Memorias y entrelíneas, la historia posible: sobre la narrativa de Laura Antillano, Ana Teresa Torres y Milagros Mata Gil. Gregory Zambrano. Universidad de los Andes. Venezuela.
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La de Teresa Porzecanski como metáfora política del Uruguay. Estela Valverde. Universidad de Queensland. Australia.
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Los usos narrativos de la historia en el cine de María Luisa Bemberg. Amy Kaminsky. Universidad de Minnesota. Estados Unidos.
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"Elemental es el canto de la memoria". Reflexiones sobre poesía femenina peruana e historia
Modesta Suárez. Universidad Michel-de-Montaigne. Bordeaux, Francia.
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Los afectos en la poesía de Giovanna Polarollo y Roció Silva Santistevan. Marco Martos. Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Perú.
MEMORIAS Y ENTRELINEAS. LA HISTORIA POSIBLE
(SOBRE LA NARRATIVA DE LAURA ANTILLANO, ANA TERESA TORRES Y MILAGROS MATA GIL
Gregory Zambrano
En la literatura venezolana no abundaron, hasta hace poco, las escritoras. La historiografía literaria ha destacado la obra de Enriqueta Arvelo Larriva (1886-1962) y María Calcaño (1906-1956), ambas poetas, de reconocimiento tardío. Mientras, la narrativa escrita por mujeres ha tenido buenos momentos a finales de este siglo que ya casi expira. Sin pretender construir un modelo estático que registre la aparición de autoras y textos narrativos desde los años veinte, que es cuando se manifiestan con mayor fuerza, y donde no se pueden dejar de considerar las circunstancias histórico-literarias (dictadura de Juan Vicente Gómez, recepción de la vanguardia, y posteriormente las “transiciones democráticas”, etc.) En los años veinte, nos encontramos un espacio de difusión, donde el discurso de la creación literaria privilegió la escritura poética, con algunas excepciones en cuanto a la difusión de escritoras.
Nada distinto es el caso de la narrativa de ese período, que parece centrarse casi exclusivamente en un nombre singular, el de Teresa de la Parra, con sus novelas Ifigenia (1924) y Memorias de Mama Blanca (1929), en las cuales se organiza una propuesta narrativa que tendría repercusiones no sólo dentro de la narrativa de esos años sino en toda la literatura posterior, al reconocerse, sobre todo a Ifigenia como uno de los texto pioneros de la modernidad literaria venezolana. No es de extrañar que el paradigma de escritura literaria en Venezuela durante muchos años haya sido -y de vez en cuando sigue aflorando así- el de Teresa de la Parra, así como en otro sentido se afianzó la novelística de Rómulo Gallegos, la cual, y muchas veces vista desde el exterior, da la impresión de que todo hubiese terminado allí.
Más cercanos en el tiempo, los cambios que se registraron en la vida venezolana en la década de mil novecientos sesenta, nos ofrece también una narrativa que se escribió como testimonio, como necesidad de plasmar un momento singular de la historia nacional en una época convulsa. Me refiero, particularmente a la literatura que se produjo como referencia testimonial de la lucha guerrillera, escrita por hombres y mujeres que la vivieron de cerca o dentro de ella misma. Esa literatura engloba valiosas obras, que en la mayoría de los casos, se mantiene al margen de la historia literaria, y es apenas mencionada en notas marginales o, en el mejor de los casos, es aludida como rara especie que se extinguió de la misma forma como desaparecieron los proyectos, vale decir, las utopías de aquellos años. Sin embargo, existe un patrón genérico que tímidamente involucra a la llamada “literatura de la violencia: la narrativa que se concentra en un espacio y un tiempo definido por esos hechos históricos y más aún, medidos por su impacto en lo social y en lo político. Esto ha ido articulando una forma muy particular de definir también el espacio narrativo desde una estrategia que pudiéramos llamar alternativa, donde se impone la escritura de diarios, memorias, autobiografías, etc. Una forma “otra”, no oficial de contar la historia.
En esta última perspectiva se ubica la propuesta narrativa de tres autoras venezolanas, quienes a partir de esa recuperación de la memoria, reconstruyen pasajes importantes de la historia venezolana y establecen un diálogo donde espacio y tiempo se funden como un “testimonio” que tiene profundo impacto en lo estético. Las novelas son: Perfume de gardenia (1979) de Laura Antillano, El exilio del tiempo (1990) de Ana Teresa Torres y Mata el caracol (1992), de Milagros Mata Gil.
La selección de las novelas no es azarosa. Antillano, desde sus primeros trabajos narrativos[1] ha intentado una escritura cuyo soporte discursivo ha sido la experimentación. Es una narradora que ha ido puliendo su lenguaje y ha logrado un espacio significativo tanto en la cuentística como en la novelística venezolanas de los últimos años. En su obra no es casual la aparición de un juego de memorias paralelas que luego cambian el rumbo y se entrecruzan. Ese juego pasa por la reconstrucción de un espacio narrativo nada distante del real, donde sus historias se desarrollan. La ciudad de Maracaibo, por ejemplo, con la singularidad de su paisaje, clima y habitantes es un referente constante. La reconstrucción de esa memoria pasa necesariamente por lo geográfico, pero también y quizás con mayor intensidad se fortalece en la referencialidad histórica[2].
Con Ana Teresa Torres la narrativa venezolana ha consolidado la vertiente de una novelística que se sustenta sobre una fuerte referencialidad en la historia nacional, pero sin llegar a caracterizar de manera unívoca una posibilidad de narrativa histórica propiamente dicha. La historia verificable es, en sus textos, un marco de referencias para hilvanar el desarrollo de sus personajes pero de una forma profundamente arraigada en las fechas y los acontecimientos[3].
Algo similar ocurre con Milagros Mata Gil, quien desde sus primeras novelas, ha construido un espacio que más allá de la intención ficcional instaura la historia de hechos reales puestos de relieve, pero al mismo tiempo desdibujados[4] en su referencialidad.
El hilo argumental que enlaza algunos de sus textos narrativos pasa también por la utilización o, mejor dicho, por el aprovechamiento del recurso memorístico, que le sirve de soporte para la confección de relatos donde la historia venezolana está presente. Bajo el artificio de los personajes y las acciones simuladas, se deconstruye la historia oficial, forzándola a descubrir sus pliegues y, al mismo tiempo, instaura una historia otra, condimentada con el humor, la ironía. Tales recursos le sirven para lograr el guiño cómplice de quienes, como los (as) narradores (as) de estas historias, van más allá, intuyen y construyen otra acción, sin que se pierda espacio en el juego de la memoria. Su estrategia radica en almacenar instantes, a los que convierte en “pre-texto” para su escritura.
El tiempo, así como la muerte es indetenible. Entre ambas instancias la memoria ejerce una suerte de hechizo para fijar el rostro, detener las consecuencias de ambos procesos (tiempo y muerte), y para hacer un presente perpetuo que interroga el pasado.
1.
En Perfume de Gardenia, (Caracas: Selevén, 1979), Laura Antillano elabora un collage de recuerdos que, desde la perspectiva de una niña de ocho años de edad, fija un instante de significación singular, tanto para su propia vida como para las historias que va a entretejer cuando muere su abuela. A partir de este hecho comienza a reconstruir una serie de etapas vitales, que pasan por su propio desarrollo y crecimiento, de niña a adolescente y en ese período se enmarcan sus transformaciones como estudiante, mujer y novia, instancias siempre atravesadas por su autorreflexión como hija.
Esta forma de verse representada en cada etapa en relación con los otros, es al mismo tiempo una forma de marcar una especie de diálogo con la historia social y política de Venezuela. Allí están sus lugares, el fluir subterráneo y detallado de los principales acontecimientos, no como un pretexto para contar dentro de la Historia su historia, no para verse extrañada en ella sino, por el contrario, para contar desde ella misma: “Atrás quedó el balcón de El silencio, allá en la casa de la abuela muerta, la lechuga de los canarios, el taburete, las ninfas en el agua, el Corazón de Jesús, el altarcito con la virgen de Lourdes y el San Francisco. Y el muchachito que cantaba La Barca de Oro, y los caramelos sorpresas, y las galletas, y los álbumes de tarjeticas, y el retrato del General en el escaparate” (p. 17).
La vida venezolana desde fines de los años cuarenta y los primeros momentos de la década del 50 está asociada a los acontecimientos que siguieron al derrocamiento del presidente Rómulo Gallegos (1948), la Junta Patriótica y la nueva cara de la dictadura: el gobierno de Marcos Pérez Jiménez (1952-1958). La narradora refiere a un “interlocutor“ en segunda persona, silente; es decir, monologa los pormenores históricos de cada una de esas etapas, mientras otros discursos se intercalan, especialmente el de las anotaciones en su diario, y la letras de boleros. Todo esto con la intención, que más allá del tiempo ido, rescata las historias de amor, que hablan por sí solas y dejan en el aire la nostalgia por los tiempos idos. Esa es la función del bolero, el género popular mediante el cual se pueden reconstruir las otras historias, donde el sujeto de cada canción puede llegar a ser la instancia más inmediata para fijar un tiempo determinado o, más sensiblemente, la traza de la historia.
Luego, los años sesenta, la lucha armada contra el nuevo estado político, los primeros momentos de la experiencia democrática y con ese marco, el planteamiento de una vivencia más personal, más individualizada: la universidad, la música, las referencias a la lucha armada y el exilio. La narración se va expandiendo y las voces continúan alternándose. El medio ahora es el epistolar. A través de las cartas se intercambian las voces y los interlocutores (aquí ya son los hermanos de la narradora inicial), quienes cruzan sus historias desde diversos lugares (Venezuela, Chile, Italia). La historia personal riela sobre la historia política, pero siempre es Venezuela y sus acontecimientos inmediatos el centro que articula las voces.
Los hermanos/as narradores /as, se distancian cada vez. Se interponen los compromisos de cada uno y el destino que parece alejarlos, siguen la urgencia de unos planes de vida azarosos que llevan la narración a un alto grado de intensidad, donde cada narrador desde sus respectivas cartas, evoca la memoria de un país en compás de espera y que cada uno reconstruye verbalmente, a la medida de su memoria, vale decir, de su nostalgia. Por ello, la intención de cada personaje es ver el país desde lejos, con el objeto de comprobar cómo su ojo crítico e histórico se vuelca cada vez más hacia ellos mismo, y cuyo desciframiento sólo es posible desde la perspectiva del “otro”, del receptor de cada carta quien comparte con su relato, la posibilidad de ver en el espejo de la historia su propio rostro.
2.
El Exilio del Tiempo (Caracas: Monte Ávila, 1990), es la primera novela de Ana Teresa Torres. En ella, al igual que en Perfume de gardenia, la voz que construye el relato y superpone cada uno de los planos de la narración es una niña. También aquí, el juego temporal privilegia la óptica memorística desde la cual, la niña-narradora desarrolla toda una iconografía que da sentido a los rostros desdibujados, y articula, al mismo tiempo, un perfil de Venezuela durante la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935). La diferencia aquí radica en que esa voz-protagonista-niña, permite que sea el tiempo el que ocupe el plano principal de las acciones. Pero, a diferencia de la novela de Antillano, existe un distanciamiento, pues la Venezuela que relata se encuentra distante, espacial y cronológicamente; sin embargo, opera como un referente inmediato. La narradora junto a su familia ve todo el acontecer histórico desde la perspectiva del exiliado.
Obviamente, la niña-narradora abandona cada etapa de su vida no sin nostalgia y cada relato está asociado con personajes (hombres y mujeres) que significaron razones de importancia para fijar las etapas históricas: desde el pasado, cuya frontera la marca el inicio de la dictadura gomecista, hasta el momento de su “presente”. Todo ello le permite articular una panorámica configurada por los detalles del cosmopolitismo que impregna el espacio del exilio: París. Este nuevo espacio es no sólo ese lugar desde el cual se anota el acontecer venezolano, sino también marca el contraste entre los panoramas culturales de cada lugar, entre ellos, la moda, los lugares lujosos, los viajes a lugares cercanos, los restaurantes y cafés, la radio y el cinema. Pero el trasfondo más significativo es el vínculo con la historia y dentro de él el tema político.
Las referencias históricas se entrecruzan, desde un pasado inmediato hasta las reminiscencias de lo más remoto, dibujado por los detalles de una memoria que se hace añeja. Señala la narradora: [junto a la] “leontina de mi abuelo [había] cartas apócrifas del Libertador, una carta firmada de Páez a sus hijos que alguien regala a mi abuelo en su cumpleaños; condecoración del General Cipriano Castro” (pp. 18-19); esos son rasgos distantes en la historia pero que marcan coherentemente las secuencias de la historia política venezolana. Castro es el presidente favorecedor de aquella familia, y con su caída, se rompe también la historia familiar, llega Gómez al poder y comienza para la narradora y su familia el largo exilio.
No obstante lo anterior, la memoria funciona abiertamente con trazas puntuales pero sin un rigor temporal. Lo interesante está en que esta novela, sin mucha descripción y aún sin espacios para los parlamentos, se transforma en un detallado monólogo que entrelaza los cuadros de la historia venezolana, con sus personajes y lugares, en un ir y venir de los recuerdos.
La figura patriarcal del bisabuelo se conforma acorde con la atmósfera trazada como pretexto para enmarcar la historia: el bisabuelo escribía y a partir de esa escritura se va construyendo el espacio histórico en el que se mueve cada personaje. La memoria recrea particularmente ese hilo que ata a la narradora y a los demás personajes que ella evoca con el pasado. El bisabuelo escribía un diario, “que lamentablemente destruyó por miedo a los espías de Gómez y del que sólo quedaron algunos fragmentos, de interés familiar, pero desapareciendo los comentarios políticos y la letra menuda de los hechos históricos, su intención era publicarlo a la caída o muerte de Gómez, pero ya se sabe que nuestro patriarca tuvo un otoño tan largo que llegó a invierno y por tanto, lo destruyó personalmente antes de morir [...]” (p. 85). Así se insertan aquellos detalles del diario que se salvaron.
Esos fragmentos pueden ser perfectamente cotejados con los documentos de la historia oficial y allí están las fechas, los personajes y los hechos para testimoniar su verosimilitud[5]. La narradora, como voz autorial se diluye y pasa el relato a otros personajes, por ejemplo la nieta, quien continúa el relato de la madre, es decir, la niña que la narradora era al principio de la historia. Ese es su trasfondo, la plataforma real que subyace, significativamente, en la trama de su novela pero, obviamente, sin la intención de hacer “novela histórica” pues dista de ella el enfoque “realista” que caracteriza el conjunto de novelas de este tipo.
3.
En Mata el caracol, Milagros Mata Gil construye ese espacio de la memoria sumando diversos recursos narrativos como si fuera un collage de rostros. Su característica principal, al igual que en Antillano, es la fragmentación, aparentemente caótica, pero donde una sola historia se hilvana de maneras diversas para presentar una especie de paisaje, donde nuevamente es la memoria el hilo conductor, y el espacio virtual donde se superponen y oponen en un juego simbólico memoria, monólogos, cartas y poemas. Todos estos fragmentos articulan por lo menos dos historias, la cronológica, vinculada a los tiempos reales que se marcan ordenadamente en el texto y la que se ofrece a retazos, en fragmentos de la vida de sus personajes.
La intención de fijar eso que de manera general hemos denominado memoria, no es más que un recurso para adentrarse en el tiempo de quienes se han ido o están por irse con la muerte. En esta novela, la figura del padre funciona como un punto de unión entre el presente y el pasado, pero, simultáneamente, es una sombra o en última instancia, solo la huella dolorosa de aquello que de él ha quedado (locura, inmovilidad, ceguera). La búsqueda de ese pasado en el presente y la reconstrucción de los rostros que no se han fijado aún, son los motivos que se marcan desde un comienzo y que se vuelven recurrentes: “Evoco rostros conocidos. Invento los desconocidos. Siento en el aire el paso de los entierros. La piel se me va frunciendo de tantos lamentos, de tantos lloros, de tanto aire de muerte” (p. 13).
