
1654 155 - 1 35 - 0
1655 164 - 3 31 - 2
1656 143 - 1 42 - 5
1657 180 - 2 37 - 2
1658 157 - 0 38 - 1
1659 174 - 0 43 - 0
1660 160 - 1 41 - 1
1661 183 - 1 34 - 1
1662 173 - 1 37 - 1
1663 182 - 3 51 - 4
1664 208 - 4 34 - 0
1665 188 - 2 45 - 2
1666 181 - 1 47 - 5
________ ___ _______ ______
Totales 2,938 - 23 (.78) 703 -33 (4.6%)
En los pocos casos señalados, es indistinto que los hombres o las mujeres sean españoles. Aunque es mucho más frecuente el "descenso" de calidad de las novias que se casan con mestizos, castizos o mulatos, también se dan algunos casos inversos.
CUADRO 2
LIBROS DE CASTAS*
Sagrario Veracruz
Total - Ident - Mixtos Total - Ident - Mixtos
1650 43 - 31 - 11
1651 44 - 31 - 15
1652 45 - 31 - 13
1653 53 - 38 - 17
1654 37- 25 - 19
1655 35- 23 - 9
1656 33 - 25 - 14
1657 24- 17 - 3
1658 28- 18 - 7
1659 25 - 17 - 9
1660 71 - ** 27- 23 - 11
1661 107 - ** 32- 23 - 11
1662 95 - ** 25- 20 - 10
1663 76 - 35 18 28- 21 - 10
1664 103 - 54 28 40- 24 - 12
1665 97 - 62 33 36- 20 - 14
1666 69 - 53 27 37- 28 - 15
________ _____ _____ _____ ____ ____
Totales 618 204 106*** 592 415 200
52% 48%
* Sólo se anotan los registros con información para ambos cónyuges
** Los años 1660 a 1662 no se anotaron calidades de los contrayentes. Se inició el registro de calidades a partir de mediados de 1663
*** En trece de estos participó algún español. Fueron 10 mujeres y 3 hombres, lo que significa una aportación del 10% al mestizaje, pero apenas 1.6% de los enlaces en que ambos, o al menos uno de los novios era español.
Ya que las fuentes no nos permiten establecer conclusiones en cuanto al mestizaje derivado de las uniones legítimas, podemos buscarlas a través de las uniones irregulares, al margen del sacramento del matrimonio, y apreciables, indirectamente, en los registros de bautizos. Los nacimientos de hijos ilegítimos, anotados en los libros de españoles y de castas, nos informan, con bastante seguridad, de la calidad de la madre, y sólo con aproximación de la del padre, puesto que no siempre se presentaría en la iglesia para bautizar a un hijo natural. Pese a esta ambigüedad, es mucho lo que los registros de bautizos nos dicen sobre las relaciones familiares.
En el conjunto de 28,126 niños bautizados entre 1650 y 1669, el promedio global de ilegitimidad, independientemente de la calidad étnica y de la parroquia es de 42%.[13] Las cantidades son más representativas al hacer el desglose, de modo que corresponde a la parroquia de la Veracruz la proporción más baja de ilegitimidad, con 35.12%, mientras que el Sagrario, mucho más populosa, alcanza 45.33%.[14] Lo notable es que las mujeres españolas, en quienes se supone un mayor apego a las normas de la iglesia y un superior control de comportamiento sexual, tenían similar inclinación que las de las castas a establecer relaciones de amancebamiento, más o menos duraderas, pero diferentes de los encuentros ocasionales o "profesionales", fruto de las cuales era el nacimiento de hijos naturales.
