El epígrafe que antecede esta ponencia hace
alusión al último caudillo, Felipe Varela, que
entra al escenario político al lado del Chacho
Peñaloza. Habían combatido juntos bajo las
órdenes de Urquiza, y continuaron defendiendo la
causa federal aún después de la derrota de
Pavón. Reorganizando las movilizaciones en los
llanos riojanos, esperanzados en contar con el
apoyo de Urquiza, que nunca habría de llegar,
pero sí persistió la lucha armada que comandó
Peñaloza hasta noviembre de 1863 que fue
asesinado, y un par de años después por Varela.
En esta apretada síntesis se reseñan los
acontecimientos citados y referidos por la
literatura histórica, que mayormente ha centrado
la atención en esos protagonistas, los caudillos
capaces de movilizar pobladores rurales.
A la vez, esa historia ha recalcado el nombre de
los líderes masculinos, y solo como cuestión
anecdótica ha rememorado sus mujeres que
batallaron a su lado. Pero además, al referirse
a estas insurrecciones solo rememora el nombre
de los más afamados caudillos, como en el caso
que nos ocupa: Felipe Varela. De ese modo se nos
representa una masa informe, tan solo
movilizados por relaciones de clientelismo. No
obstante, esos levantamientos eran verdaderas
insurgencias populares, donde intervinieron
personas de distinta extracción social y
respondiendo a intereses diferentes.
La nueva configuración de poder definida en
Pavón derivó en episodios de resistencia en el
interior del país, persistiendo sectores
identificados con la causa federal.
En esta coyuntura, plagada de disidencias
políticas, como forma de fortalecer la autoridad
Nacional, Argentina declaró la guerra al
Paraguay en 1865. Así, las hostilidades se
recrudecieron, con las consiguientes levas para
engrosar las filas militares, el clima de
tensión se agudizó y en octubre de 1866 Cuyo
enardecía con la Revolución de los Colorados en
Mendoza. Una vez derrocado el oficialismo en esa
ciudad,
las fuerzas montoneras dirigidas por el coronel
Juan de Dios Videla se dirigieron a San Juan.
El 5 de enero de 1867, a unos 30 km antes de
llegar a la ciudad, se libró el combate en La
Rinconada (departamento de Pocito), que concluyó
con el derrocamiento de las fuerzas unitarias,
la ejecución del gobernador Antonino Aberastain,
y su lugar ocupado por Juan de Dios Videla.
Los grupos armados, alentados por estos triunfos
y al grito de “Mueran los salvajes unitarios”,
planearon extender la revolución. Una de estas
fracciones se dirigió hacia Jáchal, a 160 km al
norte de la ciudad y lindante con Guandacol en
circunscripción de La Rioja. En este último
sitio, precisamente, es donde se había criado
Felipe Varela y residía su familia, así es que
seguro contarían allí con consenso suficiente
como para convocar a pobladores de la zona.
En estos contingentes, señalados por la historia
oficial como salvajes y forajidos,
estigmatizados como hordas de varones
aguerridos, resulta difícil reconocer la
presencia de sujetos femeninos.
La participación de las mujeres podía ser más
audaz y comprometida, como señala Ariel de la
Fuente, Dolores Díaz –la compañera de Felipe
Varela- apodada La Tigra, desempeñó un
importante papel en las acciones de los
montoneros. “Según las autoridades unitarias (…)
ella había sido una de los principales agentes
que los montoneros tenían en esta ciudad [La
Rioja] (…) Había ocultado en su casa artículos
de guerra y ella misma los había transportado”.2
Después de tomar el gobierno de la provincia de
San Juan, la partida congregada en Jáchal
organizaba su estrategia para doblegar las
fuerzas nacionales, a fines de febrero y
comienzos de marzo de 1867. Pero, avisadas las
autoridades, sus planes quedaron truncos. La
orden de los cabecillas montoneros fue: “que
cada uno se salve como pueda y todos se
separaron”.3
Testimonios de los sublevados
Las detenciones que se sucedieron, las denuncias
de robos y ocultamientos ocurridos durante las
mencionadas circunstancias, nos posibilitan
desvelar el nombre de algunos involucrados y a
través de sus declaraciones conocer parte de su
experiencia en estos acontecimientos.
En Pismanta (departamento de Iglesia) fueron
detenidos tres implicados en el alzamiento y el
comandante del lugar, don Lisandro Fonseca,
manifestaba a sus superiores que a pesar de las
diligencias practicadas convocando más gente
para perseguirlos no había aún podido apresar a
otros, esperando que “retorne la calma y vuelvan
a sus casas”. Esto nos indica que se trataba de
lugareños, lo cual fue confirmado de la nómina
de denunciados por los detenidos.
Ante la inquisitoria del juez, los reos
identificaron a algunos implicados, aunque la
reiteración de sus nombres denota que se
restringieron a mencionar a los que ya habían
sido apresados. Las versiones eran imprecisas,
mostrando su desconocimiento de los hechos. Tan
solo habían concurrido por haber sido invitados
para hacer una revolución, que se congregaron el
1 de agosto y marcharon hasta el paraje llamado
Overillo, donde carnearon una ternera y “que a
la oración se vinieron a Rodeo para el asalto y
tomar a don Laureano Guajardo y oficiales el
sábado al alba, tomar armas y marcharse a la
Iglesia para tomar a don Lisandro Fonseca”4.
Pero llegando a Rodeo les advirtieron que debían
dispersarse porque habían sido interceptados
por los oficiales.
Es interesante los pormenores de sus
declaraciones, todos ellos dijeron ser
labradores o jornaleros, estar casados y el
promedio de sus edades no superaba los 30 años.