En cada una de las partes de la novela, el juego de la memoria insiste en el vaivén de las fechas y los lugares. Es en sí un juego éste de intercalar episodios para dejarlos apenas como una silueta que pretende hacerse más concreta en las acciones.
La totalidad de los relatos se organiza desde la fragmentariedad, con un principal pretexto que es, precisamente, “el arte de enmascararse” a partir del hallazgo (tópico recurrente) de unos viejos papeles olvidados en la casa paterna. Desde este hallazgo, la historia se enrumba de manera vertiginosa, aparecen los pormenores de la zaga familiar en la cual el tiempo -y nuevamente la memoria- organizan cada secuencia.
La historia familiar se organiza de manera detallada, persona tras persona, a partir de la visión que comparte la narradora cuando describe una fotografía familiar (p. 97). Quien ahora narra tenía entonces ocho años. Recordamos aquí que cuando la narradora de Perfume de Gardenia nos comienza a relatar su historia, también tiene ocho años y revela, no sin dolor, que la abuela ha muerto y con su muerte se ha llevado lo que a ella, confiesa la narradora, la afincaba al mundo.
La narradora de Mata Gil, dirigiéndose siempre a un tú insistente, calculador, se detiene en cada detalle de la memoria para reconstruir la imagen fija que se ha detenido en el tiempo. Así la fotografía, que registra ese “instante de vida” donde sólo hay rostros vacíos, que es como decir, fantasmas.
En los viejos papeles encontrados vaga la imagen del padre que se privó de la visión para fundar, paradójicamente una mirada introspectiva, es decir, todo lo “visualiza” desde su propia interioridad: “En tu soledad, en esa soledad de la que te culpaba todos los días mi madre, te arrancaste los ojos y comenzaste a vagar por las memorias” (p. 107).
Los papeles que dejó el padre y que Eloisa -así se llama la narradora- encontró en un viejo y olvidado escaparate revelan inadvertidamente a su propio interlocutor virtual: la misma Eloisa. La sorpresa y el interés que la mueven, la llevan a decir, en relación con el hallazgo que éste podría ser quizás una forma de organizar sus propios fantasmas (p. 71). Desde este momento el monólogo de la narradora se rompe y da lugar a una nueva voz que se dirige a un tú ausente, quizás, el padre mismo.
Final
Cada una de las obras comentadas se construyen sobre un estatuto histórico que revela a grandes rasgos momentos decisivos de la historia venezolana. Pero también encontramos que, formalmente, estas historias atraviesan un hecho confesional, que como una “autobiografía ficcional”, se convierten en una forma de historia alternativa, pues se desplaza en el pequeño espacio fijado por los límites entre un hecho real, verificable y otro imaginado, pero verosímil.
Este juego de relaciones posibles muestra entonces un espacio donde la forma novelada adquiere un nuevo estatuto. Podríamos señalar, citando a Carlos Pacheco, que se trata de intentar un marco de comprensión en el que “la ambigüedad genérica de autobiografía ficcional y ficción autobiográfica permite [...] al escritor contar con la ventajosa independencia referencial del discurso novelesco, pero sin exigirle el abandono total de su contacto con lo vivido”[6]. Allí están, con sus nombres propios, sujetos y lugares que siendo esta vez revisitados por la mirada nostálgica y a veces recatada de las respectivas voces narradoras, vuelven a ser, en cada caso, una lúcida mirada al mapa de unos períodos que se han quedado, de una u otra forma, empolvados en los anales históricos. Un elemento que define el diálogo intertextual de estas novelas con la historia, es su creciente efecto de veracidad, mas no necesariamente su apego al referente. Esa historia se narra en la ficción, y desde ella hurga en la nostalgia. Así, la novela construye un nuevo espejo donde es posible esperar que la memoria fluya y se torne marca imborrable que vive en cada personaje, en cada secuencia, en los hilos de esa historia que pareciera distanciarse cada vez más de su rasgo modelador más contundente: el olvido.
Bibliografía
Araujo, Orlando. “Narrativa venezolana contemporánea”. Caracas: Monte Ávila, 1988.
Jaffé, Verónica. “El relato imposible”. Caracas: Monte Avila-CELARG, 1991.
Miranda, Julio E. “Proceso a la narrativa venezolana”. Caracas: U.C.V-Ediciones de la Biblioteca, 1975.
Oropeza, José Napoleón. “Para fijar un rostro; notas sobre la novelística venezolana actual”. Valencia: Vadell Hermanos, 1984.
Varios Autores. “La autobiografía y sus problemas teóricos. Estudio e investigación documental”. (Barcelona), Suplemento Antropos, 1991
Varios Autores. “Teoría y práxis del cuento en Venezuela”. Caracas: Monte Ávila, 1992.
White, Hayden. “Metahistoria. La imaginación histórica de la Europa del siglo XIX”. México, FCE, 1992.
[1] Aparte de Perfume de Gardenia, Laura Antillano ha publicado: La luna no es de pan-de-horno (1967). La bella época (1969), La muerte del monstruo come piedra (1971), Un carro largo se llama tren (1975), Haticos, casa No. 20 (1975), Dime si dentro de ti no oyes tu corazón partir (1983), Cuentos de película (1985), Solitaria, Solidaria (1990)..
[2] La mención de Antillano no es crear los vínculos literarios que unan la historia verificable como la ficción, es un recorrido cronológico amplio. Recordamos, como ejemplo, la reconstrucción que hace un momento de importancia para la vida cultura venezolana a fines del siglo XIX, específicamente la reconstrucción que hace de la visita del prócer José Martí (1881). Cuando Martí llega a Venezuela, ingresa por Puerto Cabello, allí, un personaje, que en este caso es la narradora, reconoce a Martí, por las fotografías que ha visto y por la fama que le rodea, se acerca a él y establecen el diálogo. Simultáneamente se convierte en interlocutora del poeta y compañera de viaje. Lo acompaña hasta Caracas y por la mediación de esa narradora conocemos de manera testimonial –ficción e historia- la entrevista que sostuvo Martí con el escritor y filósofo Cecilio Acosta. (CF Solitaria, Solidaria. Caracas, Planeta Venezolana, 2990: p- 97 y ss.)..
[3] Ana Torres explora este recurso tanto en su primera novela El exilio del tiempo (1990), como en Doña Inés contra el olvido (1992), en la cual la apelación a la memoria es un recurso efectivo para el aprovechamiento de la historia nacional.
[4] Milagros Mata Gil ha publicado: La estación y otros relatos (1986), La casa en llamas (1987), y Memoria de una antigua primavera (1989).
[5] Especialmente entre las páginas 117-127, se incluye textualmente el diario del abuelo con todos sus testimonios de fechas, acontecimientos y desplazamientos de personajes. Estos elementos tienen un trasfondo verificable en la historia europea y, particularmente venezolana durante los años treinta.
[6] “La autobiografía ficcional como “historia alternativa” en El diario íntimo de Francisca Malabar, de Milagros Mata Gil”. Revista de Literatura Hispanoamericana (Maracaibo) (33): 136, julio de 1996.
LA OBRA DE TERESA PORZECANKI
COMO METAFORA POLITICA DEL URUGUAY
Estela Valverde
Teresa Porzecanski escritora, profesora, antropóloga. Su obra refleja los altibajos de la vida política uruguaya y se encuadra dentro de lo que Miguel Angel Rama ha asignado como la “Generación del 69” cuyas obras comienzan a aparecer en los albores de la década. La narrativa de este grupo “apela intensamente a la contribución de la fantasía y de la imaginación, condiciones casi archivadas tras el realismo urbano y grisuras cotidianas que una y otra de las dos promociones de la generación crítica desarrollaron en sus treinta años de reinado cultural”.[1] Rama escoge la fecha de la toma de la ciudad de Pando por un comando guerrillero Tupamaro como la metáfora generacional que representa el paso de la mera crítica a la acción social. Dentro de este mismo grupo podemos incluir a Jorge Onetti, Mercedes Rein, Gley Eyherabide, Cristina Peri Rossi y Mario Levrero cuyas obras también “registran el estremecimiento nuevo”[2] dentro de la literatura uruguaya.
Porzecanski cuestiona el motivo de la aparición de esta generación “-. . . diez años previa a la instalación de la dictadura- porque estos escritores emergentes no se reconocen ya en el estilo del 45, aun si se propusieron ahondar aquellos objetivos de impugnación a los que el 45 enfrentó. . .”[3] Porzecanski nos explica cómo la literatura uruguaya dentro de fronteras agudizó estas características iniciales durante los años de represión:
. . . la insistencia en volverse hacia la materialidad misma del lenguaje, en cuanto a que es siempre el tipo de retórica la depositaria de toda ideología, es la que situó a los narradores más en el rol de subversivos intérpretes, videntes y prospectivos, de una circunstancia que sólo podía ser mostrada literariamente en toda su magnitud asfixiante, en términos de alegoría.[4]
Es este uno de los análisis más certeros para explicar la aparición de esta nueva preocupación con la palabra misma en las letras uruguayas. Quizá alegoría sea también el mejor calificativo para describir la obra de Porzecanski durante esos años de represión que exigió a los que se quedaron una práctica diferente de escritura que expresara la disidencia dentro de parámetros aceptables para el régimen totalitario imperante. Estos autores que optaron por “el insilio” -por oposición a aquellos de dejaron el país en exilio- debieron recurrir a un sistema semiótico soslayado y cómplice que les permitiera expresarse sin comprometer su libertad política.
Porzecanski se refiere también “al tratamiento que da Foucault a la historicidad del discurso, en tanto momento representativo de una circunstancia, cuyos valores adquieren relatividad y quedan fuera de todo criterio de verdad”.[5] Es interesante comprobar que Porzecanski está empapada con el pensamiento pos-estructuralista. No es una autora inocente, su obra lleva una consciente carga ideológica que va de la mano de las últimas corrientes filosóficas. Estar de acuerdo con las pautas historicistas de Foucault es quedar fuera del discurso marxista, es ver la historia como una perspectiva cambiante de acuerdo a la circunstancia presente, concepto que ella expone claramente en Una novela erótica:[6]
Durante mucho tiempo yo había gozado a fondo de las cosas en la inminencia de su desaparición. Qué otra referencia que el pasado, cambiante, transformable a voluntad... (15)
El hecho de que el presente esté siempre en un proceso de transformación, y que los marcos de conocimiento y las formas de análisis estén perennemente edificándose, significa que el pasado debe ser continuamente re-evaluado, adquiriendo distintas tonalidades bajo la luz de nuevos eventos. Y los eventos vividos dentro de la dictadura agudizaron las características de la narrativa de esta generación:
Ni costumbrismos inmediatistas, ni nacionalismos nostálgicos, ni mensajes panfletarios; menos aún, las descripciones del ‘realismo y la objetivación’ convencionales, llenaron los requisitos necesarios para profundizar la reflexión en el interior de una cultura de encierro.
Así, una narrativa de borde, de límite, de margen -marginal y marginada por la crítica oficialista- se acercó más a la captación de lo paradójico y trágico, que el modelo realista.[7]
Y aquí la escritora nos termina de revelar su postura ante lo textual, citando al pie de la hoja la expresión de Kristeva escritura de ‘borderline’, ubicándonos inclusive dentro del marco crítico en que debería aproximarse este tipo de obra. No es casual que uno de los únicos artículos críticos elogiosos de Una novela erótica se encuadre dentro de esta perspectiva.[8]
Nos encontramos entonces frente a una narradora que, consciente de las circunstancias históricas en las que le ha tocado vivir y de los parámetros textuales que puede manejar para evitar el silencio, se embarca en una búsqueda consciente que le permita hallar la expresión exacta que refleje más acertadamente esa realidad circundante.
“La tríada de la dictadura” (1979-86)
Lo que doy en llamar “la tríada de la dictadura” comprende la colección de cuentos Construcciones[9] y las novelas Una novela erótica y La invención de los soles [10] . Es en estas tres obras no lineales, donde la autora libra una batalla acérrima contra las palabras, transgrediendo el logocentrismo fálico imperante y presentando su escritura no sólo como un síntoma del proceso histórico del momento, sino también como una protesta y un asalto al orden simbólico que la restringe. Como bien dice Kristeva: “lo que remodela el orden simbólico es siempre el influjo de lo semiótico”.[11] Permitiendo que la movilidad “jouissance” de lo semiótico irrumpa y trastoque el estricto orden simbólico, Porzecanski revoluciona el discurso narrativo, acercándose en su proyecto narrativo a pensadoras del calibre de Cixous.
Los críticos han tachado algunas de sus obras de “ilegibles” o “difíciles”.[12] Y debemos admitir que Porzecanski en “la tríada de la dictadura” no escribe una narrativa “lisible” -usando aquí la terminología de Barthes-. El lector no puede permanecer inerte ante su obra, un mero consumidor de su producción literaria. No, la escritora aspira a un lector cómplice, a una cooperación, una co-autoría que muchos lectores no están preparados a asumir. Su narrativa es sin lugar a dudas “scriptible”, sus significantes bailan una loca danza de frustración pujando expresarse con el pobre medio de las palabras. Su narrativa en este momento es, lo que Kristeva da en llamar escritura de “borderline” o, dentro de los parámetros lacanianos, síntoma del contexto que le ha tocado vivir. Su lectura es incuestionablemente demandante y traumática.
Los caprichos estilísticos de “la tríada de la dictadura” pueden ser leídos como una gran metáfora del silencio sufrido o autoimpuesto durante los años de represión gubernamental. Esta idea está expresada clara aunque muy brevemente en un pasaje de Una novela erótica:
Podría haber ahorcado sin culpabilidad, la dignidad degradada de la palabra justicia (¿de qué justicia me hablan?, preguntaba, insolente, en cada lugar, en cada centro) y libertad, derecho, sacralidad, estaban todas largo tiempo violadas y sucias ya, de sus propias sangres, parecían muecas de máscaras circenses que, una y otra vez, repetían los mismos gestos, aprendidos de memoria. (13)
En esta novela, publicada en 1986, finalizada ya la represión política, Porzecanski puede aclararnos el motivo de esa su frustración: aquel había sido el tiempo de silencio:
. . . esta prohibición de escribir y de hablar entre nosotros es una lenta maceración que se extiende y explaya osada a los objetos, a la descripción de los sucesos y hasta, al pensamiento mismo. . . (19)[13]
Esa censura la viven más cercanamente aquellos que precisamente usan el lenguaje como su modus vivendi, aquellos cuya tarea es la denuncia o el plasmar sus inquietudes en las letras. La palabra entonces se transforma en lenguaje poético, lo imaginario controla la escritura y lo real aparece sólo en fisuras grotescas de una textualidad crispada:
. . . ‘imposible’ era una de las palabras que había escuchado con más frecuencia en los últimos cinco años. Pero ella seguía llorando, rascaba la pared, suspiraba. Y él levantaba la voz para explicarle agregando palabras como ‘¿acaso no lo sabías? y ‘la gente desaparecida está probablemente muerta’. . . (74)
Es justamente en este tipo de fisura donde encontramos la raíz interpretativa del texto. La propia Porzecanski nos guía en la búsqueda:
. . . La condición nacional, si es que todavía importaba, debía consistir, justamente, en rescatar un sentido de oposición, de grieta, de fisura, tanto más profunda cuanto más lejos se llevase el énfasis en conseguir una postura uniformizada y homogénea.[14]
Ante la imposibilidad de hablar, de expresarse libremente, el lenguaje en vez de trasmitir el momento o servir como catarsis para aceptar el horror circundante, se convierte en un síntoma de ese horror, premeditadamente un síntoma, o como la autora prefiere llamar una alegoría de esa circunstancia histórica.[15]
Como Virginia Woolf, Teresa Porzecanski en ese momento que le tocó vivir, se debe haber preguntado por qué existen las guerras y quiénes se benefician con ellas[16] y sabiendo a ciencia cierta la respuesta, protesta por el papel asignado a las mujeres:
. . . Porque tuve miedo, medular miedo de abrir esa oclusión intempestiva y encontrarme de pronto con que la mujer que lloraba, que había llorado siempre la crónica del mundo, era antigua. Era yo. (74)
Las mujeres habían sufrido la historia desde siempre, ese era su destino, esa era su participación dentro del mundo falocéntrico. En estas obras la autora desafía el orden patriarcal al que no tiene acceso, por medio de una escritura dislocada y sintomática. “La tríada de la dictadura” escrita durante los años de represión, representa la metáfora de alienación de ese período sufrido por Porzecanski como un insilio voluntario y doloroso.