CUADRO 3
Bautizos de castas en la Veracruz
Años Legítimos Ilegítimos Total
1650 224 87 311
1651 212 90 302
1652 203 93 296
1653 208 113 321
1654 192 102 294
1655 211 112 323
1656 183 98 281
1657 175 117 292
1658 146 91 237
1659 104 59 163
1660 81 61 142
1661 66 43 109
1662 63 37 100
1663 115 91 206
1664 158 113 271
1665 141 104 245
1666 171 98 269
1667 155 113 268
1668 177 102 279
1669 176 113 287
________ _________ _________
Totales 3,161 1,837 4,996
63% 37%
CUADRO 4
Bautizos de españoles en la Veracruz
Años legítimos ilegítimos Total
1650 108 63 171
1651 128 60 188
1652 121 55 176
1653 114 64 178
1654 113 59 172
1655 112 64 176
1656 115 76 191
1657 120 70 190
1658 127 57 184
1659 112 63 175
1660 97 47 144
1661 120 40 160
1662 101 46 147
1663 135 57 192
1664 141 52 193
1665 142 76 218
1666 149 80 229
1667 135 55 190
1668 150 56 206
1669 86 63 149
(en libro de castas) 7 7 _______ ________ _________
Totales 2,426 1,210 3,636
67% 33%
CUADRO 5
Bautizos de castas en el Sagrario
Años legítimos ilegít suma adultos total
1650 401 427 828 6 834
1651 338 403 741 44 785
1652 385 395 780 19 799
1653 417 423 840 25 865
1654 413 409 822 25 847
1655 410 441 851 19 870
1656 390 415 805 8 813
1657 396 399 795 4 799
1658 410 451 861 4 865
1659 353 368 721 7 728
1660 355 421 776 5 781
1661 408 477 885 10 895
1662 392 453 845 9 854
_______ ______ ______ _____ _________
Total 5,068 5,482 10,550 185 10,736
48% 52%
CUADRO 6
Bautizos de españoles en El Sagrario
Años legítimos ilegítimos total
1650 432 283 715
1651 379 239 618
1652 375 245 620
1653 415 219 634
1654 415 238 653
1655 412 276 688
1656 422 246 668
1657 436 274 710
1658 431 288 719
1659 461 270 739
1660 457 235 692
1661 468 297 765
1662 481 250 731
_________ _________ ______
Totales 5,584 3,360 8,952
62% 38%
Las cifras dicen bastante de las circunstancias en que vivieron los niños novohispanos y de la escasa eficacia de la predicación religiosa. Nos hablan, también, del corto alcance que podrían tener aquellos documentos que acreditaban legitimidad y limpieza de sangre, en una sociedad en la que más de la tercera parte de los bautizos correspondían a hijos ilegítimos. Pero aún hay datos adicionales, como los que se refieren a los padrinos que acompañaban a estos infantes sin padre reconocido y que daban respaldo familiar a las madres. Entre los españoles abundaban los licenciados, bachilleres, oficiales reales y militares, mientras que los de las castas no sólo tenían padrinos de menos prestigio, sino que la mayoría llegaban acompañados exclusivamente por mujeres.
Las mujeres y la sociedad urbana novohispana
El conocimiento de que existió una fuerte, continua y exitosa presión de los grupos inferiores para ascender a superior calidad, no equivale a menospreciar el impacto social y personal de un sistema que tanta importancia atribuía a la ascendencia familiar; al contrario, la existencia del modelo de segregación, aunque continuamente violado, implica la voluntad política y la aceptación social de un patrón diferenciador de los individuos. Hombres y mujeres que vivieron en la Nueva España no tuvieron a su alcance modificar las leyes, ni siquiera pensaron en rebelarse contra ellas, pero encontraron medios para burlarlas y para beneficiarse de aquellos aspectos que los protegían.
Cuando las mujeres optaron por el matrimonio, aun cuando ello significase un descenso de "calidad", no sólo hicieron una aportación al mestizaje, sino que también contribuyeron a quebrantar las barreras de segregación social. Cuando el matrimonio parecía inaccesible para muchas doncellas y viudas, muchas escogieron el amancebamiento o el concubinato, dando un paso más hacia la mezcla social. Si se hubiera tratado de una minoría, de casos excepcionales, como los de sus contemporáneas europeas o norteamericanas, estas mujeres habrían tenido que afrontar el deshonor, la vergüenza, la reprobación social y un destino desgraciado. Pero ya que representaron la tercera parte de la población, fueron ellas quienes cambiaron el modo de ver y medir a las personas y aseguraron un trato más libre y despreocupado, más flexible y tolerante.
Las casadas que encabezaron su hogar por ausencias temporales o definitivas del marido, como las solteras y viudas que fueron jefas de familia, hicieron frente a sus responsabilidades y obtuvieron recursos para su subsistencia. Lejos de la imagen de absoluto predominio masculino, el 27% de hogares dirigidos por mujeres muestran una sociedad con fuerte influencia femenina. Esta circunstancia no invalida el reconocimiento de un patriarcalismo que las mismas mujeres aceptaban. Ejemplo de ello podrían ser los matrimonios impuestos a las jóvenes por sus progenitores: más del 40% de estos convenios los disponían precisamente las madres y no los padres de las doncellas.[15]
La participación de las mujeres en la economía se desenvolvió por varios cauces: como propietarias de tiendas, talleres y obrajes, como dueñas de haciendas o minas, como trabajadoras o propietarias de talleres artesanales, como obreras en sus propias casas o en la real fábrica de tabacos, o, simplemente, como transmisoras de caudales familiares mediante herencias y dotes. La aportación de dote al matrimonio fue común, aun entre personas de pocos recursos, que incluso registraban ante escribano público la entrega de algunos enseres domésticos y ropa de uso personal. Estos documentos muestran la continuidad de una costumbre con la que se pretendía proteger a las esposas y preservar el lustre del linaje. En contra de lo que se ha observado en otros lugares, las dotes de las mujeres novohispanas incluían casi siempre dinero "en reales", además del ajuar, alhajas y, con frecuencia, esclavas. Además, en todos los niveles sociales, la proporción de la aportación en dinero equivalía a un tercio aproximadamente del total de la dote. También era común que estos bienes se transmitiesen por línea femenina, de modo que las madres dotaban a sus hijas con bienes procedentes de lo que ellas mismas aportaron al matrimonio; y, en caso de no tener descendencia femenina, se ocupaban de sus hermanas y de sus sobrinas.[16]
En el hogar y en el claustro, seglares y monjas impusieron formas de devoción y prácticas piadosas, a la vez que rutinas y formas de convivencia familiar. El mobiliario doméstico, las imágenes que cubrían las paredes, los libros que se leían en voz alta y aun las conversaciones íntimas en el estrado, eran elegidas por las mujeres. En el ámbito de lo cotidiano, su influencia no se redujo a las decisiones de las señoras de la casa, sino que se manifestó igualmente en el adorno de las viviendas, en la cocina, la medicina local y el recurso a la hechicería, en el vestuario y el aderezo personal, en las melodías preferidas y en la graciosa coquetería de que hacían gala las jóvenes capitalinas.