Al preguntarles sobre los motivos que los
llevaron a adherirse a la causa, ofrecen
respuestas vagas o ambiguas. Uno de ellos
expresó haber creído que se trataba de una broma
lo de tomar a los Guajardo –autoridades de
Rodeo- porque eran todos conocidos y amigos; por
lo tanto estaba seguro que todo terminaría en
una “jarana”. Otros, declararon que era porque
les impedían trabajar.
En definitiva, si tomamos estas declaraciones
literalmente acordaremos con la consabida imagen
de masas compuestas por sujetos inertes. Por
cierto, sin desconocer la trama de lealtades en
que se desenvolvían, es difícil no suponer que
ninguno conociera o hubiese oído el contenido de
la Proclama de Varela del 6 de diciembre de 1866
al cruzar la cordillera de los Andes, con un
profundo sentido nacional y americano con que
arengó la lucha montonera.5
Si bien los testimonios de los detenidos en
Jáchal ofrecen mayores detalles sobre el
escenario, sus pareceres y comportamientos, lo
que resaltaré es uno de los puntos reseñados en
estas declaraciones; el atinente a la
participación de una mujer.
Los reos coincidieron en delatar como uno de los
cabecillas de la sublevación a Juan Arce, que
con él iba alguien más que apodaban “el
sanjuanino” pero no conocían su nombre, y que
ambos iban armados. Otro testigo, entre medio de
la nómina de revolucionarios, dijo que era Rosa
Torres.
Una semana más tarde fue detenido Juan Arce en
Jáchal, quien dijo ser oriundo de San Luis,
casado, de edad 26 años y de oficio labrador. Al
preguntársele si sabía la causa de su prisión,
se limitó a decir que lo había detenido el
alférez de la guardia municipal y “que cree fue
porque se disparó cuando llegó la partida a su
casa”. Confirmó haber estado en Rodeo, de donde
retornó a Jáchal el domingo o lunes 5 del
corriente para llevar unos “trastes”, que sí
tuvo noticias de una montonera y que se había
reunido gente para sofocarla. También denotó
total desconocimiento acerca de la identidad de
los integrantes y que si bien lo invitaron a
sumarse, él se excusó. En una segunda instancia,
ante la insistencia del juez, mencionó al
maestro Fabián zapatero, a un hijo de Godoy, más
otros dos que conocía solo de vista. También en
esta nueva inquisitoria debió afirmar que había
estado en Tucumán, donde su hermano Sandalio
Arce era uno de los jefes de la fuerza que
comandaba Varela. Al respecto dejó en claro que
en aquella oportunidad no había tenido ninguna
participación, por el contrario: había huido
para evitar una posible detención, lo cual hizo
en un caballo gateado que le facilitó Juana
Quiroga.
Por otra parte, retomando la cuestión sobre su
acompañante, en una sola de las tres
indagatorias que se le hicieron, se le preguntó
quién era el hombre sanjuanino que traía en
ancas, a lo cual respondió
que se llamaba Rosa, pero desconocía su
apellido.
Los silencios son comprensibles como forma de
encubrimiento, pero en este caso concreto es el
más marcado de todas las omisiones contenidas en
las declaraciones. Eran todos conocidos, incluso
por las autoridades actuantes en el proceso
judicial, entonces, no es descabellado suponer
que el sanjuanino no sería otro que una mujer
travestida de varón. Quizás, algunos montoneros
lo desconocían, pero los que sí sabían
procuraron resguardarla; más que nada porque
como el propio Arce declaró, no tenían consigo
armas porque el tal Rosa se las había llevado.
Finalmente, los detenidos fueron remitirlos a
las órdenes del teniente coronel O´Gorman y
agregados a sus filas para combatir en la guerra
del Paraguay. A excepción de los que eran
mayores de edad, que fueron condenados a
trabajar en obras públicas.6
Aunque las persecuciones no cesaron, ni tampoco
las denuncias de robo de ganado de las
haciendas. Entre ellas, Francisca Manrique y su
pareja –Antonio Alcaraz- fueron detenidos por
varios robos perpetuados en Alto de Sierra y
Pocito en los primeros días de enero, cuando fue
ocupada la provincia por las montoneras.7
Mientras que Brígida Ferreira lo fue por delatar
dónde había armas del Estado a los invasores8.
Tomasa Robledo y María Maldonado, por ser
cómplices en el robo de ganado en estancias de
Niquisanga, en el Departamento de Caucete.9
Así, podríamos proseguir la lista de mujeres
implicadas en estas revueltas.
Conclusiones
Los motines en las ciudades y campaña en contra
de las autoridades nacionales y fracciones
liberales locales se recrudecieron después de
1861, en torno a la supuesta pacificación del
país. En especial, a partir del asesinato del
Chacho Peñaloza.
A fines de 1865, habiendo retornado de su exilio
en Chile Felipe Varela, una serie de
sublevaciones proliferaron en las travesías y
valles de Cuyo
A estos “invasores”, como fueron denominados
porque provenían de Chile, de Córdoba, La Rioja
y de San Luis, se sumaron combatientes de los
valles cordilleranos del noroeste sanjuanino.
Lejos de tratarse de un episodio aislado, los
testimonios muestran la continuidad y
vinculación regional de estas sublevaciones, que
serían luego doblegadas en la década de 1870.
Es en ese contexto que se multiplicaron
episodios relacionados con el accionar de las
montoneras, los saqueos y casos de abigeato.
Hechos en los que estuvieron involucradas
mujeres, acusadas de comprar animales robados y
de haber consentido en sus casas que se
refugiara partidas de fuerzas invasoras en los
levantamientos de 1867. Así como también
empuñando armas, entremezcladas en las
montoneras, travestidas con vestimentas de
gaucho.