Perfumes de Cartago (1994)
En Perfumes de Cartago Porzecanski mira ahora al pasado para entender el presente -totalmente disrupto por el totalitarismo de los últimos años- y reivindicar las etnias uruguayas, rescatando al mismo tiempo a la mujer de su marginalidad y ayudando a recrear nuestros propios mitos latinoamericanos. La novela puede ser interpretada -en términos “arendianos”- como un llamado a la vita activa[17] del uruguayo, a su directa participación política en el proceso que quedó trunco en 1973.
Perfumes de Cartago presenta una estructura coherente, una narración casi lineal, como si el retorno a la democracia en Uruguay hubiera erradicado el síntoma alienante de su narrativa. Dos tercios de la novela están dedicados a personajes femeninos, lo que representa claramente su preocupación por re-posicionar a la mujer en el contexto político uruguayo.
Las mujeres de Porzecanski son las poseedoras del misterio de la vida y la muerte, los únicos seres que están en contacto con lo mítico, las sacerdotisas de todo lo sagrado, las “ejecutoras de hechos mágicos, milagrosos” (8). En Perfumes de Cartago tanto la abuela, como sus cuatro hijas, sus dos nietas, y la sirvienta negra escapan todas hacia el mundo mitológico femenino, hacia lo imaginario, hacia el discurso erocéntrico, hacia el orden semiótico.
La asociación entre lo culinario y lo erótico es obvia en las exuberantes descripciones de la comida preparada. Pero lo especial de la textualización de estas comidas -a diferencia de otras recientes novelas en el tema- es su directa relación con un pasado lejano y exótico. Es a través de la comida que los personajes logran vincularse con sus antepasados pre-inmigratorios, con sus raíces judeo-árabes y africanas.
La historia de Angela -la sirvienta negra- ocupa ocho capítulos, convirtiéndose así en uno de los personajes principales de la novela. Su función es totalmente simbólica y controversial. Es la réplica de la Virgen María, la virgen negra que concibe un mesías que tiene como padre al símbolo máximo del hombre rioplatense: el afrancesado criollo de exportación, “el rey del tango”, el sacralizado ídolo Carlitos Gardel.
Angela, como todas las mujeres de Porzecanski, está en contacto directo con sus antepasados, especialmente con aquel abuelo predicador que había llegado a Uruguay con las marcas de esclavitud en la piel. Su milagro no sorprende, sino confirma el halo mágico que rodea a este personaje.
Su hijo “ha nacido casi sin sangres”, dando “no llantos sino bostezos de ensoñación” (122) ¿Es este acaso el mesías que reclamaba Porzecanski en Una novela erótica, aquel que vendría a liberar a la mujer de la maldición del parto con dolor, de la “horrenda prisión de engendrar carne, forma y carne, desde la nada?” (Una novela erótica, 27)
Hijo de una ameroafricana y un ameroeuropeo, hijo de la inmigración y no del bagaje étnico americano, este mesías podría interpretarse como un guiño de Porzecanski hacia el valor e importancia de esas raíces que durante la novela parece tratar de desenterrar. En la casa de los Mualdeb ha nacido un mesías que no tiene ni una recóndita gota de sangre judía.
Debemos no obstante acercarnos a este símbolo desde otro ángulo. Angela cumple dos funciones primordiales dentro de la novela. La primera función es hacer justicia a un olvido, consolidando la idea expresada en un ensayo de Porzecanski que data de 1992 -Identidad Uruguaya: ¿Mito, crisis o afirmación?- donde la autora expone que los negros han sido uno de los sectores menos reconocidos dentro de las etnias uruguayas. La segunda función de este personaje es totalmente simbólica y nos habla de la importancia de construir el futuro latinoamericano a partir de nuestros propios mitos.
La novela se cierra con un capítulo del mismo personaje que la abre: Lunita Mualdeb, quien esta vez armada con la simbólica llave de la casona antigua, visita las ruinas familiares, cerrando el círculo histórico. Una vez cumplido el ritual, Lunita arroja la llave a las aguas del río “con el gesto heleno que enviaba un disco a los confines de la tierra”(126).
Lunita, cerrando la puerta de la casona familiar y arrojando la llave al río, clausura toda posibilidad de acceso a sus propias raíces. El ahora y el aquí será el centro de sus futuras preocupaciones. El pasado deja lugar al nuevo mesías criollo, portador de un nuevo comienzo no sólo para Latinoamérica sino y específicamente para la mujer latinoamericana. El reconocimiento de esas etnias rompe las barrera nacionales y encara al uruguayo con la posibilidad de una cultura global que reconociendo la diferencia no la use para encasillar sino para enriquecer el futuro.[18]
Perfumes de Cartago nos presenta una narradora comprometida con las preocupaciones reales que acechan al uruguayo y al latinoamericano en general: una exploración y concienzuda revalorización de nuestras raíces que, deconstruyendo el pasado, reconstruya mitos y consolide las bases para edificar desde allí un futuro mejor y un llamado general a participar en ese nuevo proceso político uruguayo reiniciado en los últimos años.
La piel del alma (1996)
Su próxima novela presenta características muy diferentes. Es como si Porzecanski, segura ahora de que el momentum político uruguayo seguirá su curso, iniciara un viaje introspectivo que continúa con la preocupación genealógica expresada en Perfumes de Cartago pero que reviste tonos más filosóficos y profundos. La piel del alma representa una búsqueda de la vita contemplativa inspirada por un deseo de eternidad, movido quizá por una preocupación similar a la de Arendt: reestablecer la importancia del campo de las ideas y la contemplación de lo eterno, relegado a segundo plano en nuestra era moderna.[19]
La muerte como tema ha estado constantemente presente en la narrativa de Porzecanski, quizás debido a que la muerte, al igual que el amor, está ligada a nuestras más íntimas emociones, quizá debido a su propio contexto uruguayo, en el cual los muertos ocupan un lugar preponderante en la configuración de la realidad cotidiana de los vivos. En una época en la que la muerte se ha visto más y más saneada y oculta a la vista del público -como resultado quizás, tal como lo sostiene Gorer, de nuestra creciente incredulidad en la inmortalidad-[20], Porzecanski la incluye específicamente, no ya como parte del proceso vital, ni siquiera como la conclusión de ese proceso, sino como el comienzo de un eterno gozoso deambular a través de otras dimensiones y espacios.
Aferrándose fervientemente al concepto de inmortalidad -que ya explorara en obras anteriores pero que trata aquí en forma específica-, afirma esta premisa como el paradigma dominante. Así coloca a la muerte en una relación dialógica constante con la vida, relación en la que los muertos, al poner al descubierto sus propias caducas realidades -perdidos recuerdos de generaciones pasadas que vienen a completar su misión en el presente-, enmarcan siempre el sino de los vivos: “Ten por seguro que algunos cumplen a término el destino inconcluso de otros”(185).
En La piel del alma los muertos invaden el tiempo y espacio presentes de la historia para contarnos acerca de otras dimensiones en las que ellos vivieron y sufrieron -sufrimiento inscrito en sus cuerpos y transmitido de generación en generación, en la otra orilla del Mar Grande-. De allí trajeron la Palabra al Nuevo Mundo que era la única garantía de comunicación con lo divino:
Como ocurre con la música... los nudos sellados del alma suelen desatarse por la armonía sonora de las palabras, las que hacen posible siempre nuevas modalidades de compresión... (156)
La escritura es para ellos sagrada, iluminatoria y subversiva. Estos espíritus llegan con una misión que cumplir entre los vivos. Sus visitaciones[21] se realizan al comienzo en forma tímida, pero pronto estos espíritus toman control de la narrativa, presentando una historia paralela, que subyuga a la historia inicial a través de visitas cada más frecuentes, cada vez más contundentes, amplificando su mensaje, y trocando mediante este recurso el foco narrativo de la historia. El tiempo se vuelve en alto grado el tiempo cíclico y monumental de Kristeva, en el que:
... la subjetividad femenina parecería proporcionar una medida específica que retiene esencialmente los conceptos de repetición y eternidad de entre las múltiples modalidades de tiempo conocidas a través de la historia de la civilización.[22]
Mediante este recurso, el significado de la narración adquiere un carácter dual: la irrupción de una historia proveniente de un mundo diferente hace que el hilo de la narrativa se bifurque. Todo se ve contaminando por esta dimensión; estos mundos paralelos “se deslizan” juntos y se fusionan en un relato único, en el que un constante diálogo cruza diversos ámbitos.
Eros y Tanatos -fuerzas antagónicas de vida y muerte, placer y dolor-, han mudado sus polaridades en el mundo de Porzecanski. Mientras que Freud expone la relación entre el instinto de placer y el de muerte, y considera a Eros un aplazamiento de Tanatos,[23] Porzecanski nos dice que Eros, en su expresión más pura, puede ser alcanzado únicamente a través de Tanatos. Mientras que en el modelo freudiano Tanatos siempre vence a Eros, en La piel del alma Eros constituye la fuerza predominante, por encima de Tanatos y más allá del tiempo y del espacio. En realidad, Porzecanski nos dice que sólo a través de Tanatos podemos alcanzar amor eterno.
Porzecanski recupera el cuerpo femenino, inscrito por la historia y por los hombres, restituyéndoles esas cualidades maternales y divinas que el mundo falocéntrico siempre les ha negado. En este movimiento de reapropiación corporal, está reubicando a las mujeres en aquellos lugares de donde fueron excluídas, cuestionando la rígida definición logocéntrica de tiempo y espacio, Eros y Tanatos, y proponiendo a la mujer como guardiana e instructora de otras dimensiones. La piel del alma es en sí un llamamiento a la vita contemplativa del uruguayo, alertándolos a incorporar la contribución que la mujer puede realizar desde una perspectiva heterodoxa y única.
sí “la tríada de la dictadura”, Perfumes de Cartago y La piel del alma no sólo reflejan la realidad político-social uruguaya sino proponen alternativas y exponen inquietudes que van más allá del contexto nacional, planteando preocupaciones ontológicas, mitológicas y metafísicas. Como sostiene Ray Williams, la literatura sigue siendo el lugar primordial donde las “experiencias sociales en solución” son mejor representadas y comentadas antes de que se cristalicen en discursos racionales expositorios.[24] La obra de Porzecanski puede así no solamente ser leída como una metáfora del proceso político uruguayo, sino como una informada respuesta a las corrientes ideológicas latinoamericanas y universales de las últimas décadas.
[1] Angel Rama, La generación crítica (1939-1969), Montevideo, Arca, 1972, p. 222. Rama se refiere aquí a la ‘Generación del 45’ como la “generación crítica”.
[2] Ibid, p. 225. Por detalles de las publicaciones de estos autores ver pp. 225-226.
[3] Porzecanski, Teresa, ‘Ficción y fricción de la narrativa de imaginación escrita dentro de fronteras’ en Saúl Sosnowski (ed.), Represión, exilio y democracia: La cultura uruguaya, Montevideo, Banda Oriental, 1987, pp. 223-224..
[4] Porzecanski, ‘Ficción y fricción. . .’, p. 224.
[5] Porzecanski, ‘Ficción y fricción. . .’, p. 224.
[6] Teresa Porzecanski, Una novela erótica, Montevideo, Margen, 1986. De aquí en adelante citada en el texto como UNE.
[7] Porzecanski, ‘Ficción y fricción. . .’, pp. 224-226.
[8] Ver el artículo de Ksenija Bilbija, ‘Una novela erótica de Teresa Porzecanski: Gestando signos de identidad’, MLA Conference, San Diego, 1994. Las reseñas escritas en el ámbito nacional en general no le hacen justicia a la obra.
[9] Teresa Porzecanski, Construcciones, Montevideo, Arca, 1979.
[10] Teresa Porzecanski, La invención de los soles, Montevideo, Editorial M.Z, 1981. (1a. edición) - 2a. edición: Estocolmo, Editorial Nordan,1982. - 3a. edición: .Montevideo, Arca, 1994. Las citas pertenecen a la 2a. edición.
[11] Kristeva, Julia, Revolution in Poetic Language, New York, Columbia University Press, 1984, p. 61.
[12] Ver por ejemplo Jorge Albistur, ‘La peligrosa apuesta al caos’, El Día, 2 de Febrero de 1980; Ricardo Goldaracena, ’Y ahora el apocalipsis’, El País, 23 de marzo de 1980; Romeo Otero Bosque, ‘Construcciones’, El Diario, 4 de Julio de 1980 y Carina Blixen, ’Los peligros de la seducción’, Brecha, 21 de Julio de 1989.
[13] La novela contiene innumerables acotaciones de esta índole. Ver por ejemplo pp.20-21.
[14] Porzecanski, ‘Ficción y fricción. . .’, p. 225.
[15] M.B. Tierney-Tello nos dice al respecto a la definición de alegoría: “The very etymology of allegory alludes to its modus operandi: from allos (other) and agorein (to speak publicly), allegory tells one story to refer to another”(Allegories of Transgression and Transformation: Experimental Fiction by Women Writing Under Dictatorship., Albany, State University of New York Press, 1996, 25).
[16] Ver Virginia Woolf, Three Guineas, Nueva York, Harcourt Brace, 1938.
[17] Ver Arendt, Hannah, The Human Condition, Chicago and London, The University of Chicago Press, 1958. Arendt define la vita activa como actividades que son medios y no fines en sí mismos, tales como el trabajo y la acción. Arendt sostiene que la acción, que ella considera esencialmente política, ha sido dejada de lado en la era moderna. La tragedia de las sociedades democráticas actuales es que la mayoría de sus integrantes están totalmente dedicados al trabajo y han dejado de lado la acción que es donde el individuo actúa en completa igualdad con los otros, único espacio en donde la libertad puede ser realmente expresada.
[18] Arendt habla específicamente del proceso de globalización: “Just as the family and its property were replaced by class membership and national territory, so mankind now begins to replace nationally bound societies, and the earth replaces the limited state territory”, Ibid., 257
[19] Arendt nos dice: “Perhaps the most momentous of the spiritual consequences of the discoveries of the modern age and, at the same time, the only one that could not have been avoided, since it followed closely upon the discovery of the Archimedean point and the concomitant rise of Cartesian doubt, has been the reversal of the hierarchical order between the vita contempIativa and the vita activa”, Ibid., 289.
[20] Ver Gorer, Geoffrey Death, Grief and Mourning in Contemporary Britain, London, Cresset, 1965.
[21] Chambers, Ross, “Prosopopoeia and Broadcasting: Laurie Lynd’s film RSVP”, seminario conducido en el Dept. of Romance Languages, The University of Queensland, 1996. Chambers definió el término como una presencia que no es permanente pero que lleva implícita la promesa de futuras reapariciones. Así el término lleva consigo la posibilidad de un propósito, las visitaciones no ocurren por mera coincidencia sino que constituyen parte de un plan preconcebido.
[22] Kristeva, J. (1981) “Women’s Time”, Trans. Jardine, A. and Blake, H., Signs, 7, I, 17. Kristeva divide el tiempo en tres diferentes modalidades temporales: linear, cíclica y monumental. Mientras que el tiempo linear representa el concepto normal del tiempo histórico logocéntrico, ella asigna el tiempo cíclico y el monumental a las mujeres por su propia percepción corporal de “ciclos” y “eternas repeticiones”. (Todas las traducciones son mías.).