[1] Una excepción notable en este proceso es el libro e Steve Stern, The Secret History of Gender. Women, Men and Power in Late Colonial Mexico. Chapel Hill, University of North Caroline Press, 1995.
[2] Tilly, Louse A., Women’s History and Family History: Fruitful Collaboration of Missed Connecion?”, en Journal of Family History, vol. 12, nums, 1-3, pp. 303-315.
[3] He desarrollado ampliamente estas investigaciones en mi libro Familia y orden colonial, México, El Colegio de México, 1998.
[4] Algunos ejemplos de esta variedad de ocupaciones se reunieron en el libro coordinado por Asunción Lavrin, Las mujeres latinoamericanas, México, FCE, 1985 (traducción de la edición en inglés de 1978). También en: Lavrin; Asunción y Edith Couturier, “Las mujeres tienen la palabra. Otras voces en la historia colonial de México, en: Historia Mexicana, vol, XXX!:3, número 122, pp.278-313.
[5] Margadant, Guillermo Floris, “La familia en el derecho novohispano”, en Gonzalbo Aizpuru, Pilar, coordinadora, Familias novohispanas, Siglos XVI a XIX, México, El Colegio de México, 1991, páginas 27-58. Bernal de Bugida, Beatriz, “Situación jurídica de la mujer en las Indias occidentales”, en: Varios autores, Condición jurídica de la mujer en México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Derecho, 1975, pp. 21-40.
[6] MCCA, Robert, “La viuda viva del México borbónico; sus voces, variedades y vejaciones” en Golzalbo Aizpuru, coordinadora, Familias novohispanas. Siglos XVI a XIX, pp. 299-324.
[7] Aznar y Gil, Federico. La instrucción del matrimonio cristiano en Indias: aportación canónica (siglo XVI), Salamanca, Universidad Pontificia, 1985. Azpilcueta, Martín de, Iuris Canonici, I Tomo: Decretalium, II Tomo: Consiliorum sive responsorum, Lovaina, Editor Ioannis Baptistae Buysson, 1594.
[8] Gonzalbo Aizpuru, Pilar. “Las virtudes de la mujer en la Nueva España”, en Universidad de México, Num 511, agosto 1993, pp. 3-6.
[9] Muriel, Josefina. Los recogimientos de mujeres: respuesta a una problemática social novohispana. México, UNAM, 1974.
[10] Alberro, Solange. “La licencia vestida de santidad”, en De la santidad a la persversión. O por qué no se cumplía la ley de “Dios en la Nueva España. México, INAH, 1987, pp. 219-238.
[11] Esta relación, que extraña mutuas influencias, ha sido analizada para la ciudad de Puebla de los Angeles, por Rosalva Loreto, Los conventos femeninos y la vida urbana en la Puebla de los Angeles del siglo XVIII, México, El Colegio de México, en prensa.
[12] Las referencias proceden de los libros parroquiales del siglo XVII, reproducidos por la Iglesia de los Santos de los últimos días, en copia microfilmada de la Sociedad Mexicana de Genealogía y Heráldica, en el Archivo General de la Nación de México.
[13] Son 11, 887 ilegítimos frente a 16, 239 legítimos (58% y los 185 adultos.
[14] De 8,632 bautizados en Veracruz, son ilegítimos 3,045. El total del Sagrario, 19,502, comprende 8,842 ilegítimos.
[15] Datos procedentes de la revisión de algo menos de 1000 cartas de dote del Archivo Histórico de Notarías de la Ciudad de México [16] Gonzalbo Aizpuru, Pilar. “Las cartas del matrimonio”, en Golzalbo Aizpuru, Pilar y Cecilia Rabell Romero, coordinadoras. Familia y vida privada en la historia de Iberoamérica. México. El Colegio de México, UNAM, 1996, pp. 207-226.