[23] Freud, Sigmond (1919) “Beyond the Pleasure Principle” en Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud. London, The Hogarth Press and the Institute of Psychoanalysis, 1953, Vol. 18, 7-64.
[24] Williams, Ray (1977) Marxism and Literature, Oxford, Oxford U.P., 132-34.
Subjetividad y visibilidad femeninas
en el cine histórico de María Luisa Bemberg: El caso de Camila
Amy Kaminsky
Debido seguramente a mi formación disciplinaria en el campo de la literatura, tan dado a las explicaciones textuales, y a mi tendencia intelectual feminista, que siempre hace hincapié en las cuestiones del poder, parto de una definición de la historia tanto posmoderna como materialista. La historia, tal como la considero aquí, es un fundamento de la realidad compartida de cualquier pueblo. Representa la inscripción del juego entre el recuerdo y el olvido que tiene lugar dentro de una determinada comunidad y que se negocia a través de las relaciones de poder que caracterizan dicha comunidad. La historiografía feminista, por su parte, representa una incursión reciente en este juego. Una de las metáforas principales utilizadas por las primeras historiadoras feministas, quienes escribieron en los años setenta y ochenta, fue la visibilidad[1]. La mujer, decían, había ocupado un sitio fuera del marco óptico de la historiografía, o, más bien, del de los historiadores que trepaban ambientes supuestamente masculinas y por consiguiente no la encontraron no porque no estuviera sino porque simplemente no se reparaban en ella. Esta mujer ocuparía ahora el lugar de su enfoque. La historia que proponían crear pintaría la esfera doméstica, pero también encontraría a la mujer donde siempre había estado, sin que se la divisara antes, en la esfera pública. En el trabajo presente, comienzo con este énfasis en lo visual, al comentar la figura de la mujer en el medio visual del cine.
A diferencia de la historia política nacional, en la historia del cine la mujer es sumamente visible, en cuanto su cuerpo se ha convertido en espectáculo. La visibilidad, ya en términos no metafóricos sino literales, es siempre una cuestión de superficie, y la pantalla es la superficie por excelencia. La superficie de la mujer proyectada en ella: su cuerpo y su cara, sus movimientos (o su inmovilidad) en los espacios designados o prohibidos, en sí puede servir de imagen a través de la cual se construye una realidad histórica. Tal uso de la figura femenina secuestra otra vez a la mujer histórica, volviéndola paradójicamente invisible dentro de su visibilidad. La problemática de la ausencia de la mujer en la historia no se trata simplemente de su grado de visibilidad entonces, sino de su presencia como sujeto de la historia. Por otra parte, la misma paradoja de la mujer visible/invisible nos lleva a indagar la cuestión del género como categoría analítica para la historia[2]. ¿De qué manera afecta nuestro concepto de la realidad la división del género humano en dos géneros sexuales? ¿Cómo funciona la ideología del género de cualquier cultura en la producción de su discurso histórico?
Quizás el primer impulso historiográfico feminista fue el de examinar de nuevo las figuras femeninas históricas ya conocidas--las reinas, las heroínas nacionales y otros individuos cuya presencia en la historia androcéntrica no distorsionaba el discurso masculinista. Igual que la mujer en la pantalla cinematográfica, presa de la mirada masculina, la historia que se contaba de aquellas mujeres solía apoyar el discurso hegemónico. La presencia de una reina fuerte no amenaza el sistema monárquico o el mito nacional; la de una reina loca, o de una encomendera cruel, confirma la creencia en la anormalidad de la mujer en una posición de poder. La mujer de la historia androcéntrica, igual que la del cine creado desde la perspectiva masculina, desaparece dentro de la imagen que el discurso hegemónico proyecta de ella. ¿Cómo, entonces, rescatarla para una historia útil para nosotras?
La historia que escriben los historiadores profesionales no es la única que se inscribe de ella. Entre los medios historiográficos hay que contar las creaciones imaginativas que también relatan la historia de una gente. Su representación no es necesariamente contrahegemónica, pero sí provee un sitio desde donde es posible imaginar una contrahistoria.
Entre 1980, con el estreno de Momentos, y 1993, fecha de su última obra, De eso no se habla, la argentina María Luisa Bemberg dirigió seis películas. Entre ellas, dos se destacan por su tema histórico, y hasta cierto punto feminista: Camila, una co-producción española-argentina de 1984, y Yo, la peor de todas, de 1990[3]. Ambas son narrativas biográficas, que representan aspectos de la vida de dos personajes históricos: la argentina Camila O'Gorman y la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz. El enfoque literal de Bemberg en estas dos figuras femeninas, tan conforme con las expectativas cinematográficas rompe, sin embargo, con las normas historiográficas donde la mujer juega un papel secundario.
Al comenzar su delgado y muy valioso volumen que recopila y reproduce los documentos y comenta brevemente los textos literarios sobre el caso de Camila O'Gorman, Natalio Kisnerman cuenta lo que llama "el hecho histórico," el cual empieza con la carta dirigida por un sacerdote a su superior contando la fuga de Ladislao Gutiérrez y Camila O'Gorman:
El 17 de diciembre de 1847, Manuel Velarde, sacerdote de la Parroquia del Socorro, puso en antecedentes al secretario de la Curia, Monseñor Felipe Eleortondo y Palacio, de que el cura de la citada parroquia, Uladislao Gutiérrez había fugado el 12 de ese mes con la señorita Camila O'Gorman, ignorándose su destino."[4]
Me detengo en esta frase porque ejemplifica cómo la historia de la mujer (cuya presencia tenemos que esperar hasta el final de esta frase larga y llena de nombres masculinos), sólo logra conocerse a través de los textos masculinos. Las instituciones establecidas -primero la Iglesia y después la historiografía académica- colocan tanto los textos como a los hombres en el primer plano, otorgándoles un espacio cultural en el cual pueden actuar. La mujer, en cambio, entra como una nota al final de esta historia masculina. El verbo le pertenece al hombre, y la escritura ocupa el primer lugar: el sacerdote de la parroquia escribe (es decir que lleva el acontecimiento al nivel de la historia anotada); el cura fuga. La mujer queda reducida al complemento de la preposición. En este montón de nombres y actividades masculinas Camila O'Gorman, igual que tantas otras figuras femeninas del pasado, apenas se asoma la cabeza.
La historia de Camila O'Gorman y Ladislao Gutiérrez ocupa un lugar ambiguo en la imaginación argentina, entre la historia y el folklore. Se trata de una joven perteneciente a una familia federalista durante la época de Juan Manuel de Rosas y de un cura recién ordenado, también de una familia rosista prominente. Se enamoran, se escapan, viven juntos algún tiempo en el interior como marido y mujer. La joven queda embarazada. Son descubiertos, y con el consentimiento del padre de Camila, los dos son fusilados, sin esperar siquiera que nazca el niño.
Kisnerman nombra 16 textos literarios sobre el tema --novelas, cuentos, poemas y obras teatrales--, sin ocuparse de las versiones populares --las canciones y leyendas que también abundan. Cuando publica los documentos sobre el caso, todos firmados por hombres de cierto status, desde los funcionarios de la Iglesia católica hasta Rosas mismo, bajo el impremio de la Universidad de Buenos Aires, Kisnerman lleva una leyenda popular al nivel de asunto histórico. En 1984 Camila es ya un protagonista dentro de la conciencia argentina; no hacía falta la película de Bemberg para rescatarla del olvido. En efecto, su película no es la primera en tratar la historia de Camila O'Gorman. La historia del cine argentino comienza más o menos con su representación. Entre los textos que anota Kisnerman, aparece una película, estrenada entre 1909 y 1913, sin duda una de las primeras de la producción argentina. El título fue simplemente Camila O'Gorman; el director Mario Gallo sabía que su público sabría de qué se trataba; y seguramente este público fue a verla. Fue protagonizada por Blanca Podestá, una de las actrices argentinas más celebradas de la época.
En la versión de1984, Bemberg cita algunos de los mismos documentos que recopila Kisnerman, en un gesto radicado en el deseo de la autenticidad pero también en el de la autoridad. Uno de estos documentos es el que inicia el fin catastrófico de los dos amantes. Lo escribe Adolfo O'Gorman, el padre de Camila, utilizando un lenguaje hiperbólico que no va a permitir que los dos rebeldes sobrevivan. Va dirigido a Rosas mismo "para elevar a su [Superior] conocimiento el acto más atroz y nunca oído en el país."(Kisnerman, 5). Este lenguaje, tomado directamente del artefacto histórico, parece la invención de un escritor exaltado y no muy hábil. (Y en cierto sentido así es.) Aunque procede del archivo, cumple perfectamente con las normas del medio popular.
Bemberg también cita otro "documento" que sale no en los archivos sino en dos obras dramáticas: Las trompetas y las águilas de Gabriel Rua, y Camila O'Gorman Una tragedia argentina de Miguel Angel Olivera[5]. Se trata de una última carta que el Ladislao ficticioso le dirige a Camila, casi igual en las tres versiones, que por lo tanto tendrán resonancia para aquel segmento de su público que conoce la historia de Camila O'Gorman a través de sus manifestaciones literarias[6].
Para dar otra vuelta más a esta tuerca que por un lado confunde historia y leyenda y por otro lado las mantiene separadas, la película de Bemberg, siendo una nueva variación popularizada pero también autenticada en un momento crítico de la historia argentina reciente, funciona de una manera sumamente eficaz para construir un sentimiento histórico nacional compartido. Bemberg cumple así con varios motivos, entre ellos el de establecer una analogía entre pasado y presente, y de incluir a la mujer no sólo en su función simbólica y decorativa, sino como un actor emblemático dentro de la historia misma.
La historia de Camila O'Gorman pertenece al caudal de leyendas que brotan de y rodean la historia nacional, un adorno que le provee una cara humana, melodramática, a la historia oficial. De hecho, el amor (que representa aquí las fuerzas naturales de la libertad del espíritu humano por sobre las obligaciones de la sociedad) sufre catastróficamente al chocar con un sistema político-social represivo. Como ha mostrado Doris Sommer, la narrativa romántica latinoamericana, escrita en el momento en que esta historia tenía lugar, cumple una función ideológica. A través del amor y el matrimonio se representa la reconciliación de distintas capas sociales de las naciones emergentes de la región[7]. Camila, en cambio, es una obra contemporánea cuya perspectiva sobre la consolidación y unidad nacional ya no participa en el optimismo positivista dieciochesco. Por lo tanto, representa lo contrario. El amor prohibido que narra la película tiene lugar dentro de una sola clase -la regente-, y crea una ruptura interna imposible de cerrar.
La historia contiene todos los elementos fundamentales del melodrama, una de las formas principales del cine llamado femenino. Esta forma despreciada se caracteriza por el exceso: exceso de sexualidad y de sensibilidad, y que por esta misma razón no sabe respetar la frontera que separa lo doméstico de lo nacional, lo privado de lo político. El melodrama -y este melodrama nacional en particular- puede servir para descubrir la relación estrecha entre la ideología del género y las relaciones del poder en la esfera pública.
Igual que Mario Gallo a principios del siglo, Bemberg cuenta con la familiaridad de su público con la historia de Camila. Es inevitable, dadas las convenciones del cine narrativo, que Camila sea objeto de nuestra mirada. Bemberg no desordena mucho estas convenciones. Su intervención es sutil, para no alterar demasiado las expectativas del público al nivel de la presentación del argumento. Camila es, sin embargo, dueña de una mirada propia, que la igualiza primero al público y luego a su amante. En varias escenas la cámara mira a Camila, mirando a Ladislao, imbuyéndola de una subjetividad propia no ajena a la sexualidad. Es decir que Camila no es simplemente la recipiente del deseo masculino.
Si la visibilidad es una metáfora imprescindible para la historia de la mujer, también lo es la voz, silenciada en la esfera pública desde San Pablo por lo menos[8]. No sorprende, entonces, que la voz más imponente de la película sea la masculina. Adolfo O'Gorman, padre de Camila, impone sus creencias políticas no sólo en el espacio público, sino también en el doméstico. Ladislao, por su parte, las contradice desde el púlpito. En una escena importante, Camila rompe la supuesta armonía doméstica de la cena familiar, expresando su opinión sobre la violencia creciente en el país. La única de la familia dispuesta a cuestionar a su padre (con la excepción de la abuela, derrotada desde la primera escena y ya enloquecida), Camila sólo se atreve a contradecirlo en voz baja, como para sí misma. Cuando se repite en voz normal, a la insistencia de su padre, éste exige que deje la mesa por haber levantado la voz. El habla contradictoria de la mujer es tan inusual que el régimen patriarcal la oye aumentada. Además, es tan inaceptable que no la puede soportar, y por consiguiente castiga a la mujer que la produce, haciéndola tanto invisible cuanto inaudible.
La mujer que escucha, sin embargo, también puede rebelarse contra la voz imponente de la autoridad masculina. La madre de Camila, quien le aconseja silencio en la cena, más tarde produce un eco subversivo de las palabras de su marido. La madre aparece poco en la película, pero su presencia es decisiva, no en el resultado de la historia --nadie le hace caso cuando ruega por la vida de su hija--, sino en el desarrollo de la temática fundamental de la relación entre la represión política y la represión doméstica. En una escena reveladora, Adolfo está pronunciando un discurso sobre el orden y la familia, tratando de convencer a Camila que se case con su pretendiente, cuando Ladislao entra. Al salir el sacerdote, la madre repite lo que estaba diciendo su marido antes que Ladislao proféticamente interrumpió el cuadro familiar, resumiendo las palabras de su esposo:
-que el matrimonio es como el país y que la mejor cárcel es la que no se ve.
Adolfo reacciona con violencia:
-¡Yo no dije eso! Dije que la mujer tiene que casarse. Eso es todo.
-Es lo mismo- responde ella.
La madre -efectivamente silenciada hasta el momento en que ruega por la vida de su hija- dice en su última escena las líneas claves para entender la relación entre la mujer y la historia. Comenta la manera en que la mujer queda reducida a una ficha que se juega en los intercambios masculinos:
¿Querés que te diga una cosa Adolfo O'Gorman? Maldigo el haberte conocido. En vez de pensar en tu hija lo único que te preocupa es tu apellido. Estás enfermo de orgullo. Todos están enfermos. De violencia. De sangre. ¿Alguien levanta la voz para salvar a mi hija? Nadie. Nadie piensa en ella. La iglesia piensa en su buen nombre. Vos pensás en tu honor. Rosas en su poder. Lo unitarios en como derribar utilizando este escándalo. Pero mi hija, ¿quién?
La voz de la madre no puede combatir el discurso escrito de las autoridades masculinas que buscan consolidar su poder con la muerte de la hija. Primero le suplica a su marido que rompa la carta que escribía a Rosas para comunicarle el hecho de la fuga y su deseo que los amantes sean castigados, súplica secundada por su hijo sacerdote y su hija, y rotundamente rechazada por Adolfo. Los documentos oficiales, el lenguaje escrito masculino, publicado en la iglesia y en las comunicaciones oficiales, dirigen la acción de la historia y de la película que la sigue. El decreto de Rosas imponiendo la pena de muerte se declama desde el púlpito:
Solo resultaría cargo y mengua para la Iglesia, el Estado y el sacerdocio, si semejante atentado [se encubriese o] no se castigara con la justicia ejemplar que corresponde, para satisfacer a la religión y a las leyes, y para impedir, por una rectitud saludable, a otros en la ulterioridad y la consiguiente desmoralización, libertinaje y desorden (Kisnerman, 10).
Los artículos periodísticos de Sarmiento (desde Santiago de Chile) y Ansina (desde Montevideo) se leen en voz alta en despachos que parecen oficiales. La declamación de estos documentos históricos por personajes que llevan los símbolos sartóricos de las instituciones consagradas, en un montaje que encabalga diversos sitios representativos de las esferas nacionales: la casa burguesa, la catedral, el palacio del gobierno; se contrasta con la escena que sigue en la cual Camila y Ladislao, acostados en la cama de una choza del campo, se inventan un pasado ficticioso. Estas escenas paralelas e inversas (desnudez en contraste con ropaje ceremonial, edificios lujosos e institucionales en contraste con la casa humilde, el artificio de la civilización en contraste con la simplicidad de la naturaleza) sellan el destino de los protagonistas, ubicándolos fuera de la sociedad por medio del discurso tanto autoritario como autorizado.
En último instante, el texto histórico, el texto literario y el texto fílmico son inseparables, y los documentos escritos son enormemente poderosos. Por eso, uno de los atrevimientos más audaces de Camila, el cual prefigura su fuga libertadora con Ladislao, es el de comprar y leer textos prohibidos[9]. Tal lectura no es poca cosa: el librero Mariano es degollado por la Mazorca por la actividad subversiva de importar y vender libros escritos por unitarios exiliados. Mariano sufre el mismo castigo --el de morir para servir de ejemplo-- que van a sufrir Camila y Ladislao al final. En otra instancia del poder del verbo, Camila aprende la relación entre la transgresión política y la libertad sexual femenina por medio de las cartas de amor de su abuela, condenada al exilio interno en el desván de la casa de campo de su hijo. Y Camila misma se inscribe en la historia literaria. El seudónimo que escoge para su vida con Ladislao es Valentina Sand. La Camila histórica tomó este nombre, el cual seguramente es un homenaje a George Sand y su novela, Valentina. Publicada en 1832, la novela Valentina, según una enciclopedia nada feminista publicada en 1948, fue recibida como "una expresión de un feminismo super-emancipado" en esa época el símbolo de la libertad sexual e intelectual femenina[10].
La sensibilidad femenina encuentra una salida subversiva en la lectura de libros proscritos y en el rechazo de la violencia mazorquera, vocalizado por Camila, pero también por Ladislao. Por un lado Bemberg establece aquí una analogía entre la posición que asume Ladislao frente a la jerarquía eclesiástica rosista y los curas activistas movilizados por la teología de la liberación durante los años del Proceso militar. Por otra parte implica algo similar a las conclusiones de la historiadora norteamericana, Ann Douglas, quien ha escrito sobre la feminización del clero norteamericano del mismo período[11]. La historia del amor a la vez imprescindible e imposible es, sobre todo en el siglo diecinueve, una historia femenina. En la división laboral entre los géneros de aquella época, lo afectivo es tarea de mujeres. Las grandes historias de amor de ese momento: Anna Karenina, Madame Bovary, llevan por título el nombre de su protagonista. Bemberg, en este drama histórico, también emplea un título epónimo, pero a diferencia de Emma Bovary y Anna Karenina, el que más sufre y cuestiona la propiedad de su relación proscrita no es Camila sino Ladislao. Ella rompe las leyes de la sociedad, y sobre todo las de un padre cuyos valores ya ha empezado a cuestionar. Ladislao, en cambio, abandona los votos del sacerdocio que todavía tienen gran vigencia para él. A diferencia de las expectativas culturales, no es la mujer quien sufre espiritualmente como consecuencia de su decisión de disfrutar de su sexualidad, sino el hombre. Es por eso que la comunidad masculina rosista de la generación del padre no la perdona. Cuando su madre, su hermano y su antiguo pretendiente, todos inferiores al padre en el sistema patriarcal, ruegan por la vida de Camila, el padre se niega a perdonarla, sabiendo que no está arrepentida.
Al nivel del relato mismo, Bemberg nos da una Camila dueña de su cuerpo y de su intelecto. Tiene intereses políticos y culturales, y en sus momentos más felices contribuye al bien societal dando clases a los niños campesinos (Este es un detalle histórico: cuando Camila y Ladislao se establecieron en su exilio interno, abrieron una escuela.) Bemberg la relaciona con su abuela, Ana María Perichon de Vandeuil de O'Gorman, la loca del desván, presa en la casa grande de la estancia de su hijo por sus actividades subversivas, cuyas memorias son todas de sus amores con el héroe liberal Liniers. Llamada la Perichona, es la figura quien más encarna la inseparabilidad de la transgresión política y la transgresión sexual. Cuando su hijo Adolfo abandona a Camila diciendo que sabe que no está arrepentida (y tiene razón) le echa la culpa a la sangre materna que lleva su hija a través de él. Dentro del discurso del melodrama histórico, localizado en el período romántico, el amor es una fuerza más poderosa que las leyes humanas. Y la voluntad de transgredir, siempre conllevando el impulso hacia la libertad y la justicia dentro de la mitología melodramática del liberalismo implica que últimamente vencerán estos valores sobre las fuerzas represoras. Estas pueden imponer la violencia y la muerte, pero el amor, y el impulso hacia la libertad, sobrevivirán.
Al principio de la película Bemberg incluye una dedicatoria a la memoria de los dos amantes. Tales dedicatorias no son muy comunes en el cine, y cuando aparecen, suele ser al final de la obra. La decisión de incluirla al principio es notable: establece el marco histórico y nos hace prestar atención a la realidad histórica, guiando nuestra manera de responder a los acontecimientos. Si la muerte de los protagonistas es una muerte histórica, por melodramática que sea, debe tener un efecto más profundo en el público que el de la satisfacción barata de un amor imposible que termina tristemente. En el mismo fotograma en que aparece que la dedicatoria, leemos que ésta es la "versión libre 1984." Esta frase conecta la época tiránica rosista con la que acababa en ese momento. Bemberg nos lleva por la mano para que leamos esta película y la historia de la represión, la brutalidad, el autoritarismo desde el momento presente y la historia reciente de Argentina. Ya hemos visto cómo Ladislao prefigura a los curas de la oposición durante el Proceso militar. En su decisividad, su rebeldía, y la expresión de su sexualidad, la figura de Camila resuena con el feminismo de nuestros días. Sin embargo, Bemberg no busca una reivindicación total, feminista, de la figura de Camila. En cambio, recupera la forma melodramática, tan atrayente a un público medio, una forma que siempre permite la indignación frente al mal, que construye un mundo maniqueísta en el cual es muy fácil distinguir entre los buenos y los malos. Por otra parte, modifica el balance entre ellos: los unitarios también juegan con la vida de Camila intentando probar la incapacidad de los federales de controlar hasta sus propias hijas, y luego condenando la brutalidad que ayudaron a fomentar. Lo que prueban, desde el punto de vista de la madre de la protagonista por lo menos, es que no son tan distintos de sus enemigos. A través de esta observación, Bemberg establece nuevos alineamientos políticos: la cultura femenina con sus valores domésticos: amor, consuelo, compasión, y sus tareas: la formación de la nueva generación--frente a las instituciones inhumanas masculinistas: la política, la jerarquía eclesiástica, y la familia patriarcal.
Camila representa la rebeldía contra la autoridad patriarcal, una autoridad respaldada por un estado opresivo, el cual encuentra su propia justificación de ser precisamente en la ley natural(izada) del padre. Tal como la presenta Bemberg, la relación entre los dos jóvenes de familia federal es una alegoría de la resistencia contra un sistema político autoritario y anti-natural (en cuanto contradice la ley de la naturaleza que siguen los dos amantes en amarse para imponer una ley que pretende contradecir las fuerzas del universo). Y la alegoría es generalizable al momento histórico en la cual se produjo la película, o sea, los finales de la época de la dictadura de 1976-1983. La historia de Camila O'Gorman, tan conocida, viene cargada de la historia reciente de la Argentina.
La denuncia de la represión del Proceso militar a través de la denuncia de la represión rosista en esta película procede de una perspectiva conscientemente femenina, y yo diría feminista, que se manifiesta en varios niveles fílmicos:
1. el tema de la relación simbiótica entre la ideología y la práctica políticas por un lado, y las relaciones del poder doméstico por el otro, representada a través del uso intencional del melodrama, es decir, de una forma tradicionalmente despreciada por su asociación con lo femenino,
2. la representación de la mujer en las tres etapas de su vida: la juventud en la persona de Camila, la madurez en la persona de su madre y la vejez en la persona de la abuela, todas sujetas de una manera u otra al régimen patriarcal, y todas hasta cierto punto rebeldes o subversivas,
3. la insistencia en la subjetividad y la agencia de la mujer, sobre todo por medio de la figura de Camila y
4. el cuestionamiento de las categorías del género en su representación de un clero afeminado en algunos casos e hipermasculinizado en otros.
Bemberg es fiel a una visión feminista que rebela contra los abusos de la autoridad del padre quien le prohibe la lectura de libros oposicionales a su hija, quien la calla cuando expresa una opinión contradictoria en la sobremesa y quien pretende regular su sexualidad. Pero se atañe a una visión feminista específicamente latinoamericana, la cual reúne las demandas de la mujer como individuo, dentro de la familia o en las relaciones íntimas, con la reivindicación de derechos y libertades al nivel nacional. Los libros que se le prohiben a Camila son los que el gobierno les prohibe al pueblo en general, las opiniones que calla son las que cuestionan el régimen y las relaciones sexuales que castiga con la muerte son las que desafían la religión organizada ligada al estado. La figura de Camila O'Gorman, desafiante hasta el final, representa una historia conocida y repetible. Lleva consigo la historia de la guerra sucia y la destrucción de una generación joven, desobediente y rebelde. Su final melodramático, del amor libre que sobrevive más allá de la muerte, simboliza, entonces, la victoria sobre la tiranía que tanto anhelaba ver su público.
[1] Dos títulos de esta época revelan esta preocupación con la visibilidad: Hidden from History (Sheila Rowbotham, 1973), Becoming Visible: Women in European History (Renate Bridenthal y Claudia Koons, 1977)..
[2] Véase Joan Wallace Scott, "Gender: A Useful Category of Historical Analysis," Feminism and History, Joan Wallace Scott, ed. (Oxford: Oxford University Press, 1996).
[3] Las otras son Señora de nadie (1982) y Miss Mary (1986)..
[4] Natalio Kisnerman, Camila O'Gorman: Hecho Histórico y su Proyección Literaria (Universidad de Buenos Aires/Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Literatura Argentina "Ricardo Rojas: 1973), 3.
[5] Las trompetas y las águilas de Gabriel Rua, estrenada en 1858, y Camila O'Gorman Una tragedia argentina de Miguel Angel Olivera, publicado en 1959 por Emecé, los dos citados en Kisnerman, 29-30.
[6] En Rúa: "Camila: mueres conmigo; ya que no hemos podido/vivir juntos en la tierra,/nos uniremos ante Dios. Te abraza -tu- Gutierrez." En Olivera: "Acabo de saber que mueres conmigo./Ya que no hemos podido vivir en la tiera unidos,/nos uniremos en el cielo ante Dios." En Bemberg: "Acabo de saber que morís conmigo.Ya que no hemos podido vivir en la tierra unidos, nos uniremos en el cielo ante Dios. Te abraza tu Gutiérrez."
[7] Doris Sommer, Foundational Fictions: The National Romances of Latin America (Berkeley: University of California Press, 1991).
[8] Los dos primeros intercambios entre Camila y Ladislao no son visuales sino aurales. El primero tiene lugar en el confesionario donde los interlocutores se oyen pero no se ven. Camila se está confesando al quien cree ser su confesor de siempre; oye la voz de un hombre extraño y huye del confesionario. Más adelante, durante un juego a la gallina ciega en la celebración del cumpleaños de Camila, ésta trata de descubrir la identidad de Ladislao tocándole la cara, estableciendo la relación física inevitable, pero sin poder identificarlo porque todavía no lo ha visto. Lo reconoce al oír su voz. Estos momentos anticipan la última escena entre los dos amantes, con los ojos vendados ante los fusiles, comunicándose verbalmente en el momento de la muerte y, melodramáticamente, después. (Véase Kaja Silverman, The Acoustic Mirror: the female voice in psychoanalysis and cinema [Bloomington: Indiana University Press, 1988], sobre el elemento aural en el cine.)
[9] Camila lee a Echeverría sobre el destierro. Bemberg vuelve a referirse indirectamente a Echeverría más tarde, en una escena de descuartización de un res de la estancia cuando el hermano de Camila le comunica al padre que Camila se fue con Ladislao, en la cual la violencia del matadero campestre se convierte en la violencia del padre contra el hijo que trajo la noticia.
[10] "Sand, George," The Encylopedia Americana, tomo 24 (1948), p. 249.
[11] Ann Douglas. The Feminization of American Culture (New York; Knopf, 1977).
"Elemental es el canto de la memoria".
Reflexiones sobre poesía femenina peruana e historia
Modesta Suárez
El estudio de las relaciones de las mujeres con la Historia, señala a menudo un capítulo único dedicado a las "mujeres famosas". Coadyuvar a "la re-escritura de la historia desde una alternativa contestataria" que tomara en cuenta la participación de las mujeres (en los términos propuestos dentro del marco de este simposio) supone por lo tanto apartarse de lo que Asunción Lavrín llamaba "el síndrome de la gran mujer" como "resultado de una historia compensadora, que trata de redimir la anonimidad de muchas mediante el brillo de unas cuantas"[1].
Esto supone igualmente tener en cuenta las relaciones que mantuvieron / mantienen las mujeres con las distintas instituciones -sociales, políticas y literarias -sinónimo de poder o de contrapoder. Para ello, es necesario saber lo que dichas instituciones toleran o piden a las mujeres, a las creadoras en lo que nos concierne aquí, en cuanto a comportamiento, temática, escritura, así como lo que designan como femenino[2].
Reflexionar en torno a la situación de las poetas peruanas con respecto a la historia, obliga a situarse en dos niveles distintos. Por una parte, su propia inclusión en tanto que mujeres en la historia y en tanto que creadoras en la historia literaria peruana. Por otra parte, la inclusión que ellas proponen de la historia en su obra. Se crea entonces una relación dialógica compleja entre las expectativas sociales respecto de la escritura de las mujeres y las expectativas que las mujeres tienen en torno a su reconocimiento por la institución literaria.
Partiendo de diversos ensayos sobre la teoría de la recepción, nos interesa en particular lo que Jauss ha definido como el "horizonte de expectativas" de una obra o de una literatura, en el sentido de un sistema de referencias que se puede formular objetivamente y para la elaboración del cual se debe distinguir tres criterios principales: la experiencia anterior del público con respecto al género evocado, la forma y la temática de las obras anteriores y que se suponen conocidas, y por último, la oposición existente entre lenguaje poético y lenguaje cotidiano / mundo imaginario y realidad cotidiana[3].
Desde esta perspectiva, nos proponemos enfocar la poesía escrita por las peruanas, a lo largo del siglo, teniendo en cuenta tanto los aspectos ideológicos como estéticos. ¿Cuáles son justamente las expectativas sociales y literarias de finales del XIX, con respecto a las mujeres, y en qué medida estas expectativas presionan a las creadoras hasta hacerlas encaminarse por el rumbo deseado? ¿Cómo se propicia el cambio de nuestro final de siglo logrando que cohabiten el espacio privado y el espacio público? Mi trabajo consistirá en mostrar cómo el cambio de horizonte de expectativas entre ambos fines de siglo se debe en gran parte a una forma nueva de tomar en cuenta la relación entre mujeres e Historia, entre poesía e Historia, y también a la construcción de una historia donde las mujeres son por fin sujetos plenos del conjunto de su vida.
Un horizonte contrastado
El horizonte de expectativas de lo que es la poesía peruana nunca hasta ahora, ni siquiera ahora, se ha situado en el mismo plano para creadores y creadoras. Más allá de esta dicotomía, existe otro contraste interesante en la propia producción literaria femenina de finales del XIX.
El estudio del periodo por Francesca Denegri nos permite considerar mejor la redefinición que se da para el conjunto de la producción literaria peruana. Lo que se destaca es lo que ella llama "una 'feminización' de la poética romántica"[4] es decir un momento en que los literatos peruanos, y en particular los románticos, escogen "distanciarse del debate ideológico, adoptando un lenguaje contrito y sentimental y una posición discursiva que ellos insisten en presentar como políticamente neutra"[5]. Son años en los que la vida intelectual peruana inscribe en ella lo femenino como metáfora del progreso y de la civilización, al mismo tiempo que se manipulan estos mismos símbolos de lo femenino. Siempre y cuando haya acatamiento a ciertos principios, las mujeres podrían mezclarse con creces a la vida literaria de su época. Unos principios como los que vienen enunciados por Ricardo Rossel en 1875, al referirse a Doña Carolina de Freire, o sea una de las mayores escritoras de su tiempo:
Ha demostrado que nada hay más sublime, más poético, que la figura de la buena madre y excelente esposa, que terminadas las tareas domésticas, callada la bulliciosa máquina de coser y silencioso el hogar, se sienta cerca de la cuna donde duerme el fruto de su amor y al compás de la suave respiración de su pecho infantil, deja correr la pluma empapada en su santa respiración.[6]
Este panorama edificante dejaba claro que no había lugar fuera de la casa para las mujeres ya que la actividad literaria no salía del ámbito privado, definiendo casi genéricamente lo que debía ser la escritura. La metáfora rítmica del "compás de la suave respiración" redoblada por la "santa respiración" describe casi por esencia la escritura femenina.
En El abanico y la cigarrera, Denegri señala acertadamente cómo las peruanas, desde mediados del XIX, se aprovechan de una serie de aperturas que se dan a nivel social -en los años de bonanza económica del guano- e intelectual, con el acceso de las mujeres a la educación. Es el momento en que las literatas intentan construir un nuevo espacio literario, acogido primero con el beneplácito de los hombres de la época, luego mucho más criticado en la medida en que iban abandonando las pautas implícitamente definidas. A la par de lo que se elaboraba en las novelas históricas escritas por ellas (donde Juana Manuela Gorriti o Clorinda Matto de Turner incluyen temas como el del indígena), este nuevo espacio "cuestionó (...) la falsa demarcación subyacente a la conceptualización de un ámbito femenino privado distinto y separado de la esfera pública masculina y supuestamente inmune a la violencia de la historia"[7]. Por otro lado, la consolidación del género novelesco, que llevaba a "[insertar] al mismo tiempo a las mujeres dentro de la historia oficial", sufrió ataques despiadados por quienes no admitían que después de haber opinado sobre temas de educación y de costumbres, las mujeres opinaran "sobre todo lo que sucedía en el país y en el mundo con creciente autoridad y soltura"[8]. Los ataques fueron más violentos aún contra las que se enfrentaron en forma más polémica (entre ellas, Juana Manuela Gorriti y Clorinda Matto de Turner, las que menos se atuvieron a ese retrato de la mujer esbozado por la sociedad masculina de la época).
El abanico y la cigarrera parece abrir una interrogante interesante en la perspectiva nuestra: se esbozarían dos sectores en la literatura escrita por mujeres. Por una parte, unas literatas que destacan por su escritura en prosa, sus artículos, los numerosos ensayos que le dedican al tema de la mujer; y por otra, unas poetas -a veces las mismas- cuya existencia se rastrea en las antologías en las que vienen recogidos sus poemas al lado de los hombres de su generación[9], pero parecen casi ausentes en tanto que animadoras de la vida intelectual y creadoras de salones o revistas. En muy escasas ocasiones, Denegri se detiene en la producción poética femenina y cuando lo hace, alude a creadoras que se funden en la definición tradicional de "ángel del hogar".
Una mirada sobre la poesía escrita por mujeres a finales del XIX no deja lugar a dudas en cuanto a una conformidad con las funciones sociales de madre, esposa e hija. La temática poética tradicional quedará presa en las redes románticas que tampoco sortearán todos los poetas hombres. Si bien, por ejemplo, Clorinda Matto de Turner construye una definición muy abierta de los objetivos del escritor -en la cual se incluye- y para quien propone una labor arraigada en el debate social y político: "[El escritor] tiene que ocuparse de todo, desde el altar donde se quema el incienso, y la alcoba nupcial donde nace la humanidad, hasta el telar y la lanzadera", no existen semejantes pretensiones entre las poetas. ¿Quiere decir esto que existiría una disociación entre la elección de la prosa y la de la poesía? De hecho, los nombres que perduran son los de las narradoras y el cuestionamiento que las anima no deja mella aparente en la poesía de la época. Los poemas que nos llegan, por lo contrario, dejan constancia de un yo poético frágil, amoroso, materno y leal, en una atemporalidad que responde al modelo exigido, o sea el de ser "guardianas de un hogar que debía mantenerse cada vez más impermeable al caos de afuera, y […] madres de una nueva generación de profesionales" a todo lo cual habría que agregar la preservación de "la familia como núcleo protector de la raza blanca"[10].
Esta constatación tendría que llevar a un estudio más amplio de la poesía finisecular peruana. Dicho de otro modo, ¿cómo explicar que la sociedad acepta, hasta cierto punto mejor, los nuevos límites que se delinean en las obras de las mujeres que escriben prosa? Es de añadir que la novela tampoco formaba parte de la tradición dominante entre los hombres. ¿Por qué este conformismo mayor exigido en poesía, sobre todo si pensamos que el escribir versos es valorado por la sociedad de la época? O, dentro de la perspectiva de la teoría de la recepción, ¿supuso la prosa una novedad y un marco fluctuante durante unos años? Por lo tanto ¿favoreció aquélla unas vacilaciones y unas libertades en la construcción de un nuevo canon? En este sentido, la "rigidez" de la tradición poética, aún sólidamente fijada con respecto a España, ¿no permitía tanta osadía? De hecho, el aporte de la consolidada y europea tradición romántica[11], en una sociedad que buscaba su inserción en la modernidad, pareció dejar un espacio a la prosa mientras que atrapaba a la poesía en sus propios tópicos y por largas décadas.
Aquellas poetas de fin de siglo son muy parecidas a las que Miguel Angel Huamán incluye en su estudio de "una poética de la feminidad" que cubre las tres primeras décadas del siglo XX. Son "emotivas, sensibles y débiles" en unos versos "deudores de la tradición vigente en la sonoridad de la rima y un afán rítmico nítidamente obsoleto"[12]. Cita M.A. Huamán a varias poetas -entre ellas, Blanca del Prado, Catalina Recavarren, Melva Luna- que pasan a formar "una tendencia que continúa escribiendo hasta la actualidad"[13]. Para él, existe paralelamente, una "segunda vertiente" en la poesía femenina en la cual "la mujer se expresa de manera distinta, no subordinada a la sociedad patriarcal sino buscando los canales de autenticidad espiritual"[14].
Magda Portal: la confesión y el testimonio
La segunda vertiente, comienza con Magda Portal (1901-1990) quien escribe una poesía que incluye preocupaciones distintas, marcadas por un militantismo y una inquietud histórica que irá desarrollándose a lo largo de su vida y de su obra:
[La poesía de Magda Portal] encierra tensiones sociales que conducirán (años después sin embargo) a una nueva modalidad escritural por lo cual la mujer intentará romper los marcos ideológicos que se manejaban en el interior de su discurso.[15]
Magda Portal señala un punto de partida para la futura poesía escrita por mujeres. José Carlos Mariátegui ya lo notaba en el ensayo que le dedicaba en 1928. A partir de su lectura de la incipiente obra de Magda Portal definía una nueva poesía: la poesía femenina; ya que para él toda escritura anterior venía construida desde la representación que el hombre tenía de la mujer escritora. Este sería el sentido de la crítica siguiente: "las épocas anteriores produjeron sólo poesía masculina. La de las mujeres también lo era"[16]. En los años 20, se revelaban por fin los nuevos valores para las creadoras, y también los creadores[17]. Mariátegui recalcaba:
En esta época de decadencia de un orden social -y por consiguiente de un arte- el más imperativo deber del artista es la verdad. Las únicas obras que sobrevivirán a esta crisis serán las que constituyan una confesión y un testimonio.[18]
Al juntar estas dos palabras -la confesión, el testimonio-, José Carlos Mariátegui prosigue, en el campo artístico, lo que ya ha emprendido personalmente en su entorno laboral e intelectual: la inclusión y el reconocimiento de la plaza de la mujer en todas las esferas de la vida. Este reto de los años 20, retomado por las feministas de la época, entra de lleno en la renovación social, política y cultural que preconiza el Amauta[19]. "La confesión y el testimonio" están apuntando hacia dos direcciones distintas, creando así una tensión creadora. Es la posibilidad de conservar el espacio íntimo de la palabra y del sentimiento. También es la posibilidad de intervenir y comprometerse en el espacio exterior, el espacio político y social, y, por ejemplo, en el caso de Magda Portal, poder incorporar la vanguardia intelectual peruana en tanto que actora plena. Más esencialmente, esta doble vía daba paso a una posible historicización del discurso poético.
Como lo señaló Luis Monguió, Magda Portal se alejaba poco a poco de una concepción literaria elitista de la vanguardia para abordar un "vanguardismo lleno de contenido político y social"[20]. Los cambios esenciales serán temáticos más que formales. En sus poemas, ella exalta al hombre y la mujer proletarios, primero sin individualizar las figuras presentadas: son la madre, el compañero, la proletaria, con el esbozo de un espacio urbano habitual en las vanguardias. Poesía "proletarista" antes que proletaria, el final de su obra -incluida en Constancia del ser (1965)- recoge las lecciones de parte de los poetas "sociales" de la generación del 50. El compromiso poético y político de Magda Portal parece culminar con unos poemas dedicados a tres figuras peruanas, símbolos de lucha: Javier Heraud, César Vallejo y Micaela Bastidas. Si bien Micaela Bastidas es uno de los pocos modelos femeninos propuestos a los lectores de poesía, el poema "Palabras a Micaela Bastidas" es revelador de varias limitaciones en cuanto a un acercamiento histórico al personaje femenino.
No podía caber en soledad la estatura del héroe
no pudo alzarse solo ni sostenerse sin tu aliento
[…] Sin ti Tupac Amaru no habría dado el paso legendario
de conmover la América
pues fuiste inspiración y apoyo y estímulo y fuego
y pasión por la patria de tus mayores
y el dolor de tu raza (p. 200).
A la vez que devuelven los versos el protagonismo histórico, concentran en sí la reconstrucción de la mujer heroica, clave de la lucha del pueblo indio, compendio de todas las mujeres -En ti lucharon todas las mujeres / todas las madres ultrajadas / las muchachas heridas (p. 201)- y sobre todo mito eterno más en el panteón andino. Subrayar la estatura continental de Micaela Bastidas lleva a despertar las memorias y las conciencias -en un momento en que la mujer indígena comparte todas las luchas del pueblo indio. No deja de señalar el difícil protagonismo femenino y la problemática percepción y expresión del mundo andino en la mayor parte de la poesía peruana. Magda Portal quedará bastante aislada en este ejemplo de épica indigenista y pocas serán las creadoras peruanas que se alleguen al ejercicio de la epopeya.
una transición por etapas
De todas formas, los planteamientos de los años 20, ya vinieran desde las propuestas de Mariátegui, desde la escritura vanguardista, o los movimientos feministas, van liberando a las mujeres de una suerte de "obligación temática" (materna, amorosa, etc.). Es una etapa en la que comienza asimismo a gestarse un posible cambio de horizonte, al delimitar nuevas fronteras en la escritura, y también en la forma cómo se concibe el papel de la mujer, por su misma integración en la vida económica. Los beneficios de estas reflexiones no serán inmediatos sino que como lo recuerda Paul Ricoeur, "el horizonte de expectativas propio de la literatura no coincide con el de la vida cotidiana"[21].
En los años 50, 60, las voces femeninas son singulares en la poesía, más aún en la prosa, cuando desde la perspectiva laboral, educacional, social, las peruanas van ganando espacios de expresión fuera del ámbito hogareño. Desde la perspectiva literaria, cabe señalar más bien cierto retraimiento. En otros estudios, recalqué ese "desfase estético"[22] con respecto a una poesía llevada por los hombres y en la que ellos cuestionan la tradición anterior. Lo más impresionante, al considerar los primeros volúmenes que publican las mujeres en la década del 60, es el aislamiento individual que reina en los poemas, por supuesto en búsqueda de la construcción de un sujeto poético autónomo, pero un aislamiento que deja de lado no sólo toda intrusión de la realidad contemporánea en el poema sino toda incorporación del sujeto lírico en el flujo histórico.
El mantenerse la poesía femenina -¿o el mantenerla?- bajo el signo del simbolismo o del modernismo en el agitado presente poético de los 60, en cierto sentido seguía correspondiendo a la espera de una sociedad que, si bien veía a las mujeres ocupar distintos puestos de trabajo, no admitía que compartieran el desenfreno poético que iría agudizándose en el transcurso de los 70. La confesión todavía no encontraba los acentos más violentos que iría conquistando a partir de la década del 70 y fundamentalmente del 80.
Dicho esto, conviene aclarar que con la poesía femenina no estamos en un sistema autónomo de la poesía escrita por hombres. No existe pues ruptura con la tradición llevada por los poetas sino que a nivel de una historia de la literatura peruana, la inclusión del estudio de la poesía escrita por mujeres lleva a matizar efectivamente las periodizaciones establecidas. Así se hace emerger cuadros cronológicos distintos -hasta los años 80-, cortes generacionales a destiempo, encuentros a posteriori entre las poetas y los poetas que compartían sin embargo la misma vida social, intelectual y privada.
La observación de los epígrafes que encabezan poemarios y poemas señala la huella de la tradición. Los epígrafes del 60, incluidos los que se publican en los años 70, aluden a la referencia tradicional europea, en su gran mayoría masculina: los autores citados son Quevedo, Lope de Vega, Aleixandre, Rilke, Woolf, y sin embargo, ningún poeta anglófono, de los que forman precisamente la familia intelectual de los hombres -por ejemplo Robert Lowell, Dylan Thomas, Bob Dylan. Adelantándonos a los años 80-90, los epígrafes señalan otras lecturas e influencias más heteróclitas, de Paz a Borges, Mishima, Lezama Lima o Safo; se inicia una tradición epigráfica más femenina/feminista y hasta propiamente generacional, como la que se construye en torno a Carmen Ollé después de su publicación de Noches de adrenalina (1981).
la respuesta de la "crónica"
¿Cómo salir entonces del impasse que suponen estas expectativas frustrantes para las poetas? El estudio del caso de la poesía femenina chilena, parece ayudar a entender lo que pasa en el "campo" peruano. Así, los análisis de Juan Villegas, en El discurso lírico de la mujer en Chile: 1975-1990[23], no dejan de evidenciar un sistema poético compartido por hombres y mujeres. En su estudio, Villegas recuerda oportunamente que las poetas se encuentran ante el paso obligado de usar una retórica, y hasta cierto punto, una temática que les llegan de la tradición patriarcal. Lo más interesante es ver cómo las nuevas perspectivas que esbozan los poetas afectarán profunda y duraderamente, como por rebote, a la poesía escrita por las mujeres. El razonamiento es el siguiente:
la incorporación, al canon contemporáneo, de la "antipoesía" y la "poesía de lo cotidiano" ha favorecido la absorción de "materiales poéticos marginados" y la revalorización de códigos estéticos desvalorizados, todo lo cual abriría las puertas a una poesía de mujeres vigorosa y femeninamente anti-convencional[24].
A partir de esta reflexión sobre el caso chileno, quisiera apuntar una solución que se desarrolla desde el propio proceso poético peruano. En el contexto peruano, el cambio se profundiza con la "crónica" tal como la experimentan los poetas peruanos del 60', ese poema que estrecha lazos entre el poeta y la historia, con o sin h mayúscula. Desde la propia historiografía, a la cual son sensibles los nuevos poetas, se ofrecen nuevas propuestas como, por ejemplo, lo tocante a la microhistoria; ya no historias de batallas y destinos famosos sino el acercamiento al individuo. Ello implica y favorece a su vez unos esquemas de lectura distintos para percibir lo hasta ahora invisible en los libros de historia.
A partir de Los comentarios reales (1964) de Antonio Cisneros, y de la mano de la tradición inglesa, la construcción de la percepción histórica y social toma un sesgo distinto, por la vía de un lenguaje de lo cotidiano. La percepción histórica se hace más íntima sin dejar de corresponder a una comunidad "nacional" más amplia, reelaborando, hasta cierto punto, aquella "confesión y testimonio" de José Carlos Mariátegui. Al cuestionar las versiones oficiales de la historia de la conquista y siguiente colonización del Perú, al favorecer la toma de palabra de personajes que no suelen ser los que hacen la Historia, estos poemas acentúan una poesía que descentra al sujeto lírico, en el sentido de que pierde su anterior omnipotencia. Al mismo tiempo se multiplican las voces que emergen del sujeto lírico, anulando la idea de univocidad. Esta distanciación, sin duda, abre una oportunidad para recoger en el poema, una serie de temas que son vivencias personales, cotidianas, la toma de conciencia de un sujeto femenino; también experiencias como las de la militancia. En ambas vías se comprometerán jóvenes poetas como Rosina Valcárcel o Sonia Luz Carrillo. La crónica[25], esa re-escritura de la historia día a día, ayuda a ubicarse y a expresar esta nueva memoria en sus versos.
La sección "Crónicas" en Navíos (1974) de Rosina Valcárcel se construye por yuxtaposiciones, como la propia fragmentación de una realidad difícil de aprehensión en su globalidad. Los niveles de lo que sería la vida privada por una parte, y la vida pública o política por otra, se interpenetran, hasta cuestionar la categoría histórica de ambos:
Lunes
seis de la tarde
Amaranta está enferma
y no dan el gordo y el flaco
La televisión
prefiere el fútbol
11 de setiembre
y siguen matando en Chile.[26]
En el poema "Zona liberada", la misma poeta restituye una actualidad en sus niveles cotidiano, nacional y universal, y que todos subrayan un deseo igualmente frustrado:
Los de Piura piden pan
mi hijita pide caramelos
yo pido mundo mundo mundo
y no nos dan[27]
Un año antes, Sonia Luz Carrillo ya proponía una reflexión directamente relacionada con la inserción de la mujer en la sociedad. El discurso poético alude a la problemática feminista, por ejemplo, en "Concurso de belleza"; un feminismo que más allá de la alienación física condena igualmente la alienación mental a la ideología yankee:
Ha salido ganador
el ejemplar
que se asemeja
al prototipo que impone la metrópoli.
Dentro de poco
será exhibido,
en el circo de Bob Hope
allá, en el Viet Nam[28]
A partir de estos intentos, ya no se vacila en integrar al poema el hastío que provoca la incesante repetición de los mismos gestos de la vida cotidiana. En los poemas, se destaca, una monotonía -aludida en forma más bien provocadora- que ya no tiene que ver con el spleen sino con una vida donde impera el aburrimiento y la segura alienación de los decaídos "ángeles del hogar". Porque mediante la incorporación al poema de lo más cotidiano y privado -aquello que no cabía en la temática y la expectativa anterior- los poemas construyen un sujeto femenino en todas sus dimensiones. Los poemas revelan los bloqueos en las mentalidades, por ejemplo, la mirada acusadora contra la que chocan los amantes de los poemas de María Emilia Cornejo, pero también un espacio urbano que es definitivamente familiar a estos mismos amantes. Más recientemente estarían las frustraciones, máscaras y desencuentros que en parte constituyen el poemario de Giovanna Pollarolo Entre mujeres solas (1992).
el canto de la memoria
La "crónica", desde este último punto de vista, contradice uno de los a priori fundadores de la literatura occidental, la supuesta necesaria "originalidad" del texto, para que el lector "no se aburra". Wolfgang Iser y los teóricos de la recepción insisten en que:
[…] normalmente tendemos a aburrirnos con textos que nos presentan cosas que nosotros mismos ya conocemos perfectamente. […] Sólo dejando atrás el mundo conocido de su propia experiencia es como el lector puede participar verdaderamente en la aventura que el texto literario le ofrece[29].
Por lo contrario, la visión del mundo propuesta por las poetas me parece establecerse fuera de esta lógica e imponer la dimensión distinta de lo consabido, lo con-sabido, un saber y una memoria compartidos. La "crónica" también sería el compartir la letanía del presente. Nos alejamos de lo "original" como único, reemplazado por otro "original", lo que está ahí desde el origen, experiencias ínfimas e íntimas de las que la poesía se nutre y a las que la generación del 60' saca a la luz.
El canto de la memoria es el que intenta propiciar un poema como "Historia" de Blanca Varela. Este parece adelantarse en la petición de libertad de un sujeto que aquí bien podría ser mujer:
puedes contarme cualquier cosa
creer no es importante
lo que importa es que el aire mueva tus
labios
o que tus labios muevan el aire
que fabules tu historia tu cuerpo
a toda hora sin tregua
como una llama que a nada se parece
sino a una llama[30]
En este llamamiento a algo que le corresponda intrínsecamente al sujeto, pero que pueda ser a la vez una ficcionalización del sujeto -apelada por las mismas "falsas confesiones" del título del poemario- la poeta aboga a favor de una toma de distancia definitiva con la atrofia anterior. Es necesario el "gran aire de las palabras" para tomar a la vez conciencia y confianza, para un sujeto al que los dos últimos versos revelan tan único y tan parecido a los demás. Ese asir la palabra y el cuerpo tampoco se aleja de lo con-sabido anterior, en el acto de repetir una vez más una experiencia que, si bien ya es sabida, necesita reiterarse verbalmente.
Hasta en la utilización o re-utilización de materiales poéticos conocidos volvemos a encontrar la misma voluntad de acercamiento al lector. La fuente compartida es una de las estrategias elegidas; el imaginario común, una forma de memoria colectiva más amplia, menos elitista; que hasta puede enlazar con una memoria poética que llega desde la tradición[31]. Por otra parte vuelven los personajes míticos o bíblicos, en numerosos poemarios así como en el largo poema de Carmen Luz Bejarano "Triunfo de Icaro" (1967)[32]:
Noé desconcertado
sus palomas traen ausencia de olivo
en sus picos augurales
Noé solloza
por su barca los maderos y sus gólgotas
sus parejas estériles[33]
En este poema, se trata de establecer una base de comprensión con el lector sin apelar a la ironía o la irrisión. Con un procedimiento parecido se constituye la primera parte de Huerto de los olivos (1987) de Giovanna Pollarolo: sin embargo, ahí se crea inmediatamente una distancia al crearse los poemas como resistencia al texto bíblico. En forma idéntica encontramos el uso del vals por Blanca Varela[34].
Definitivamente, el "elemental canto de la memoria", citando un verso de Blanca Varela, nos acerca a lo humano, a una sabiduría y una vivencia compartidas. Esto a su vez repercute en la lectura que hacemos de la literatura, la poesía que nos llega. Si, en el proceso de lectura el lector puede llegar a ser "co-creador", retomando la terminología de Karl Maurer[35], entonces las experiencias que ha ido recogiendo la poesía femenina crean una suerte de base de tradición para las siguientes escritoras y lectoras. "Siempre que leo, pronuncio mentalmente un yo, y sin embargo el yo que pronuncio no es yo mismo"[36], explica Iser. Un yo que, desde la poesía, favorece y ayuda a la lectora a ser sujeto de su lectura. De este modo, al integrar a la historia en sus manifestaciones más cercanas o más sencillas, la poesía implica un lazo de complicidad que paulatinamente repercute en la percepción, recepción de los demás textos.
De los diversos ejemplos anteriores quisiera sacar dos conclusiones: la primera, y tal vez más importante, es la necesidad de la inscripción en la historia; historicizar la poesía es encontrar una salida a una postura que fijaba a la escritura de las mujeres en un campo estético y temático elaborados desde la tradición patriarcal. Algo se modifica en los años 60, y es, en algún modo, la imposibilidad para las mujeres de olvidar la historia so pena de ser devueltas inmediatamente a un esencialismo que colindaría con la esquizofrenia.
La segunda conclusión tiene que ver con la elaboración progresiva de una nueva competencia de lectura, adquirida a medida que las preconcepciones y los hábitos de lectura van cambiando. A medida que el horizonte de expectativa de lo que es o tiene que ser la escritura de las mujeres también se modifica, social y literariamente. Las nuevas reglas del juego literario, las expectativas de la(s) institución(es) literaria(s), en materia de ediciones, selecciones, premios, ya no son las mismas. Quedaría por interrogarse acerca de un cambio en el lectorado -¿vuelve a darse la predominancia de un lectorado femenino, como ya se comprobó para el siglo XIX?- y entonces hasta dónde considerar la presión de un "público". No cabe duda de que la última poesía se ha beneficiado de las modificaciones y propuestas subrayadas en este trabajo; y también todos nosotros, desde la crítica literaria.
[1] Asunción Lavrín (comp.). Las mujeres latinoamericanas. Perspectivas históricas. México: FCE, 1985 (1a ed. 1978), p. 10.
[2] Leer al respecto las reflexiones de Françoise Collin en "La lecture de l'invisible" in Cahiers de Recherche, n°34-44.
[3] Hans Robert Jauss. Pour une esthétique de la réception. Paris: Coll. Tel, 1990, 1a ed. 1978.
[4] Francesca Denegri. El abanico y la cigarrera. Lima: IEP / Flora Tristán, 1996, p. 13.
[6] Citado por Francesca Denegri, idem, p. 83.
[9] Así, por ejemplo, en el Parnaso peruano publicado por José Domingo Cortés, en 1871, o la "Corona poética de la Santísima Virgen María" por Abel de la Encarnación Delgado, en 1879.
[10] Francesca Denegri, idem, p. 79-80.
[11] Francesca Denegri explica que "«el romance peruano moderno», enraizado en valores domésticos y sentimentales concebidos como femeninos", [que] "la poética de la desilusión de los románticos, su alejamiento del lenguaje crítico, su reclusión dentro de la esfera privada y, [que] por último, la feminidad metafórica de la tradición, el género más popular del siglo XIX, contribuyeron a conferir en las mujeres la autoridad literaria necesario para un auspicioso debut". Idem, p. 41.
[12] Miguel Angel Huamán. " Parnaso de mujeres ", Cambio, n° 46, 5-03-1987, p. 28.
[16] José Carlos Mariátegui. Siete ensayos de interpretación sobre la realidad peruana. Lima: Ed. Crítica, 1976 (1a ed. 1928), p. 265.
[17] Modesta Suárez. "José Carlos Mariátegui - Reflexiones en torno a una estética femenina" in Mariátegui - una verdad actual siempre renovada. Roland Forgues (Edit.). Lima: Ed. Amauta, 1994, p. 147-161.
[18] José Carlos Mariátegui, op. cit., p. 267.
[19] Ver el capítulo sobre "La mujer en el Perú: 1900-1930" de Sara Beatriz Guardia en Mujeres peruanas - el otro lado de la historia. Lima: Ed. Amauta, 1995 (1a ed. 1985).
[20] Luis Monguió. La poesía postmodernista peruana, México: FCE, 1954, p. 81.
[21] Paul Ricoeur. Temps et récit. Paris: ed. du Seuil, 1985, tomo 3, p. 316. La distancia entre ambos horizontes, en nuestro caso, no se colma rápidamente. En las entrevistas a una serie intelectuales de esta segunda mitad de siglo, sigue vigente la demora de la sociedad civil frente a los avances feministas no sólo en el terreno de la escritura sino también de la vida profesional. Así lo expresan varias poetas en el libro de entrevistas de Roland Forgues, Las poetas se desnudan. Lima: Ed. Quijote, 1992.
[22] Modesta Suárez. La poésie féminine péruvienne - 1961-1981 - Une poésie de transition. Tesis de doctorado. Grenoble, 1992. Y también "La poésie féminine péruvienne contemporaine : un cas de rupture différée" in Les Langues néo-latines, n°294, 1995, p. 77-94.
[23] Juan Villegas. El discurso lírico de la mujer en Chile: 1975-1990. Santiago: Mosquito ed. 1993.
[24] Juan Villegas citado a partir del libro de Susana Reisz, Voces sexuadas, Edicions de la Universitat de Lleida, 1996, p. 64-65.
[25] En formas aisladas, tenemos otros ejemplos de crónicas, tipo crónica judicial, en el poema "Ignacia de la Cruz" de Arcos hondos (publicado en 1973) de Adela Montesinos; este poema conjuga el tema de la miseria andina con el del infanticidio, y mezcla en forma interesante prosa y verso para romper con el discurso dominante y la idealización hipócrita de una figura materna feliz.
[26] Rosina Valcárcel. Navíos. Lima: Ed. de la Biblioteca Universitaria, 1974, p. 67.
[27] Rosina Valcárcel. " Poemas ". Haraui, n°70, 1984.
[28] Sonia Luz Carrillo. Sin nombre propio. Lima: Ed. Causachun, 1973, p. 31.
[29] Wolfgang Iser. "El proceso de lectura: enfoque fenomenológico" in Estética de la recepción. Madrid: Arco/Libros, 1987, p. 225.
[30] Blanca Varela. Canto Villano. México: FCE, 1996, in Valses y otras confesiones (1964-1971), p. 127.
[31] En un poemario tan singular en Perú como El libro de los muertos (1962) de Sarina Helfgott, sobre el holocausto judío, reconocemos por el epígrafe y por la sensibilidad la huella de César Vallejo:
Alguien tiene un tenedor mientras agoniza su vecino.
Alguien se ha puesto más verde que el color.
Alguien, a gatas, busca un recuerdo que se ha perdido.
(...) Alguien le da cuerda a la noche, impaciente. (El libro de los muertos, "Alguien" p.33).
Todo se construye en torno a la conservación de una identidad y una memoria desde unos elementos mínimos, la persona como elemento mínimo reducida en el indeterminado "alguien" en una suerte de crónica del horror, crónica requisitorio donde el menor gesto cobra una importancia vital.
[32] "Al recurrir al símbolo de Sísifo, cuántas palabras me ahorro para traducir el quehacer muchas veces inútil del hombre": Carmen Luz Bejarano in Las poetas se desnudan de Roland Forgues, op. cit. p. 127.
[33] Carmen Luz Bejarano. "Triunfo de Icaro", Haraui, n°8, mars 1967, p. 5.
[34] En estos dos últimos casos, estaríamos ante lo que Susana Reisz llama "contra-transgresiones" in Voces sexuadas, op. cit.
[35] Karl Maurer. "Las formas del leer" in Estética de la recepción. Madrid: Arco/Libros, 1987, p. 264.
LOS AFECTOS EN LA POESÍA DE GIOVANNA POLLAROLO
Y ROCÍO SILVA SANTISTEBAN
Marco Martos
La poesía escrita por mujeres ha cobrado en el Perú inusitado vigor en este fin de milenio. Es cierto que en los años veinte se inició la carrera literaria y política de Magda Portal, quien alcanzó a ser leída por José Carlos Mariátegui, y que treinta años más tarde empezó a publicar Blanca Varela, considerada una de las voces líricas más originales de toda hispanoamérica en el siglo veinte, pero es verdad que estos dos casos, si destacan, es tanto por la calidad de estas dos protagonistas de la escritura, como por el carácter solitario, único, de sus experiencias. En cambio, después de la llamada, en recuerdo de uno de sus poemas, "la muchacha mala de la historia", María Emilia Cornejo, fallecida en 1972, cuando apenas iniciaba una promisoria carrera literaria, pareciera que las mujeres peruanas hubieran dejado el lugar solo aparentemente privilegiado, donde en el más tenaz silencio recibían el incienso de la sociedad patriarcal, para decir su palabra individual y colectivamente y lograr así transformar totalmente el panorama literario del país. Todo esto es moneda común y no necesita de mayor discusión, a tal punto que uno de los editores más conocidos del país, Germán Coronado, ha dicho que desde el punto de vista del mercado literario, ser mujer, otorga ventajas.
El hecho es que proporcionalmente cada vez más mujeres escriben literatura y que una porción importante de ellas cultiva la poesía o que alternativamente se expresa tanto en prosa como en verso. Nos ocuparemos brevemente en esta ponencia de Giovanna Pollarolo (1952) y de Rocío Silva Santisteban (1963), por considerarlas de alguna manera emblemáticas de lo que viene ocurriendo en la lírica escrita por mujeres. El título elegido expresa más una voluntad inicial que una realización. De todo el mundo de los afectos que nos hubiera gustado tratar, nos limitaremos en esta ocasión a hacer referencias a la relación de pareja, por considerar que es un asunto central en la poética de ambas escritoras.
Hasta 1997 Giovanna Pollarolo había publicado dos libros de poemas, Huerto de los olivos en 1986 y Entre mujeres solas en 1991 y 1995. Su escritura había logrado no solo la aceptación de la pequeña pero fiel minoría que ama la lírica, sino que había llegado a sectores que habitualmente no leen poesía de vanguardia, en el sentido más amplio del término, porque tienen un cierto temor a las audacias expresivas. Para decirlo con más claridad: Pollarolo llegó a gustar a esos grupos a los que la poesía de Carmen Ollé, celebrada por su intensidad y atrevimiento, parecía muy fuerte. Y es que sabía decir "con una vocecita" como sostiene ella misma, las cosas más terribles:
¿Dónde estuviste todos estos años?
Estuve limpiado mi casa y todavía no termino.
Estos versos, y tantos otros que pueden espigarse en la escritura de Pollarolo en su primera fase, bien hechos, expresaban la inconformidad de una mujer intelectual de las capas medias harta de la dominación de los machos, pero también una especie de dulzura de valor antitético: mujer intelectual de las capas medias aceptada como guionista, poeta, periodista y profesora en un mundo patriarcal.
Pero el reciente libro de Giovanna Pollarolo ha dinamitado cualquier visión edulcorada que podamos tener sobre su escritura. La vox de La ceremonia del adiós (1997) es absolutamente original y devastadora. Una lectura universitaria del libro puede mostrar una larga serie de presencias de la tradición literaria desde la obvia alusión y homenaje a Simone de Beauvoir hasta maestros latinos como Catulo o españoles como Góngora. Como en tantos otros casos, la musa fagocita cualquier tradición literaria. No es en esa actitud que hay que buscar la originalidad del texto sino en el tratamiento del amor. En la tradición occidental, con las excepciones conocidas, desde Safo hasta nuestra Amarilis indiana, fueron los hombres los que hablaron del amor intenso que sentían por las mujeres. Las poetas árabes deidificaron a la mujer amada y luego Guillermo de Aquitania y los trovadores provenzales, dieron un contenido metafísico a la poesía amorosa, que hasta cierto punto perdura entre nosotros. El amor para ellos no es sexo, no es erotismo, aunque los incluye, el amor es la apetencia metafísica de unirse con la mujer amada. Pero siempre ha sido la mujer el objeto amoroso. Desde principios del siglo XX la situación empieza a invertirse. Así nacen Delmira Agustini o Juana de Ibarbourou o Blanca Varela o María Emilia Cornejo. En esta corriente se inscribe Giovanna Pollarolo.
Existe en la tradición española una oposición medieval entre el buen amor o amor a Dios y el loco amor o amor humano. Nadie la expresó con mayor desparpajo y hondura que Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, en el siglo XIV:
Aristóteles dijo, y es cosa verdadera,
que el hombre por dos cosas trabaja, la primera
por el sustentamiento, y la segunda era
por conseguir unión con hembra placentera.
Si lo dijese yo mismo, se podría tachar,
mas lo dice un filósofo, no se me ha de culpar.
De lo que dice el sabio no debemos dudar,
pues con hechos se prueba su sabio razonar.
Pero modernamente, sin negar la importancia de la religión, renovada en este fin de milenio, la sociedad se ha secularizado y el loco amor tiene un sentido más preciso, en oposición a lo que podríamos llamar la sagacidad en el amor. "Le coup de foudre" pareciera decidido siempre por el azar. Los científicos piensan, sin embargo, que hay ciertos individuos que tienen inconscientemente una suerte de avidez por atraer la locura amorosa y otros que están satisfechos de sus relaciones y no tienen ningún deseo de despertar al torbellino ingobernable, ese ceder a otro a otra, el timón de nuestras vidas. El loco amor tiene sus mejores "pararrayos" en los adolescentes y en los jóvenes, pero sabemos bien ¡ay! que puede presentarse en cualquier edad. De otro lado, puede considerarse que así como hay dos clases de amor, hay dos tipos de individuos: aquellos que buscan la seguridad afectiva y aquellos que tienen necesidad de emociones fuertes. Los primeros quieren tejer un amor apacible fundado sobre el refuerzo constante de los lazos afectivos. Un amor que no está sostenido por la pasión, sino por la sabiduría. El amor loco es por definición un amor insensato, un amor delirante, que sacude la razón, un amor estrepitoso que es pasión y sufrimiento. Se ama de manera tan violenta, tan conmovedora que la menor contrariedad genera la angustia de perderse en el otro o de perder al otro. El amor sabio, dicen, produce seguridad, el amor loco crea la ansiedad.
Pero en el comienzo de toda relación amorosa, está siempre el loco amor, extraordinaria transfiguración de todo donde solo importa la mirada del ser amado. Se sabe bien que este tipo de amor apenas dura, y si lo hace, será intenso, pero no será loco amor. Pero los finales ¿acaso no sabemos cómo son los finales del amor? Por nuestra conducta pareciera que no lo sabemos Toda separación es un desastre. De nada vale nuestra sabiduría: quedamos desolados, ninguna palabra ajena nos calma y quedamos sin voz. Por eso escribir sobre el amor perdido es clara señal de que empezamos a salir del negro pozo.
En la tradición masculina castellana hubo un poeta, Pedro Salinas, quien en La voz a ti debida de 1934 analizó todo el desarrollo de la pasión amorosa desde la aparición de la figura femenina amada, hasta el olvido, última forma de amar. Pero su orden pareció sospechoso a algunos lectores, demasiado planificado, sin la locura de amor que tanto se reclama.
La lectura de La ceremonia del adiós de Giovanna Pollarolo nos retrotrae a un asunto capital de la lírica. La poesía del dolor, pensaba Poe, produce las más intensas esencias. Eros, el vendado diosecillo de la mitología griega solía disparar incesantemente tres tipos de flechas: la del amor, la de la indiferencia y la del desdén. La vox del libro que comentamos, ha recibido, qué duda cabe, la flecha del amor, y su objeto amoroso, la del desdén, y es desde el duelo, desde el más intenso sufrimiento que la palabra se desovilla. Desde esa sima sombría se va analizando poéticamente toda la relación. La estructura del libro es narrativa. Los poemas están organizados como una historia que se abre cuando el amado ha partido a buscar su paraíso, solo, sin la que escribe. Los detalles aparentemente nimios de la relación quedan registrados: el último regalo, una almohada para el amado que ha decidido ya partir, la primera soledad del año nuevo, el espacio que queda vacío en la cama, la inútil sabiduría de mover al que ronca, el recuerdo de los comienzos del amor, cuando se temía que no durara, el primer resfrío sin el amado, el primer invierno, el extraño contacto con un desconocido. Nada apacigua a quien ama y ha perdido su bien. Esta poesía no tiene reparo en despojarse de galas, en prescindir de una técnica depurada, de las buenas maneras, de la decencia, del qué dirán. Y en esa desnudez pueden encontrarse mejor sus virtudes. Leamos la Primera declaración de la esclava:
Yo jadeo por ti.
Muero por tu mano en la mía
sueño con tu abrazo
mi ilusión es que un día me digas
ven, quiero besarte
te adoro, eres hermosa.
Yo podría si me dejaras
decirte mil veces
te quiero, quiero estar contigo
mañana, tarde, y noche
a pesar de estos mil años
horas de horas viendo televisión
amor intenso
o tibio, o largo o breve.
Pero callo
sé que me despreciarías
como una perra pegajosa
y babeante
que no deja de mover la cola
la lengua afuera
cuando llegas;
que se orina en las alfombras
cuando presiente una caricia.
Hay algo nuevo y algo muy antiguo en la escritura de Pollarolo. Lo nuevo es el atrevimiento. Su poesía, para decirlo con el lenguaje de la oralidad, se ha soltado las trenzas. Es libre como el viento. Dice lo que le apetece y está más allá de las ideologías. Lo antiguo es el sortilegio del amor, el poder inconmensurable que concede al objeto amoroso. No conocemos en todo el poemario la palabra del amado. Hablan por él sus actos. Es el que corta de tajo una relación amorosa. Apenas si por un poema, el que abre el libro sabemos algo de sus razones: "sus infinitos deseos / de acariciar otro cuerpo / mirar otros ojos / la ilusión de esperar a alguien ..." Por lo demás es un dios silencioso, despiadado, antiguo, inconmovible, pero la vox que narra, inolvidable.
La afición a utilizar títulos de otros escritores, ha sido ya señalada por la crítica que se ha ocupado de Giovanna Pollarolo. En este caso, haciendo un esfuerzo por leer un poco más allá de lo obvio, conviene señalar que el poemario en su conjunto, puesto que se trata de La ceremonia del adiós dramatiza todo lo vivido en un largo final de naturaleza teatral. De tal manera que si bien los poemas, individualmente considerados, tienen una autenticidad a toda prueba, el conjunto del texto, que coloca cada poema en su lugar, es una verdadera ceremonia ofrecida no tanto para el amado, ese dios desdeñoso, sino para los lectores-espectadores que leemos toda la historia. Como en La separación de los amantes, el célebre libro de Igor Caruso, la palabra cumple un rol terapéutico. Quien habla y cuenta su pena ha iniciado su proceso de curación. Pero puesto que se trata de la vox del sufrimiento, terminar el libro, callarse, entregarlo a la imprenta, significa también desaparecer. Nos queda por saber qué otras voces aparecerán en la escritura de Giovanna Pollarolo.
Rocío Silva Santisteban, (1963) llamó poderosamente la atención de la crítica desde su primer libro Asuntos circunstanciales (1983). Luego esta aceptación le ha ido ganando un número importante de lectores con sus siguientes entregas poéticas: Ese oficio no me gusta (1987), Mariposa negra (1993) y Condenado amor (1996). Hay diferencias notables entre las escrituras de Pollarolo y Silva Santisteban. En el caso de esta última no puede trazarse una línea de características estilísticas determinadas o hablarse de una evolución poética. Lo primero que viene a la mente cuado pensamos en poemas suyos, no es un libro organizado, sino algunos poemas, y, dentro de ellos, una actitud. No encontraremos historias de amor, sino fogonazos de pasión, de encanto y desencanto, el temblor de lo hermoso que apenas dura, la reflexión áspera en la soledad. En su último libro Condenado amor escribe en el poema El fin de la noche:
Es el comienzo de la noche o el fin de la noche
Las calles, afuera, revientan en gemidos
La clara nieve de Viena se acerca con todo su desaliento
Cuánto tiempo recluida por mantener intacta
la Utopía del amor.
Con un golpe seco en la quijada
Te acercaste.
Todo es mentira: eso lo sabíamos
Eso lo sabíamos, pero ¿quién evita mentir?
De nuevo sola ahora
Las calles y el ruido como un pasaje de sopor
Y de nuevo aquí, el mismo sitio,
La misma mansedumbre
Las garras de los tigres rondando cuesta abajo
Las enormes patas de tu vida agazapadas
Y tras el retroceso un salto hacia el vacío
Pero ¿quién no evita mentir un poco
Solo un poco
Por la utopía del amor?
Puede distinguirse en los poemas de amor de Rocío Silva Santisteban, algunos, numerosos, entre los que esta este que hemos leído donde predomina el desconcierto, la falta de convicción, la sensación de estar viviendo lo ya vivido. Poesía donde el saber de antemano el fracaso, la derrota, tiñen de pesimismo, e inclusive de una actitud ligeramente desenfadada, la relación amorosa. Hay una especie de sobredimensión del amor en el plano mental que contrasta vivamente con la experiencia que la realidad puede ofrecer. Todo amor está condenado al fracaso, parece decirnos, porque no estará jamás a la altura de lo esperado. Pero Rocío Silva Santisteban tiene otros textos que siendo intensos, como los anteriores, prescinden de toda lucubración, de cualquier suposición previa logrando imágenes de gran belleza y potencia. Así ocurre con su texto El tigre Tu garra en mi garganta:
Un peso de pronto sobre el lomo: estás perdida.
Es el cuerpo del tigre, lo sabes,
Caza con cargas cortas y súbitas, estrechando lo ojos
Antes de hundirse en las sombras.
Sobre la hierba, tú, inmóvil
Endulzas la mirada y nada te defiende
De sus garras:
El Tigre no se conduele
De nada.
Según lo explica el guardián del zoo
Cinco son las fases de la técnica del Tigre:
Primero merodea en silencio hasta acercarse a la presa
Corre a ras del suelo y se mimetiza con el bosque
Las hierbas apenas le rozan el pelaje
Se agazapa
Y tras un silencio de pavor
Se lanza sobre la presa irguiendo las patas delanteras
En una carrera corta, veloz,
Ataca hasta destrozarle con las garras la garganta
y romperle -trak- la cabeza hasta morir.
Sobre la tierra rojiza por la sangre
Bordeando el umbral del pánico, instalada
En la resignación
Levantas los párpados para verlo huir a la espesura:
Esta vez no necesito zafar la cabeza
Le bastó con esa garra dura
Al centro del centro del corazón.
Este poema conmueve y transfigura al lector. La semejanza del abrazo amoroso con el combate del animal con su presa, tienen ilustres antecedentes, Vallejo entre ellos, que se figura a los amantes como dos gallos soberbiamente ennavajados. La originalidad de Rocío Silva Santisteban está. por supuesto, en la nitidez de las imágenes, en la sensación de fuerza y de daño que puede causar el tigre en su cacería que línea a línea vamos implícitamente reconociendo como semejantes a la agresividad que interviene en el abrazo de amor. Pero es en el final donde asoma mejor la maestría de la poeta con una imagen de estirpe clásica. Entre los animales, alguno va de cacería, el tigre por ejemplo, y otro es presa de esa furia. Entre los seres humanos alguien coloca una garra dura en el centro del centro del corazón. Y es, aunque no se diga, la dulce garra del amor.
Al final de este trabajo más que conclusiones proponemos preguntas. Se dice que una de las características de la posmodernidad es el debilitamiento de las convicciones que han acompañado al hombre desde el renacimiento. Existe desconfianza en las ideologías y en todas las creencias. Sin embargo, las mujeres que escriben poesía en el Perú, por los dos ejemplos que hemos propuesto, parecieran navegar contra la corriente, creer en la importancia del amor en el sentido más metafísico, envolviendo lo sexual con intenso erotismo y con apetencia de trascendencia. Sin embargo en las calles de las grandes metrópolis pareciera que apenas hay lugar para el amor. ¿O es que las poetas peruanas de este fin de milenio representan lo más antiguo? De otro lado ¿es posible una poesía escrita por mujeres que exprese las relaciones amorosas banales? Los hombres tenemos interés en estos temas, ignorancia y perplejidad.
Bibliografía
Giovanna Pollarolo. La ceremonia del adiós. Lima. Peisa. 1997.
Rocío Silva Santisteban. Condenado amor. Lima. Ediciones El Santo Oficio. 1996.
Igor Caruso. La separación de los amantes. México. Siglo XXI. 1981